Capítulo 6

Estaba en el Cinzano, bailando tiernamente con Kim mientras el incomparable Manuel Fuentealba cantaba «Balada para un loco», cuando lo despertaron los malditos timbrazos del teléfono. Una lástima, con las cosas que aún tenía para confesarle a Kim… Oyó que Suzuki atendía la llamada en la planta baja. En verdad se habían pasado la noche y parte de la madrugada en la compaginación de la lista de novelas y pinturas, por lo que hubiese preferido dormir más tiempo.

—Es para usted, jefazo —anunció su ayudante desde la puerta—. Lo llama el Escorpión.

Entró somnoliento al cuartito envuelto en una vaporosa bata china de Madame Eloísa, le entregó el auricular del inalámbrico y se esfumó.

—Dime, guajiro —farfulló Cayetano mientras se calzaba los anteojos.

—Te llamo desde un teléfono del Centro Cultural de la Estación Mapocho por razones obvias —anunció el Escorpión.

—¿También el director de la Estación está tratando de descifrar el manual operativo?

—Te llamo porque esta mañana arribaron al aeropuerto de Pudahuel dos norteamericanos algo sospechosos.

—¿Y qué tengo que ver yo con eso?

—Son tipos de entre 30 y 35 años. Sus pasaportes muestran timbres de entrada reciente a Suecia, pero lo que más me llama la atención, y por eso te llamo, es que arribaron a Pudahuel desde Cancún en un vuelo de Lan Chile. ¿Te suena conocido?

Se acarició el bigote con algo de inquietud y después se puso de pie constatando que ya se cerraba el círculo en torno suyo. Andaba en calzoncillos. Corrió las cortinas para permitir la entrada del sol y contempló por unos segundos la bahía.

—¿No será una pareja de turistas o empresarios? —preguntó al abrir de par en par las ventanas. Pudo aspirar el aire fresco y húmedo, mezclado con el canto de los pájaros.

—Más bien tienen aspecto de hampones. ¿Has visto las películas de Humphrey Bogart?

—La mejor es El halcón maltés, de 1941. ¿Dónde se instalaron?

—Les perdimos la pista. Sólo sabemos que están acá. Si son ellos, ya están al tanto de que regresaste a Chile. Cuídate. Mira bien donde pisas.

Echó un vistazo a través de la ventana. La calle emergía sinuosa y desierta, y más abajo los techos de calamina se ampliaban por los cerros, y el mar se difuminaba en el horizonte. ¿Por qué no eran hombres del Conde Rojo los encargados de asestarle el golpe final?

—Tengo que pedirte un favor —dijo tras comprobar que no había nadie en los alrededores—. El asunto está ya casi resuelto. Solamente me falta atar algunos cabos. El plan es clarísimo con los cuadros y los libros. Necesito hablar con alguien de confianza, siempre y cuando no sea el Conde…

—Olvídate de tus pinturas y novelas, pareces un anticuario del barrio Bellavista. Con lo que acaba de ocurrir esta mañana hay menos posibilidades de que te vayan a tomar en serio.

—¿Qué sucede?

—Secuestraron a la esposa del presidente de la Asociación de Banqueros Extranjeros. Llevó a sus niños al Nido de Águilas y cuando volvía a su residencia de San Damián, la detuvieron a la altura de Estoril. Es un desastre, en estos días el gobierno iba a adoptar medidas importantes para atraer a la banca foránea.

—Eso también se fue entonces al carajo.

—Y la señora tiene excelentes conexiones con la sociedad santiaguina. Tú sabes, socia de los Amigos del Teatro Municipal y del Club de Golf, asistente perpetua a las recepciones diplomáticas y cliente asidua de las galerías de arte de Alonso de Córdoba y, como si fuera poco, personaje obligado en las páginas de la vida social. Allí aparece siempre junto a Rosemarie Mac-Gill, Julita Astaburuaga e Ismenia Ibáñez, damas todas de alcurnia. Esto va a traer cola. Además, es francesa.

Tuvo que pensar de inmediato en Marcel Proust y en la novela que formaba parte del ciclo En busca del tiempo perdido, la que figuraba en el manual operativo del «Delenda est Australopitecus». Su fecha era precisamente la de ese día.

—¿Dices que es francesa?

—Así es.

—¿Y no se llamará Albertina por casualidad?

—Efectivamente, se llama Albertina, Albertina Gombert. ¿Cómo lo sabes si su nombre aún no circula por las radios? —preguntó extrañado el Escorpión.

—Está en la lista que tengo, Escorpión, la misma que tú rechazaste. ¿No te acuerdas? No me preguntes más, pero está acá, tengo conmigo el título con la fecha de hoy. ¿Necesitas más pruebas para creer en esto? Deberías leer a Marcel Proust. Te recomiendo En busca del tiempo perdido.

—Todo eso bien puede estar en tu famosa lista, pero ya nadie te lo creerá —gritó el hombre de Investigaciones—. ¿No te das cuenta? Tu «Delenda est Australopitecus» se convierte en ficción en cuanto sus profecías ocurren en la realidad. Sólo puedes convencer al gobierno si te anticipas a los sucesos. Sólo una profecía tuya, verificable, te salvará.

—Coño. Escorpión, no trates de desembarcarte, que me encabrono —advirtió Cayetano paseándose por el dormitorio—. En dos días más ocurrirá algo muy importante, que aún no desentraño, pero ten la seguridad desentrañaré. Y lo haré aunque me pase sin dormir. Sí tienes que hacerme un favor…

—Tú dirás.

—Consígueme para mañana por la tarde una entrevista con alguien de tu confianza y que esté bien instalado en el gobierno. Yo te aseguro que tendré todo resuelto, que no haremos el loco.

No pudo escuchar la respuesta del Escorpión. En su lugar le llegó una voz que anunciaba por altoparlantes la inauguración de una muestra de quesos.

—Te puedo conseguir a alguien a buen nivel, que te dé ciertas garantías temporales, siempre y cuando llegues allí con algo concreto y serio, Cayetano. De lo contrario, en verdad me hundes.

—Dalo por hecho, Escorpión, mañana, a las seis de la tarde, tendré claridad total. Amarra esa entrevista, que yo llego con todo resuelto o dejo de llamarme Cayetano Brulé.

Cita en el azul profundo
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