Capítulo 18

El profesor Félix Inostroza alquilaba una modesta vivienda colindante con el Museo La Sebastiana, la antigua casa de Pablo Neruda en Valparaíso. Invitó a Cayetano a sentarse a la sombra del parrón de la terraza. A sus espaldas, La Sebastiana atalayaba sobre los techos que se extendían relumbrando escalonados hasta la costanera.

—Así que ahora estás dedicado a temas culturales —comentó tras servirle una tacita de café y un vaso de agua Cachantún—. Aunque me imagino que el parche y el moretón no te los ganaste en un simposio sobre antropología estructural.

Inostroza era un ser de cara redonda y mofletuda y ojos que brillaban alertas detrás de las gafas. Con sesenta años, viudo desde hace cinco, cercano a la jubilación, durante los fines de semana aumentaba sus escuálidos ingresos trasladando novios y padrinos en el Mercedes. El vehículo y el frac constituían sus principales herramientas de sobrevivencia.

—¿Y qué piensas del «Delenda est Australopitecus»? —preguntó Cayetano. Revolvía el café con una cucharilla de Lufthansa.

Inostroza sonrió turbado.

—Bueno, primero me suena a guerra —dijo doctoral—. Pero no me da más pistas.

—¿Por qué a guerra?

—Muy simple, porque el «delenda» me recuerda el «Delenda est Cartago» de Catón.

—No me hables en chino, por favor.

—Catón, un senador romano, terminaba sus discursos en el Senado con esa frase, que quiere decir «hay que destruir a Cartago».

—Eso fue hace mucho…

—Durante las Guerras Púnicas, mi amigo. Guerras que sostuvieron Roma y Cartago por el control del Mediterráneo, unos 150 años antes de nuestra era. Sólo la destrucción de la ciudad africana, donde estudió San Agustín cuando era maniqueo, aseguraba a los ojos de Catón la hegemonía de Roma.

Cayetano extrajo la cajetilla de su camisa de mangas cortas, se cruzó de piernas y dudó entre encender o no un cigarrillo, incómodo por el recuerdo del doctor Müller. Sin embargo, lo encendió y luego aspiró el humo mezclado con el aire prístino de Valparaíso. Reprimió un pequeño acceso de tos y se examinó discretamente el punto del brazo en el cual tendría que aparecer la roncha si la maldita mancha del pulmón se debía a la tuberculosis. Pero el antebrazo mostraba la palidez de siempre. Bajo el parrón, disfrutando el café, el cigarrillo y ese panorama sólo limitado por el horizonte, le pareció injusto que en algún momento no remoto él ya no pudiera experimentar todo aquello.

—¿Y cómo le fue a Catón? —preguntó tratando de pensar en otra cosa.

—Bueno, los legionarios romanos, bajo el mando de Escipión Emiliano, pasaron el arado por Cartago, y la declararon tabú —explicó Inostroza con rostro circunspecto—. A una parte de su población la esclavizaron y al resto la desterraron. ¿Es que nunca te hablaron de las Guerras Púnicas?

—Y si lo hicieron, se me olvidó. Delenda, delenda, coño.

—Roma terminó imponiéndose en forma sangrienta —agregó Inostroza. Miró hacia el molo, donde atracaban los barcos de la escuadra—. Era un grito de guerra, algo definitivo.

—¿Y qué sabes del Australopitecus?

Inostroza sonrió. Le divertía que el detective se ocupara de esos asuntos.

—No soy antropólogo ni prehistoriador —explicó sorbiendo el café—, sino profesor de historia especializado en Martín Lutero y Thomas Münzer, en la Reforma, así que mucho no sé de eso. Pero el australopitecus fue un primate superior, que existió durante el Pleistoceno en el sur y este de África.

—¿Pleistoceno? ¿Hace cuánto eso? Háblame claro, por favor.

—Hum, hace unos cuatro millones de años. Caminaba erecto, parecía más hombre que mono, tal vez usaba instrumentos básicos, pero no es, al parecer, antecesor nuestro. Pertenece a una rama que abortó, por decirlo de algún modo.

—¿Emparentado con el Hombre de Neanderthal?

—Para nada —el profesor comenzó a pasearse por la terraza con la bahía como telón de fondo—. El Hombre de Neanderthal apareció hace un millón de años, y poco después, doscientos cincuenta mil años más tarde, surge el Homo sapiens. Coexistieron durante milenios en Europa y lucharon a muerte por controlar esa región.

—¿Lucharon entre ellos? —preguntó Cayetano, incrédulo—. ¿Por controlar el mundo? ¿Como los rusos y los norteamericanos?

Inostroza volvió a tomar asiento y dijo:

—Fue la primera guerra que desató el hombre en la Tierra. El Homo sapiens era más pequeño y débil que el de Neanderthal, pero más inteligente. Fue una guerra sin cuartel de cientos de miles de años.

Aspiró profundamente el cigarrillo y sintió que el humo le quemaba las entrañas. Imaginó escenas dantescas: el choque entre los homínidos, su feroz deseo de aniquilar al enemigo, la tenebrosa agonía en las cavernas y los cuerpos abandonados en los campos de batalla.

¿Qué diablos tenían que ver la historia y la prehistoria y todas esas elucubraciones con el asesinato de Lecuona? Por más que se esforzaba, no lograba establecer vínculos convincentes. Evidentemente se trataba de claves y códigos de los cuales Agustín se proponía informarlo en el Azul Profundo.

Abajo la ciudad brillaba variopinta bajo el sol límpido de enero. Refulgía silenciosa, como si toda la vida de Valparaíso palpitara en su plan. De alguna manera los cerros seguían viviendo anclados en el pasado, contemplando con desconfianza el porvenir.

—Entonces «Delenda est Australopitecus», ¿no te suena a nada?

Inostroza vació su taza y repuso impaciente:

—Bueno, significa «hay que destruir al australopitecus», pero él ya no existe desde hace cientos de miles de años…

Un grupo de turistas europeos llegó en ese momento al museo. Los vieron ingresar en riguroso orden y silencio. Inostroza fue hasta su casita y volvió con la tetera hirviendo y un nuevo frasco de café.

—¿Y el apellido Sami, que utilizó Lecuona en el Azul Profundo, te dice algo? —preguntó Cayetano al rato.

Ahora un barco enorme dejaba la bahía, cargado tal vez con fruta hacia el norte. Pensó en Ramón Cisneros y en que esa nave llevaba productos que le harían competencia.

—No conozco ese apellido —dijo Inostroza mientras volvía a sentarse—. Pero hay una asociación que puede resultarte interesante.

—Desenrolla, muchacho, desenrolla.

—Existe un pueblo que se denomina a sí mismo Sami. Nosotros lo conocemos por el nombre de lapones. Habitan el norte de Noruega, Suecia, Finlandia y la ex Unión Soviética. Se desconoce su origen, aunque hablan un idioma parecido al finés. Su tierra, a la que llegaron en tiempos inmemoriales, la denominaban Saamiätnam.

—¿Existen los sami todavía? —preguntó Cayetano expectante.

—Por supuesto. Dedicados a la explotación del reno y del turismo. Constituyen una minoría, no creo que lleguen a las cien mil personas. Los escandinavos y los rusos se han apoderado de gran parte de sus tierras ancestrales.

—¿Y también se han rebelado como los mapuches?

—No, allá las cosas se hacen de otro modo, más tranquilo. ¿Te sirve de algo lo que te he dicho?

Cayetano resopló mientras se afilaba los bigotes. Lo preocupaba entrar en un laberinto de conceptos complicados: australopitecus, neanderthalenses, homo sapiens, samis. Lo más recomendable era seguramente seguir buscando por el lado de la Expedition.

—En verdad, todo me sirve —dijo para no desanimar a Inostroza, quien seguro había consultado enciclopedias con el fin de ayudarlo.

—Si soy franco, tampoco yo entiendo qué diablos se oculta detrás de todo esto —reconoció el académico, y después de unos instantes, agregó—: Lo mejor es que ahora veas los taparuedas que le compré al Mercedes. Me quedará completamente blanco y lo convertiré en el mejor automóvil para los casamientos y bautizos de Valparaíso.

Cita en el azul profundo
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