Capítulo 11
Lourdes llamó a las siete de la tarde, cuando él se disponía a ir a reunirse con Kim, quien lo aguardaba en el Doble F. Nevaba copiosamente y sobre la ciudad se había instalado una especie de soporífera calma adicional.
—Estoy en Miami —dijo Lourdes con voz entrecortada—. Bien, dentro de lo posible. No te preocupes por mí. Peter Blumen me dio tus señas.
—¿Y qué ocurre con nuestro encuentro? —preguntó el detective sentado en la cama de su cuarto—. ¿Por qué no apareciste en Ezeiza? ¿Por qué no estás aquí?
Aguardó la respuesta mientras veía a través de la ventana cómo los copos de nieve cruzaban en diagonal el cono de luz de un farol.
—Me acaban de confirmar que el cuerpo de Agustín llega mañana a Miami —dijo ella al rato—. Por lo menos podremos darle sepultura cristiana. Ahora no puedo ir a Estocolmo, debo quedarme aquí. Tú entiendes.
—Entiendo —dijo acariciándose el bigote. Ella lo estaba tuteando por primera vez. Percibió que algo había cambiado entre ellos, pero su tono evasivo lo defraudó—. ¿Y cuánto tardarás en todo eso?
—Tal vez una o dos semanas.
—¿Y lo nuestro?
—¿Cómo lo nuestro?
—Digo, la investigación, el asunto para el cual me contrataste.
—¿Has avanzado algo?
—Parece que hoy di un gran paso. Me imaginé que pronto estarías aquí para compartirlo contigo. Me acerco a la clave, pero puede que también me equivoque.
—¿Sabes?
—Dime.
—Creo que jamás podré ir a Estocolmo.
—¿Qué significa eso?
—Que no me verás.
Se hizo un nuevo y largo silencio, que lo incomodó. La perspectiva de no verla de nuevo lo angustió. Lo hizo sentirse absolutamente solitario. ¿De dónde estaría llamando?
—No entiendo nada. ¿Estás interesada o no en aclarar lo que le ocurrió a Agustín?
—Creo que es mejor dejar las cosas como están.
—¿Quieres decirme con eso que no vendrás y que cancelas la investigación?
—Creo que no lograremos nada. Al menos ya tengo el cuerpo de Agustín. Esa gente, tú sabes a quiénes me refiero, me dijo que lo mejor era dejar todo en manos de la policía chilena y no seguir mostrándole desconfianza mediante un detective privado.
—¿Esa gente? ¿A quién te refieres? —encendió un cigarrillo y lo aspiró inquieto. Tuvo la sensación de que naufragaba ahora en Escandinavia.
—No quiero que sufras, Cayetano. Es preferible que no sigas. Ayer te envié por courier un cheque con más de lo que te debo, una especie de indemnización por todo. Espero que me entiendas.
—¿Estás bien, Lourdes? No suenas bien. No me engañes.
—Estoy bien —respondió ella sin entusiasmo—. Cobra ese cheque y deja todo en paz. A veces es mejor hacer concesiones en la vida. Suena mal, pero no hay alternativa. Ser consecuente suena estupendo, pero en este caso es peligroso.
—¿Te chantajearon, Lourdes? Dime, ¿te chantajearon?
—No, no —repuso ella a punto de sollozar.
—¿Quién es esa gente a quien te refieres, Lourdes? Si te están presionando, resiste. Saber la verdad es más importante que nada. No te quiebres, vamos, muchacha, no te quiebres.
—Perdóname, Cayetano, no puedo cambiar ya la decisión. —Ahora sollozaba. A través de la línea los asuntos parecían siempre peor de lo que eran, pensó Cayetano—. Lo más conveniente para ambos es dejar las cosas tal como están y que tú regreses a Chile.
—Tú sabes que no puedo volver, que tengo un muerto en mi cuenta —dijo ofendido, porque se sentía traicionado—. Para mí no hay vuelta atrás.
—Ellos me dijeron que todo podría arreglarse, que si tú abandonas el asunto y vuelves a casa, todo se restablecerá, que no tienes nada que temer, que no eres el culpable y que la justicia siempre termina por imponerse.
—¡Pero tú has enloquecido, Lourdes! —gritó él—. ¿Quiénes son ellos?
—Eso no importa, lo que cuenta es que están dispuestos a conversar contigo y a buscar un arreglo.
—¡Has perdido la chaveta! ¿Quiénes son?
—Unos abogados, Cayetano —repuso ella más tranquila—. Sólo quieren ayudarte y dicen que lo tuyo puede resolverse favorablemente. No debes seguir adelante, no me devolverás a Agustín. Lleguemos a un acuerdo con ellos, Cayetano. Para eso te llamo.
—¿Quiénes son esos abogados?
—Son de una compañía internacional. Están interesados en el asunto de Agustín, quieren hablar contigo. Ellos saben cómo manejar las cosas en esta etapa. Creí que ibas a estar de acuerdo, Cayetano, y que ibas a permitirme terminar la investigación, porque al fin y al cabo soy yo quien te paga.
—¡Pero, Lourdes! —insistió pausado, tratando de que ella recuperara la cordura—. ¿Les diste acaso mi ubicación en Estocolmo?
—Perdóname, Cayetano. Pensé que ibas a entenderme. Sí, les di tu dirección en el hotel.
Sus palabras fueron peor que un balde de agua fría.
—¿Cuándo lo hiciste?
—Acaban de estar aquí, Cayetano —gimoteó—. Y se las entregué para que me dejaran tranquila. Perdóname, Cayetano, perdóname…