Capítulo 14

Lourdes lo aguardaba en el mirador de la plaza Bismarck. La divisó mientras estacionaba el Lada a un costado de la escuela Pedro Montt. Acodada en la baranda de concreto, contemplaba la ciudad y la bahía, que resplandecían plácidas abajo. De jeans, blusa y gorrita beisbolera, poco se asemejaba a la mujer elegante de las ocasiones anteriores.

Cayetano cruzó hacia el mirador arremangándose la camisa. Era una espléndida mañana de enero, de cielo alto y limpio. Una bandada de palomas despegó de la plaza y de lejos llegó el grito de niños. El corazón le anduvo galopando ante la sonrisa fresca de Lourdes.

—Ojalá no me reproche por hacerle perder el tiempo —dijo ella mientras le ofrecía una mejilla para que se la besara, cosa que él hizo con suavidad.

Lo había llamado temprano a su casa, antes de que él bajara al Bosanka a desayunar. Afirmó que se trataba de algo urgente.

—¿Y qué hace todavía en Valparaíso?

Lila posó una mano sobre su antebrazo desnudo y dijo:

—No le conté toda la verdad de lo ocurrido con el inspector Núñez.

Cayetano sacó la cajetilla que llevaba en el bolsillo de la camisa, escogió un cigarrillo y lo encendió. Le hizo bien aspirarlo a fondo mezclado con el aire prístino y tibio de la mañana, aunque le arrancó una tosecita que comenzaba a repetírsele cada vez que fumaba. Tendría que ir al médico, se dijo.

—¿Quiere confesarse?

—Así es —repuso ella. Bajo la visera parecía aún más radiante su rostro aguzado de labios finos. Tenía una barbilla redonda, perfecta, que Cayetano, guiado por un impulso repentino, deseó acariciar.

—Soy todo oídos —se liberó la presión del nudo de la corbata ante la sensación de sofoco.

—Núñez sí nos ordenó que nos alejáramos de usted o el avance del caso se iba a ver perjudicado.

—¿Y qué comentaba de mí?

—Que era un tipo que no le inspiraba confianza, que iba a aprovecharse de nuestro dolor para cobrar una suma abusiva y que al final no iba a lograr nada como no fuese entorpecer el trabajo policial.

—¿Y qué le respondió usted?

—Ramón le dijo que él sabía cómo actuar con gente así, pero que hablaría con usted sólo para averiguar algo más de Agustín. Por eso lo esperamos en el hotel…

Una micro que pasaba vacía y a la vuelta de la rueda detuvo su marcha junto a ellos. El chofer le dirigió una mirada ávida a Lourdes y después continuó el recorrido.

—Ellos son libres para opinar lo que quieran de mí —comentó con aire indiferente Cayetano—, y usted para creer lo que le convenga. ¿Me ha citado sólo para eso?

—Lo hice porque ellos no han avanzado nada, y usted, pese a que trabaja por su cuenta, ya ha logrado cosas. Me extraña que traten de indisponernos justo con quien más investiga.

—Le agradezco la honestidad, Lourdes, pero para eso bien pudo haberme telefoneado.

—No lo hice por miedo.

—¿Cómo?

—Creo que me siguen —aclaró.

Cayetano se dio vuelta discretamente para barrer el entorno con la mirada. Vio la avenida desierta, la plaza con sus palmeras, gorriones y chincoles, huérfana del busto de Von Bismarck, que los cacos del cerro robaban cada vez que la embajada alemana colocaba una nueva, y más allá, como telón de fondo, los muros altos y grises de la escuela. Andaba sin cola al menos en ese momento.

—¿Cómo lo sabe?

—Tengo la impresión —dijo encogiéndose de hombros, nerviosa—. Tal vez interceptan mis llamados telefónicos. Por eso no he vuelto al Plaza San Francisco. Siento que unos hombres me siguen.

No podía descartar esa posibilidad después del episodio con los matones en la gasolinera. Era evidente que alguien observaba de cerca el asunto.

—¿Y dónde está parando usted ahora?

—En el Brighton, del paseo Dimalov.

A él le parecía acogedor ese hotelito instalado en una casa victoriana. Desde una ladera del cerro Concepción dominaba parte de la ciudad. Era un lugar tranquilo, limpio y cercano al centro porteño.

—Quiero hacerle una oferta —continuó ella—. Quiero que usted siga investigando. Si son razonables sus honorarios, no habrá problemas. Creo que usted puede ayudarnos. Núñez no me despierta confianza. Más le interesa que yo lo saque a usted del juego. Y desconozco sus motivos. ¿Acepta?

—¿Su esposo sabe de esta oferta?

—Para serle sincera, no.

Le sugirió que caminaran hacia el sur. Por allí la avenida estaba más arbolada y se hacía más íntima, y discurría entre las casas levantadas por comerciantes alemanes e ingleses a mediados del siglo XIX, cuando Valparaíso era una ciudad próspera e importante. Terminó su cigarrillo, lo aplastó contra un poste y lo arrojó después a un tarro con desperdicios.

—Mis honorarios podemos arreglarlos más tarde —dijo tratando de sonar ecuánime, aunque le urgían unos pesitos en medio de la crisis económica—. Ahora necesito saber quién era realmente Agustín.

—Ya se lo conté.

—No me ha contado toda la verdad, Lourdes. No me ha dicho, por ejemplo, que mantenía una relación amorosa con él.

Sus mejillas se sonrojaron. Se detuvo cerrando los párpados y soltó un suspiro de fastidio.

—¿Cómo lo averiguó?

—Por la forma en que habla de él, y porque me dijo que almorzaban en el Délano. Muchos amantes se reúnen allí para pasar después a una habitación… Yo haría lo mismo.

Lourdes admitió la relación amorosa y dijo que su esposo la había descubierto. Sin embargo, tras una separación temporal y su promesa de que rompería con Agustín, el matrimonio se había reconciliado. En verdad se sentía dichosa junto a Ramón, aseguró. Era un hombre bueno, que la amaba pese a que no le había dado hijos, y le brindaba protección, cariño y estabilidad económica.

—¿A qué se dedica su marido?

—Es socio de una exportadora de fruta en California.

—Pero usted no dejó nunca de verse con Agustín. ¿Verdad? —preguntó Cayetano acariciándose el bigote con parsimonia.

—Así es.

—¿No pensaron en casarse?

—Agustín no estaba para compromisos. Lo suyo era viajar, tocar el saxo, escribir sus novelitas y artículos, y navegar a vela. No quería asumir responsabilidades.

—¿Y entonces por qué usted no terminó la relación si se lo había prometido a Ramón?

—Fue imposible hacerlo —dijo consternada—. Usted debería entender.

—¿Y eso duró hasta la muerte de Agustín?

—Sí.

Pasaron frente a un almacén. Luis Miguel cantaba por una radio a todo volumen. Caminaron un rato en silencio, escuchando la letra, que prometía el renacimiento de un amor fenecido.

—¿No se le ha pasado por la mente que su marido tenga algo que ver en todo esto?

—Sí, pero no lo creo. Ramón no es de ese tipo de hombres. Se habría divorciado sencillamente. No, él creyó que nos habíamos separado.

—Debo advertirle que soy un detective muy particular. Si descubro que mi cliente es el culpable, lo denuncio. Comienzo un caso por la paga, pero lo continúo por un instinto de justicia.

—Ya le dije, mi esposo sería incapaz de algo así.

—Está bien, yo sólo cumplo con advertirla. Y ahora, querida Lourdes, pasemos entonces a lo de mis honorarios.

Cita en el azul profundo
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