Capítulo 18

Aquella noche no pudo conciliar el sueño, pero no a causa de los ronquidos de Vladimir Lobos, quien roncaba como morsa en la parte superior del camarote, sino por cuanto creía haber descubierto que el Conde Rojo, el jefe máximo de La Casa, era el Ferlocio de quien hablaba Patricio Sardiñas. Se trataba, por lo tanto, de un agente del espionaje alemán encaramado en la principal institución de seguridad del gobierno y del hombre que había contribuido a desarticular a los grupos armados durante el régimen democrático.

El hecho de que el Conde Rojo se hubiese convertido en agente del BND germano-occidental explicaba su necesidad de negar el acercamiento que Agustín había intentado hacia él en Santiago. Probablemente el cubano le había dicho que investigaba la historia oculta del exilio chileno y eso lo había inquietado. ¿Eso explicaba el asesinato? ¿O Lecuona había ido más allá y, tras identificar al Conde como espía alemán, había intentado chantajearlo con el episodio del aeropuerto berlinés? Era indudable que Sardiñas no asociaba al Conde con el compañero que viajaba con él en aquel vuelo de KLM. No le revelaría la verdad. Prefería mantenerlo en la ignorancia.

¿Y la aparición del cadáver del Mexicano en el living de su casa se debía sencillamente a que el Conde Rojo deseaba impedir que él investigara el crimen? Miró hacia lo alto. Las estrellas titilaban silenciosas, y abajo los islotes vecinos parecían próximos bajo la luna. Todo calzaba suponiendo que el Conde sabía que lo habían descubierto: el hecho de que despojaran del caso al Escorpión, las amenazas recibidas en la gasolinera y el aura de impunidad que rodeaba a los matones. Ahora se daba cuenta de la magnitud de lo que ocurría: él, Cayetano Brulé, era un fugitivo de La Casa, y el Conde no lo dejaría escapar. Tal vez sólo la genialidad de Suzuki de amenazar con la revelación del inexistente documento notarial sobre los criminales, lo mantenía aún con vida, pero su silencio perpetuo era lo único que en realidad podía convenir al jefe de La Casa.

Pasó horas dándose vueltas entre las sábanas sin poder conciliar el sueño, sobrecogido por los vericuetos ocultos tras el poder. Cogió el libro de Giovanni Papini sobre la vida de San Agustín, que Sardiñas le había prestado para que aprendiera algo de maniqueísmo, y trató de concentrarse en la lectura: «Ésta no es una de esas vidas a las que hoy llaman noveladas, es decir, con flecos de fantasías, por muy verosímiles que sean. He querido relatar la vida exterior e interior del ilustre africano con honrada sencillez, advirtiendo dónde se trata de hechos ciertos y dónde éstos son únicamente probables…».

Le ocurrió como con los textos de Lourdes, no pudo continuar. Si fuese tan fácil delimitar los hechos ciertos de los meramente probables, la investigación detectivesca sería un juego de niños, pensó. Desde sus mismos inicios, desde la llamada telefónica de Agustín y el ambiente irreal que reinaba en el Azul Profundo gracias a la luz indirecta y la música de Coleman Hawkins, aquel caso permanecía envuelto en una nebulosa que disipaba los contornos entre la realidad y la ficción. ¿Qué documentos había en el maletín de Agustín? ¿Qué significaban en verdad el «Delenda est Australopitecus» y la WPA? ¿Por qué Lourdes abandonaba la investigación a medio camino? ¿Qué buscaba el MRA con su investigación? ¿Y a qué intereses servía La Casa?

Colocó el libro de cubiertas de cuero sobre el velador y apagó la lamparita de noche diciéndose que aun si lograba probar que Ferlocio y el Conde eran la misma persona, no avanzaría mucho en la investigación. El «Delenda est Australopitecus» continuaba representando el enigma principal, se repitió, aunque bien podía tratarse de una clave para liquidar a Agustín, quien se había inmiscuido demasiado en una historia que muchos preferirían mantener soterrada, sí, en verdad la biografía del Conde no sólo resultaba comprometedora para el antiguo aparato represivo de los militares, sino también para sectores de la izquierda. Supuso, sin embargo, que una vez más la verdad histórica sería sacrificada en aras de la perpetua transición a la democracia que vivía el país, una transición que se asemejaba a un iceberg, pues sumergía lo sustantivo en negociaciones, acuerdos y silencios bajo la línea del agua.

Se preguntó si las confidencias de Sardiñas se debían a un arranque de ingenuidad política o sencillamente a un afán por comprometer al Conde Rojo. No tardó en concluir que lo segundo era improbable, por cuanto Sardiñas no podía saber que él también, por azar, había visto la cicatriz de aquel hombre.

Cuando Vladimir bajó del camastro y entró al baño, Cayetano supo que la noche se le había ido en elucubraciones. El Poljot marcaba las ocho y media, y aún estaba oscuro afuera. Regresaría a Estocolmo con sentimientos mezclados. Por una parte, con la convicción de haber establecido que el Conde era Ferlocio, y, por otra, con la frustración de no saber quién había enviado a Agustín a conversar con Sardiñas. Tal vez nunca lo sabría. Si había sido Dimitri Neto, entonces el ruso se había llevado el secreto consigo. Pero si ese hombre era un traidor a la KGB, ¿por qué entonces había viajado Lecuona a San Petersburgo? Debía aprender que sólo en las novelas policiales todos los enigmas tenían respuesta. En todo caso, le parecía inverosímil que Sardiñas no recordara quién había enviado a Lecuona al archipiélago. Un hombre precavido, que se ocultaba del mundo, no recibiría a un desconocido sin averiguar primero cómo había llegado hasta su vivienda.

Cita en el azul profundo
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