Capítulo 8

Cuando regresó al cuarto, encontró a Kim sollozando en la cama, los cajones de los veladores y la cómoda en el piso, las maletas abiertas y la ropa desparramada.

—¿Qué pasó? —preguntó alarmado, cerrando de un portazo a su espalda. Se acercó a Kim y la estrechó entre sus brazos. Entendió de inmediato quiénes habían sido—. ¿Te hicieron algo?

—Fueron dos hombres que se hicieron pasar por técnicos que revisaban los teléfonos del hotel —dijo ella una vez que se hubo calmado—. Me amenazaron con que me matarían si gritaba y revisaron todo en busca de no sé qué cosa. No me tocaron. Sólo me dijeron que nos arrepentiríamos si no les respondías cuanto antes.

Le acarició la cabellera pensando que la descripción de los hombres calzaba con la de quienes lo habían despertado durante la siesta. Eso indicaba que les seguían y espiaban en forma permanente. Le explicó lo que ocurría.

—¿Por qué no abandonas la investigación, entonces? —suplicó ella con ojos humedecidos—. ¿Por qué no dejas todo esto y nos refugiamos como Patricio Sardiñas en una isla del archipiélago?

—Escucha, Kim, yo no abandono esto por lo mismo que tú no renuncias a la búsqueda de tu padre, porque necesito conocer la verdad —aclaró—. Creo que Agustín era un tipo decente y bien intencionado. No puedo permitir que sus asesinos continúen en la impunidad y de paso terminen por encerrarme a perpetua en una cárcel.

—Tú sabes que todo esto no conduce a ninguna parte.

De pronto tuvo una idea. Le ordenó que se calzara en el acto los zapatos, cogiera la cartera y lo siguiera. Esa noche no regresarían al cuarto, le anunció, ya encontrarían dónde dormir, quizás en una posada o un lugar semejante. Mientras esperaban el ascensor y Kim le exigía explicaciones, se cercioró de que no los seguían, y le pidió a su amiga las fotos amarillentas de su padre que portaba en el bolso y las guardó en la guayabera.

—Espérame en el lobby hasta que vuelva —le indicó cuando las puertas del ascensor se abrieron.

El lobby estaba atestado de turistas ansiosos de disfrutar la noche. Se dirigió al restaurante, que seguía lleno, y desde el umbral constató que una pareja ocupaba ahora el lugar en la que había cenado con Ismael. Paseó la mirada por las mesas, por el pianista negro que interpretaba a Lecuona y después la dirigió hacia la barra. Allí divisó a Ismael, que bebía taciturno un mojito.

—Necesito que me ayudes —le dijo apareciendo por su espalda.

Se volteó sorprendido, pero recuperó de inmediato la compostura.

—Necesito ubicar a este hombre. Es cubano y tú tienes que conocerlo.

Colocó las fotos de Ruz con la madre de Kim sobre la barra, e Ismael las observó durante unos instantes en silencio.

—¿Por qué quieres hablar con ese hombre? —preguntó mientras encendía un cigarrillo con cierta indiferencia.

Cayetano le pidió un mojito al barman. A juzgar por la respuesta, Ismael conocía a Ruz.

—Por un asunto humanitario —repuso aliviado.

—Nos joden siempre y mucho con ese tipo de temas. ¿Puedes ser más explícito?

—Tal vez a este hombre le interese saber que una hija suya lo busca desde hace años…

Ismael inclinó la cabeza y dejó el cigarrillo en un cenicero. Luego comenzó a acariciarse la barbilla.

—¿Te refieres a la hija de la sueca aquella con la que tuvo un romance?

Cayetano sonrió satisfecho.

—Efectivamente —dijo—. Ella vino a Cuba a buscar a su padre. Quiere conocerlo. Me imagino que entiendes que es algo normal y justo.

Ismael cogió con parsimonia el cigarrillo e hizo girar su cuerpo sobre la butaca. Sus ojos se encontraron con los del capitán, que esperaba, menú en mano, junto a la puerta.

—¿Sabes cómo encontrar a ese hombre? —insistió Cayetano.

—¿Ahora ya no te interesa la GUAPA?

—No jodas y dime la verdad: ¿sabes cómo encontrarlo?

—No.

—Esa muchacha está en peligro, al igual que yo. Gente de la WPA acaba de amenazarla mientras cenábamos. ¿Era gente de la WPA o gente tuya?

—Te equivocas con nosotros, Cayetano. Soy un hombre de la seguridad del Estado cubano. Somos despiadados con nuestros enemigos, pero nobles con nuestros amigos.

—A la hija del cubano de estas fotos —dijo el detective guardándolas en la guayabera— la amenazaron de muerte. Ella anda conmigo. No creo que vayas a impedir un acercamiento tan natural y lógico. ¿Te imaginas que la sueca y yo amaneciéramos tiesos mañana?

Ismael esperó a que el barman sirviera el mojito para responder con calma:

—La Habana es ya desde hace años una ciudad abierta. Aquí, con el turismo, llega gente de todos los pelajes. Desde curas a gozadores del sexo, desde empresarios a narcotraficantes, desde budistas hasta terroristas. ¿No querían acaso que Cuba se abriera al mundo?

—Eres un cínico, coño.

—¿Porque no me conmueve que ande gente de la GUAPA en mi patio? Ese es un asunto tuyo o del país donde vives. Nosotros estamos muy jodidos para resolverles problemas a los demás.

—Ayúdame a dar con este hombre y te dejo tranquilo. Puede que a Ruz no le apetezca acercarse a su hija, y yo puedo entenderlo. Pero ¿por qué no me das al menos la posibilidad de consultarlo para ver si es cierto? No pierdes nada. Él decide, no tú…

—A lo mejor a ti te mandó a esta isla un ángel de esos de Wim Wenders…

—¿Qué quieres decir con eso?

—No se llama Ruz, sino Eladio, y lo conozco —continuó Ismael pensativo—. Debes saber que Eladio tenía otra hija, una de su matrimonio, una médico pediatra que murió hace poco asesinada en Angola durante un ataque de Jonás Savimbi. Era una joven valerosa, que prestaba servicios internacionalistas allá.

—Coño, las ironías de la vida. Ahora sólo le queda Kim.

—Él no le contó a su mujer de su hija sueca, porque aquello había sido sólo una aventura. No pensaba en romper con su familia, pero la mujer no tardó en enterarse por otra gente.

—¿Y qué ocurrió?

—La mujer exigió el divorcio.

—¿Y la sueca?

—Ella nunca le pidió nada a Eladio —comentó Ismael—. Ella sólo quería un hijo como testimonio de ese amor. Así le desgració en parte la vida al hombre. Por eso él nunca más quiso saber de la sueca. Un capricho de ella lo desgració.

—¿Eladio se acercó a la sueca por amor o por encargo?

Ismael lo miró como desde lejos, tratando de enfocar bien la mirada. Murmuró:

—Hay cosas que mejor no se preguntan, Cayetano. Todos necesitamos nuestros zares y también nuestros mitos. Así somos más felices. La verdad no siempre te hace más libre, a menudo te desgracia…

Barrió el restaurante con los ojos en los momentos en que el pianista volvía a tocar, esta vez algo de Guillermo Portabales. Le pareció que el barman, desde una distancia prudente, escuchaba lo que hablaban.

—¿Dónde puedo ubicar a Eladio? —dijo bajando la voz—. Sólo quiero preguntarle si está dispuesto a encontrarse con la única hija que tiene.

—Mira, no sé si te hice estas confidencias a causa de lo que he bebido o porque no logro despreciarte por vivir en el extranjero, o porque sospecho que a sus años y con lo que le ocurrió, a Eladio tal vez le haga muy bien estrechar entre sus brazos a esa hija.

Cayetano apuró un sorbo del mojito.

—¿Cómo puedo ubicarlo? —insistió.

—Tienes que prometerme antes que no le contarás que yo te ayudé en esto.

—Cuenta con eso, chico, vamos.

—Apunta entonces el número y no te olvides de que tienes un plazo para dejar la isla. ¿Estamos de acuerdo, verdad?

Salió apresurado del lugar sin terminar el mojito, cogió de la mano a Kim y se dirigió hacia uno de los teléfonos del lobby. Ahora ya no importaba que llamara desde el hotel. El hecho de que Ismael le hubiese entregado el número, legitimaba su acercamiento a Eladio. En caso de que lo estuvieran grabando parecería que se regía por instrucciones oficiales.

—Eladio, soy un amigo de su retoño sueco —dijo en cuanto el otro contestó—. Me interesa hablar con usted. Le traigo un mensaje. Es vital. Necesito verlo.

Su respuesta fue un silencio sobrecogedor. Supuso que el hombre se sentía súbitamente acosado por su propia historia. Al cabo de unos instantes, balbuceó:

—¿Cómo es su nombre y quién le dio mi número?

—Me llamo Inocencio Ciabatta, estoy de visita en Cuba y lo busco para entregarle un mensaje importante. ¿Cuándo podemos vernos?

—¿Para qué?

—Mejor lo hablamos en persona. ¿O prefiere quedarse para siempre con la duda?

—Está bien —respondió resignado—. Mañana a las seis de la tarde. Espéreme en la plaza Zapata, en el barrio de Miramar. ¿La ubica?

—Perfectamente.

—Vaya solo, lleve un Granma y siéntese a leerlo. Recuerde, vaya sin compañía.

Cita en el azul profundo
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