Capítulo 19
Sobre la mesa encontraron café, leche en polvo, cereales y pan centeno. Tomaron el desayuno escuchando las noticias de la radio Sur, emisora que administraban, según Sardiñas, latinoamericanos exiliados en Estocolmo. Inga dormía aún en su cuarto.
Las cosas en Chile eran cada vez más inquietantes, o al menos así las presentaba el locutor de acento rioplatense: una supuesta organización atacameña acababa de secuestrar en el oasis de San Pedro de Atacama a turistas norteamericanos y exigía a cambio de su libertad el éxodo de los extranjeros del pueblo, incluidos los chilenos no atacameños con inversiones turísticas. Los atacameños, aclaraba el grupo en un manifiesto, estaban hartos del atraso y la discriminación, y demandaban del gobierno fondos para paliar su pobreza. Días atrás, desconocidos habían incendiado un ala del Museo Padre Le Paige.
Las malas nuevas no sólo se circunscribían al norte del país. Una huelga masiva de temporeros paralizaba en la zona central la cosecha de frutas, uno de los principales recursos de exportación, y la prolongada rebelión mapuche se extendía ahora por gran parte del sur, obstruyendo el funcionamiento de las ciudades de Osorno y Temuco, mientras en Rapa Nui los pascuenses realizaban manifestaciones exigiendo una autonomía que les permitiera asociarse con islas polinésicas. Se esperaba para los próximos días el arribo de una delegación del Parlamento Europeo, que escucharía los planteamientos pascuenses y financiaría planes de infraestructura y difusión turística de la isla.
—El país está que arde con los pueblos autóctonos —comentó Lobos mientras untaba una hogaza de pan con manteca. La señal de la emisora se desvaneció—. Y eso que la radio no menciona los secuestros, que están a la orden del día.
Se retiró dejando a ambos hombres solos en medio del agradable tufillo a leña. A Cayetano le atrajo la idea de permanecer allí por un tiempo para contemplar detrás de los cristales las alboradas y los crepúsculos, o leer los libros en español que guardaban los estantes de la stuga.
Sardiñas redujo el volumen de la radio, que ahora transmitía un acalorado comentario político del locutor rioplatense sobre el inevitable desarrollo de la historia hacia el socialismo y el comunismo, y dijo:
—Creo recordar quién envió a Agustín a verme.
Cayetano echó un puñado de cereal en un plato y agregó leche. Eso le ayudaría a soportar la travesía, pensó mientras esperaba a que Sardiñas iniciara su confesión.
—Me habló de un tal Parker, Roger Parker —agregó el chileno—. Pero no me contó mucho sobre él. Sólo me dijo que vivía en México. Estaba al tanto de lo que él investigaba. Puede que haya sido él.
Eso ya tenía sentido. Desde un comienzo había supuesto que Sardiñas debía saber quién había enviado a Agustín.
—Mire, no soy iluso —continuó con sus ojos verdes clavados en los del investigador—. Más de alguien que conoce dónde vivo, pero a mí me interesa contar con un lugar seguro, como éste o Jukkas Järvi, para hacerle difícil la labor a quien se proponga ajusticiarme.
—¿Jukkas?
—Jukkas Järvi. Un minúsculo pueblo en el norte de Suecia, queda más allá del Círculo Polar Ártico, adonde sólo llegan turistas a alojar en el Hotel de Hielo.
—Eso me confirma que usted es el «Pato» que le envió la tarjeta a Agustín.
Le explicó cómo había llegado el mensaje a sus manos, y Sardiñas le contó que Lourdes debía ser la mujer de la cual Agustín estaba enamorado. No le había revelado su nombre, pero sí que se trataba de una mujer casada, que se divorciaría pronto para unirse a él. Mantenían una relación de años. La mujer estaba harta de la vida rutinaria junto a un hombre mayor que ella y soñaba con seguir a Agustín en sus aventuras.
Le sorprendió que Lourdes no le hubiera dicho que planeaba divorciarse. De pronto volvía a parecerle plausible que detrás de la muerte de Agustín se hallase el esposo de Lourdes. Ya había acariciado esa hipótesis y ahora ella volvía a dibujarse con fuerza en el horizonte de su investigación. Quizás eso explicaba el sorpresivo cambio de actitud de Lourdes y su interés porque hablara con quienes lo perseguían. ¿Pero era en verdad tan poderoso Cisneros como para liquidar a Agustín, al Mexicano, influir en La Casa y poner en funcionamiento a matones en Chile?
—¿Y ese Roger Parker? —preguntó.
—Es todo cuanto sé, en serio.
—Supongo que usted es el primer interesado en que esto se aclare, Patricio, de lo contrario podría aparecer perfectamente muerto un día de éstos si tiene la más mínima conexión con lo que investigaba Agustín. Usted le comentó lo del vuelo a Berlín, ¿verdad?
—Ya le dije. Él escribía sobre una etapa oculta de la izquierda. Y era bueno hasta para la propia izquierda que trascendiera, que no puede seguir asumiendo sólo el papel de víctima.
—No hay lógica detrás de eso. Si él escribía de eso, usted iba a aparecer en escena. A menos que haya llegado a un acuerdo…
—Obviamente que llegamos a un acuerdo, como con usted. Él no me mencionaría.
Pese a su experiencia en la clandestinidad, Sardiñas era un ingenuo, cuando no un estúpido, pensó el detective. En esos mundos no había que creer en promesas.
—Pero mencionaría a Ferlocio… ¿Usted sabe dónde está Ferlocio ahora?
Sardiñas cogió el tazón de café y caminó hasta el sofá frente a la chimenea. A través de la ventana ya comenzaba a colarse un cielo grisáceo. Abajo Lobos arrastraba el mástil por la cubierta congelada del Báltico.
—Ignoro dónde está Ferlocio ahora —afirmó atento al desplazamiento del capitán—. El asunto me interesaba en términos de historia, ¿me entiende? Yo sigo pensando que mi país necesita un cambio revolucionario, que las estructuras injustas deben ser modificadas, que a los concertacionistas, que pactaron con los militares, hay que barrerlos del poder, pero deseo al mismo tiempo que se conozca la verdad.
—No logro entenderlo.
—En la historia de la derecha hay muchos muertos y desaparecidos, en la de la izquierda mucha traición a los ideales y oportunismo. También hay muertos, muchos menos, pero muertos al fin y al cabo. Si no hubiese habido muertos de por medio, podríamos entender el oportunismo de la izquierda simplemente como parte de las veleidades humanas.
Una duda lo paralizó. ¿Sardiñas no habría sido desde siempre un colaborador de los alemanes y su viaje con Ferlocio de Ámsterdam a Berlín Oeste una trampa para cazar a otro líder de la lucha armada? Si, al pensar en la buena vida que llevaba en medio del Báltico, con residencia, buena situación económica y mujer sueca, alejado de todo, feliz, comenzaba a sospechar de él. Nadie podía escapar durante la Guerra Fría así como así de un servicio de espionaje, menos burlándose de él, como supuestamente lo había hecho Sardiñas. Aquel hombre no le contaba toda la verdad.
—Roger Parker vive en México, ¿entonces? ¿Él envió a Agustín hasta acá?
—Así es.
—Y usted no conoce a Parker, ¿verdad?
—No.
Se mantuvieron largo rato en silencio. Cayetano escuchó que alguien se desplazaba en el cuarto contiguo. Debía ser Inga, quien se levantaba.
—Ya le dije todo lo que podía decirle —agregó Sardiñas, incómodo, pues se involucraba más y más en un tema que sólo prometía sinsabores—. Y ahora me parece que deberíamos ayudar a Lobos con el isjakt…