Capítulo 15
Llegaron a la hora del ocaso. Era una isla similar a las avistadas durante el viaje. Tenía el mismo silencio, los mismos árboles centenarios, el mismo paisaje congelado, y su única diferencia consistía en que contaba con un embarcadero, una playita y, en la cima de una loma, con una stuga de troncos pintada de rojo óxido.
—Al menos hay gente en casa —anunció Vladimir señalizando hacia un mástil embanderado y la columna de humo que despedía la chimenea.
Tras desembarcar del isjakt, caminaron sobre el hielo. El sol, hundiéndose en el horizonte, permeaba el mundo de color miel. Un cuervo graznó a lo lejos y luego volvió a imponerse la calma. Cayetano sintió que las piernas comenzaban a desentumírsele.
—Usted vaya solo, mejor. Yo me quedo asegurando el isjakt —sugirió Lobos en la orilla.
El detective se despojó del pasamontañas y subió por el sendero que conducía a la stuga escuchando crujir la nieve bajo las botas. Aquí, en este lugar ideal para ocultarse, había estado Lecuona meses atrás, pensó. ¿Qué lo había traído hasta allí?
Alguien le habló de pronto en sueco. Alzó la cabeza y pudo distinguir a una mujer de pelo corto y edad indefinida, de jeans y sueter de cuello beatle, que lo observaba amable desde el portalito de la stuga.
—Disculpe, vengo de Chile —gritó en inglés, sin detenerse. Le resonó ridícula la explicación—. Busco a una persona.
Ella aguardó a que Cayetano se aproximara. Seguramente ya se había percatado del isjakt y de Lobos. Nada podía pasar inadvertido en aquella inmensidad silenciosa e inmóvil a los ojos de sus habitantes.
—¿Quién es usted? —preguntó la mujer en castellano una vez que él hubo ascendido los escalones del portal despidiendo vaho por la boca.
Tenía facciones finas y una mirada inteligente de ojos claros. Frisaría los cincuenta.
—Soy Ciabatta, investigador privado —aclaró con respiración entrecortada y esgrimió una sonrisa. En el portal había dos sillas de madera y una mesa, y sobre ella, curiosamente, una palmatoria de hierro forjado y libros. Alguien se sentaba a leer allí en invierno—. Le parecerá extraño que llegue hasta aquí, pero ando en busca de información.
Su mirada se tornó desconfiada.
—En realidad, sólo vemos pasar de vez en cuando a patinadores o isjakistas, pero pocos se detienen aquí —dijo tranquila—. Usted sabe, en Suecia la gente se anuncia antes de aparecer.
—Disculpe. —Se quitó del bigotazo las estelitas de hielo—. Espero no importunar mucho.
—¿Es usted de la policía, entonces?
—Soy investigador privado. Vivo en Chile.
Ella empequeñeció los ojos, pero él no supo si era por efecto de la luminosidad o porque lo escrutaba.
—¿En qué puedo ayudarlo?
—Vengo por encargo de alguien que estuvo hace unos meses aquí —aclaró. Anhelaba pasar al ambiente calefaccionado y acogedor de la stuga. Le ardían las orejas y la frente, y cayó en la cuenta de que ya no sentía la punta de los pies, lo que constituía un síntoma peligroso. Lo peor del congelamiento, le había dicho Vladimir citando un relato de Jack London, era que no dolía, pues anulaba las sensaciones y la voluntad. Morir congelado era ir sumiéndose en un sopor profundo y placentero.
—¿Quién lo envió?
—Agustín Lecuona.
—¿Qué ocurre con él?
Al menos admitía conocerlo, pensó Cayetano con alivio. Se volteó a mirar y constató que desde el portal se tenía una vista formidable sobre el Báltico congelado y el horizonte en llamaradas. Hubiese preferido hablar de otra cosa, pero no le quedó más remedio:
—Lamento tener que decírselo, pero Agustín murió hace poco. Es decir, lo asesinaron. En Chile.
La mujer se cubrió la boca con las manos.
—Oh, Dios, no puede ser. No puede ser —susurró incrédula con los ojos cerrados—. Espere, espere, por favor. Le avisaré de inmediato a Pato.