Capítulo 3

—Voy a ver a Margarita —anunció Cayetano a Suzukito mientras esperaba que llegara el roñoso ascensor de jaula del Turri—. Si alguien me llama, ya sabes, cuéntale que estoy atendiendo asuntos delicados y que deje las señas para localizarlo más tarde.

Siempre que partía a visitar a su amante, le recordaba a Suzuki que no fuera a meter las patas ante los clientes. No fuese a ocurrir que el japonés aquel, con la cabeza mala aún por los pisco sours embotellados y la trasnochada de la víspera en el Kamikaze, confesara que en medio de la crisis económica los encargos escaseaban y que su jefe aprovechaba el tiempo en materias de índole amorosa.

Salió al estrépito de calle Prat rumiando «Delenda est Australopitecus» y entró a La Cueva del Pirata, una minúscula cafetería que atendían muchachas curvilíneas en trajes breves y ajustados. Ordenó un espresso y aguardó admirando los muslos gruesos de su dependienta favorita, una cubana exiliada, que durante el día colaba café y por las noches enseñaba pasos de salsa y otros menesteres en el sindicato de estibadores.

—¿Valentina, has escuchado alguna vez la palabra australopitecus? —le preguntó acodado en la barra.

Las micros circulaban a la vuelta de la rueda frente al local despidiendo un humo negro y ácido, que terminaría pronto con los pulmones nada vírgenes de la muchacha. Afuera el viento levantaba papeles y la gente transitaba apresurada.

—¿Australo cuánto? Ten cuidado, chico, que eso me huele a secta satánica —reclamó escandalizada Valentina, mientras con una mano sostenía la taza bajo el chorrito de café y con el meñique de la otra corregía el rímel que le colgaba de las pestañas postizas—. ¿Por qué, papo? ¿Te integraste acaso a una?

—Porque creo que me persigue un australopitecus —comentó divertido, a la vez que se preguntaba qué relación existiría entre el hombre mono y el asesinato de Lecuona.

Intuyó que no podría desentenderse tan fácilmente del caso como lo deseaba, y vació de un largo sorbo la tacita ante el rostro maquillado y pícaro de Valentina, quien, con los brazos cruzados sobre el mesón y a escasos centímetros de sus bigotes, le enseñaba ahora con impudicia el excitante canal que moldeaban sus senos juveniles, por sobre el escote. Desvió de mala gana la vista hacia su Poljot y constató que eran las doce.

Tomó un troley, se apeó frente al mercado del puerto, donde compró cuatro reinetas de tamaño mediano, y se las llevó a Margarita de las Flores, quien a esa hora atendía su agencia de empleadas domésticas. Pensó que en cuanto ella cerrara a mediodía, se marcharían a su departamento ubicado bajo los rieles del ascensor Artillería. Allí adobaba ella el pescado y lo colocaba casi con unción en el horno envuelto en papel de aluminio, mientras el arroz graneado se cocinaba a fuego lento. Las melodías de Beny Moré y una buena botella de vino blanco se encargaban del resto.

Tras el almuerzo bien sazonado y mejor regado, pasaban al dormitorio, desde donde, como en toda vivienda porteña que se respete, podían contemplarse los cerros y la bahía. Entonces Cayetano se daba a la tarea de desnudar a la voluminosa mujer con lentitud y maña, mientras desde el tocadiscos llegaba la voz del Bárbaro del Ritmo, quien lo inducía a ensayar las posiciones más enrevesadas y portentosas, desde las propias del lecho, hasta aquellas más atrevidas, inspiradas en el Kamasutra o en el antiguo teatro chino de La Habana. Como aquella que ejecutaban en el taburete de respaldo alto, o esa en el columpio interior, o bien esa tan famosa, la de la jamba de la ventana, por donde Margarita se asomaba como si contemplase la herradura de Valparaíso, cuando en verdad ocurría que Cayetano, semioculto entre los pliegues de las cortinas, la atacaba por su ampulosa retaguardia, de modo que los transeúntes que acertaban a pasar por allí, o bien los pasajeros de los carros del ascensor, eran incapaces de imaginar que la dicha de esa mujeraza de ojos y labios pintados no la causaba tanto el grato espectáculo de los cerros y la bahía, sino el experimentado manipuleo de su amante tras las bambalinas.

Pero aquel mediodía, Margarita le anunció que no tenía tiempo para almorzar, lo que constituía a fin de cuentas un cruel rechazo a sus pretensiones amorosas. Confundido, el investigador encendió un cigarrillo y se sentó en el escritorio.

—¿Y dejaste aquello? —preguntó ella en tono gélido.

Se había pintado, quizás en exceso, tanto las cejas como el lunar que tenía junto a la boca, y sus labios gruesos parecían una frutilla a causa del rouge.

Con lo de «aquello» se refería a su oficio, a si había colgado los guantes de investigador privado. Desde hacía tiempo anhelaba para él un trabajo tranquilo, sin riesgos y de ingreso estable, quizás el de ascensorista o portero en un edificio institucional, opción, por cierto, que a él no le apetecía para nada, pues intuía que al aceptarla, no tardaría en morir de tristeza.

—No, no lo he dejado —repuso desafiante y vio cómo el pecho de Margarita se agitaba bajo el vestido.

—¿Tu última palabra?

—No puedo dejar esto, Margarita, es mi vida, y tú lo sabes.

A ella se le escapó un suspiro mientras reprimía la ira.

—Pues, si no lo dejas, ya sabes, me perderás —afirmó displicente, cerrando los párpados.

—Si eso ocurre, no será tan terrible —repuso en el tono tragicómico propio de las telenovelas de las dos de la tarde, que era el lenguaje que ella mejor entendía—, pero si dejo de hacer lo que hago, me muero y pierdo toda esperanza de reconquistarte.

—Te quiero, Cayeta, y tú lo sabes —dijo ella de pronto, quebrada emocionalmente—. No puedo dormir tranquila sabiendo que te metes en asuntos peligrosos. Los delincuentes se apoderan de la ciudad y cualquier día una investigación tuya se les cruza en el camino y te despachan de un tiro.

—No puedo aceptar lo que me propones —dijo lacónico.

—Pues, entonces, ya todo estaría dicho —puntualizó ella con ojos enrojecidos, extrayendo de la manga de la chaleca un pañuelo arrugado con el cual se enjugó unas lágrimas invisibles.

Minutos más tarde, Cayetano se encontraba en la calle, acompañado sólo del firme propósito de preservar su oficio. Si Margarita discrepaba, que se atuviera entonces a las consecuencias. Tendría que vivir sin él y resignarse a las visitas de algún amante ocasional, huérfana del privilegio de acompañar a un hombre modesto y bien intencionado, de los que ya quedaban pocos, que pasaba el tiempo tratando de que la vida, ya de por sí bastante tortuosa, no terminara del todo torcida.

Volvió al Turri con un gusto amargo en la boca, subió en el ascensor y entró a su oficinita.

—Qué bueno que volvió, jefe —dijo Suzuki arrojando una caluga de sopas Maggi al agua que hervía en la cacerola—. ¿Le apetece? Las presas de esta cazuelita las trae el Viejo Pascuero el próximo diciembre.

—Ponme sólo consomé, que estoy a dieta. Las presas te las cedo. ¿Algún llamado?

—No, jefe, pero llegó un sobre que lo tirará de espaldas.

—¿De quién?

—De Agustín Lecuona —afirmó tras dejar caer una nueva caluga en la cacerola.

Cayetano se afincó incrédulo los anteojos sobre la nariz.

—Pero si está muerto.

—Estará muerto, pero le mandó un sobre por TNT —dijo el secretario apuntando con un cucharón al caos del escritorio.

Cogió la bolsa de plástico y la examinó. El remitente era efectivamente Lecuona. La abrió presuroso y extrajo un sobre de su interior. Al rasgarlo, sus dedos desplegaron una hoja manuscrita con un cheque corcheteado al reverso. Leyó el mensaje con la respiración agitada:

«No sabe cuánto me alivia que tenga en su poder el “Delenda est Australopitecus”. Aquí va un anticipo por las molestias y los riesgos. El documento hágalo llegar a quién corresponda. Ya ve que es clave y salvará muchas vidas. Cuídese. Pronto volveré a ponerme en contacto con usted. Agustín».

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