Capítulo 6

—Sólo quiero saber si has recapacitado…

Desde las profundidades del sueño creyó reconocer el registro dramático de la voz de Margarita de las Flores. Encendió a tientas la lámpara del veladorcito y, desprovisto de sus anteojos, descifró con dificultad los números del despertador. Carajo, eran las seis de la mañana. Afuera estaba aclarando entre el cantar de pájaros y el rumor de la ciudad.

—¿A qué te refieres? —preguntó ronco.

—A si has cambiado —insistió ella. Su voz resonó enigmática, con el ligero acento agudo que solía emplear en la agencia de empleos para afrontar los conflictos—. Así abandonarás de una vez por todas esa profesión peligrosa y de medio pelo.

Lo irritó saber que era víctima del insomnio de Margarita. Ella no tenía derecho a despertarlo. Él había pasado el día anterior en la capital, acababa de tomarse un ron doble en la barra de La Piedra Feliz, planeando sus próximos pasos y ahora necesitaba descansar.

—No tengo nada de que arrepentirme, ni ningún guanajo —repuso sin perder la ecuanimidad, sabiendo que ya no reconciliaría el sueño. Se acordó de Lecuona, de su mensaje y su cheque venido del más allá, de las revelaciones del Escorpión en el Chez Henry y de la posibilidad de que Agustín hubiese contactado al Conde Rojo y fuese un espía cubano liquidado por el exilio—. Ignoro por qué me llamas a esta hora.

—Porque quiero salvarte —repuso ella con el tono mesiánico de algunos programas religiosos de la radio, a punto de romper en llanto—, porque aún creo que podemos ser felices juntos. Deja ese oficio, Cayetano. Sólo te ha traído dolores de cabeza, deudas, golpizas y enemigos.

—Y mucho mundo, Margarita, mucho mundo. No sé de qué otro modo podría hacer llevadera la vida en este rincón tan alejado de mi isla.

—Eres un malagradecido, eso es lo que eres —gritó ella llorando—. Chile te recogió como a un paria y de esa forma nos agradeces ahora…

Otra vez ella ponía en marcha el carrusel de reproches. No entendería jamás lo que era la nostalgia por su patria verde y calurosa, donde los inviernos no existían y la vegetación brotaba gracias a las lluvias tibias y generosas. Ella interpretaba su nostalgia como una traición a Chile, y no comprendía que la nostalgia crecía al mismo tiempo que su amor por Valparaíso y el país que lo había acogido decenios atrás. Ella no podía imaginar el nudo que esos países, distintos y a la vez complementarios, le iban amarrando en el alma.

—Ahora que mataron al cubano, seguro te vas a enredar en eso —continuó ella mientras Cayetano se revolvía entre las sábanas—. Ya me contó Suzukito que andabas en Santiago. Pero deberías saber lo que todo el mundo ya sabe: a ese hombre lo mataron los narcos. Si metes tu nariz en eso, no me sorprendería que te hicieran papilla y terminaras en un cauce.

Y tras decir esto, colgó.

Cayetano calzó el auricular en el aparato. Eran las seis y cuarto, y estaba completamente desvelado. Esa relación no daba para más por la sencilla razón de que Margarita quería obligarlo a renunciar a una de las pocas cosas que le interesaban realmente en la vida, la investigación privada. Bajó a la cocina envuelto en la sábana, murmurando maldiciones, y se quemó un dedo mientras sostenía, mediante un tenedor, la mitad de una hallulla sobre la hornilla. Tras colar café, quebró dos huevos en la paila.

De cuanto había conversado con el Escorpión, lo más llamativo era el supuesto contacto entre Lecuona y el Conde Rojo. Se trataba sólo de un rumor y la única forma de corroborarlo era conversando con el jefe de La Casa. Sin embargo, éste se había convertido en un hombre inalcanzable, de quien se ignoraban tanto su rutina como su vida privada y domicilio. Sólo se sabía que gustaba de los trajes Hugo Boss, que se desplazaba en vehículo blindado y que lo protegían unos guardaespaldas llamados «los africanos», porque en los ochenta habían combatido en Angola vistiendo el uniforme del ejército cubano. Formado en los servicios secretos de los países comunistas, el Conde Rojo no había tardado en imitar las medidas de seguridad que rodeaban a los jefes de esas instituciones y en granjearse cierta autonomía con respecto al poder político.

Durante los primeros años de democracia, La Casa había jugado un papel clave en el desmantelamiento de los grupos revolucionarios armados que operaban desde la época de Pinochet. La misión del Conde Rojo había consistido en desarticular a sus antiguos compañeros de armas. Unos aceptaron desmovilizarse a cambio de prebendas o garantías, otros rechazaron su oferta y continuaron la lucha desde la clandestinidad. Sin embargo, la desaparición de los países socialistas y el interés de La Habana por comerciar con Chile hizo que pronto los obcecados quedaran huérfanos de apoyo. Comenzaron así a caer sus casas de seguridad, luego sus miembros y por último sus líderes.

Fregaba con empecinamiento la paila en el lavaplatos, cuando recordó que conocía a un hombre que tal vez pudiera vincularlo con el Conde Rojo. Se trataba de Peter Blumen, un militante de izquierda que se dedicaba a la política gracias a una generosa jubilación obtenida en Alemania Federal, donde había vivido exiliado durante la dictadura. Su nombre real era Pedro Flores, pero en Hamburgo sus camaradas del Comité de la Resistencia Chilena se lo habían germanizado. Sí, pensó Cayetano cerrando de pronto el grifo del agua, tal vez Peter Blumen pueda acercarme al Conde Rojo.

Cita en el azul profundo
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