Capítulo 30
El Hyundai se detuvo en la playa de estacionamiento del aeropuerto de Pudahuel a las nueve de la mañana. Era un día caluroso y sin viento, y por el este la campana ámbar de esmog se había instalado ya sobre la capital. Dentro de dos horas despegaría el jumbo de Iberia con destino a Madrid, vía Buenos Aires. Desde España, Cayetano cruzaría en un SAS a Estocolmo.
—Ahora tranquilo, que todo está bajo control —aseguró Peter Blumen mientras contemplaba desde detrás del manubrio la mole de acero y cristal del aeropuerto—. Tu nombre está circulando y tiene arraigo, eso está claro, pero la identidad de Ciabatta te permitirá salir sin sobresaltos. Lourdes abordará la nave en Buenos Aires y te hizo llegar estos dólares por si acaso.
Cayetano guardó el sobre en el interior de su chaqueta, consciente de que en los últimos días demasiadas cosas habían quedado inconclusas, por ejemplo, el significado de la mancha en el pulmón, el futuro con Margarita y el esclarecimiento del crimen de Lecuona. Además, los datos recogidos por los hombres del MRA indicaban que La Casa lo perseguía, lo que reforzaba la convicción de los revolucionarios de que el caso rozaba un nervio esencial del sistema.
El asunto había desaparecido ya de las primeras planas de la prensa, pues el panorama en el país continuaba empeorando: la rebelión mapuche no sólo despertaba declaraciones de solidaridad en Europa y Estados Unidos, sino que había paralizado las inversiones forestales en el sur. Por otro lado, los pascuenses seguían acariciando la idea de integrar una confederación polinésica, y en el norte, los atacameños realizaban acciones violentas para recuperar sus derechos milenarios sobre los ríos de la zona, ahora en manos de las mineras. Además, en la víspera, Alamiro Urquiza Ferrer, vicepresidente de la Sociedad de Fomento Fabril, había sido asesinado mientras cenaba con su familia en un exclusivo restaurante de la avenida Alonso de Córdoba esquina de Escrivá de Balaguer, lo que demostraba que el país ya no ofrecía seguridad. Los dirigentes de los principales partidos de oposición exigían al gobierno la convocatoria del Consejo de Seguridad Nacional para restaurar el imperio de la ley.
Si bien en medio de ese ambiente los controles policiales en las calles se habían hecho frecuentes, los hombres del MRA consideraban que la policía perseguía a esas alturas a un Cayetano rasurado y sin gafas, por lo que le mantuvieron su apariencia tradicional.
La noche anterior, un militante del MRA se había encargado en Puerto Varas de declarar a una radio local que acababa de divisar a un sospechoso con todas las trazas del detective en el rodoviario interregional. Lo describió sin bigote y con parka verde, por lo que la policía habría reforzado ya supuestamente la búsqueda en la zona austral.
—Mientras te buscan en el sur, tú te vas por el centro. No hay nada que temer —aseguró Peter, confiado.
—Espero que no se les hayan confundido las cosas.
—A nosotros nada se nos escapa, muchacho.
—Quiero creerte, Peter, lo que me desconcierta es que con tanta faramalla aún estén en la oposición.
—Déjate de bromas —Peter comenzó a bajarse del vehículo—. Recuerda que fuimos muy golpeados, pero que desde entonces desarrollamos un aparato clandestino que cuenta con células, militares, relaciones internacionales, equipo de propaganda y servicio de espionaje. Somos una organización con estructuras paralelas.
—Así jamás podrán apoderarse de la que les interesa, el Estado.
—¿Quién sabe? —repuso Peter pensativo—. Por lo menos sobrevivimos y seguiremos así, con una pata en la legalidad y otra en la clandestinidad, por lo que pudieran hacer un día los milicos. Éste es un país amnésico y los militares son los únicos que tienen buena memoria. Fíjate que la tienen tan buena, que disponen hasta de un plan para olvidar el pasado.
Cayetano limpió las gafas y sus ojos de manatí se empequeñecieron. Admitió que sólo las circunstancias lo habían llevado a pactar con gente con la cual de otro modo jamás lo habría hecho. Era ajeno a aquellos militantes radicales que mantenían siempre, como la luna, un rostro en la penumbra permanente. Había algo de los cristianos de la época de las catacumbas en ellos, algo que tal vez los hacía disfrutar esa vida secreta, de símbolos y ritos de iniciados, de medidas de precaución propias de espías y no de políticos. Eran seres que no creían que el régimen de Pinochet hubiese fenecido. Pese a que la presidencia la ostentaba ahora un civil, para ellos los militares continuaban dirigiendo los destinos del país detrás de las bambalinas y podían volver a salir de los cuarteles en cualquier momento.
Se asemejaban a una secta. Estudiaban el acontecer nacional y a sus líderes, se formaban ideológicamente y preparaban programas de gobierno que tal vez jamás llegarían a formar, se reunían en casas de seguridad o en estaciones del metro o cafés portando identidades falsas, utilizando los resguardos que les ofrecía la sociedad que pretendían reemplazar. Eran, claramente, los hijos del desencanto político total. No sólo detestaban a los militares por haber instaurado la dictadura de Pinochet, sino también a sus antiguos compañeros de lucha, devenidos socialdemócratas, que disfrutaban de las prebendas del poder tras haber sepultado sus banderas iniciales de lucha.
—Somos los únicos que aún tenemos ideales —le había dicho Blumen en la oscuridad del túnel Lo Prado—. La dirigencia de la izquierda renunció a ellos para tomar el gobierno. Sólo les queda la retórica, el envoltorio de lo que un día soñaron para el país, y la amnesia política.
—Dime una cosa, Peter —dijo Cayetano abriendo el maletero del carro—. ¿Cuál es el plan alternativo si me descubre inmigración?
—No hay plan alternativo, Cayetano. Si la cosa fracasa, fracasa.
Cogió la Samsonite roja que le había comprado el MRA y repuso:
—Francamente eso es lo que me desagrada de ustedes, la actitud de jugador de póquer que asumen en política.
—Bueno, cubano, tú conoces el dicho «la hora de los mameyes» —dijo Peter Blumen mientras sacaba del baúl el maletín de cabina, otro Samsonite de pura cepa para no despertar sospecha entre los policías—. No es por nada, pero ahora sí que te llegó la hora de los mameyes, mi hermano…
Cruzaron sobre el pavimento caliente hacia la terminal, donde los recibió el movimiento de avispero del aeropuerto, una estructura de hierro y cristales, que en invierno resultaba demasiado fría y en verano excesivamente calurosa.
—Y recuerda que antes de bajar en Estocolmo debes ponerte el gorro de piel, los calzoncillos largos y el abrigo. Si se te olvida, se te congelarán hasta los timbales y terminarás hospitalizado en el último Estado de bienestar social de Europa. Ni la embajada va a poder cubrir los gastos.
—Coño, suspende ya el teque, mi hermano, que me tienes cansado.
—Y no olvides —continuó Peter Blumen mientras se aproximaban al solitario desk de clase ejecutiva—, en cuanto llegues a Estocolmo llamas a Jerez al número que te di. Él te orientará.
—Y me controlará, porque es de ustedes.
—Ya sabes que tenemos un acuerdo y los acuerdos están para respetarlos. Concéntrate en lo que viene ahora. Debes cruzar por la ventanilla siete. Tú tranquilo, que el nerviosismo y mucha explicación, delatan. Y recuerda que Lourdes subirá en Ezeiza. ¡Que los orishas se apiaden de ti, mi hermano!