Capítulo 3

Esa misma noche, después de convencer a los matones de que le dieran tres días para poner punto final a su investigación, Cayetano Brulé recibió el timbrazo de Federico Opazo desde el lobby.

Bajó de inmediato a reunirse con él. Iba preocupado, porque Kim aún no volvía de su trámite en la Cancillería. Opazo era un tipo alto, de bigote y ojos moros, que usaba guayabera de mangas cortas y reloj de oro, y parecía impaciente, como si aquella cita le resultara inoportuna y asuntos de mayor envergadura lo esperaran. Cruzaron por los senderos iluminados del jardín del Nacional bajo el cielo estrellado y desembocaron en el malecón, donde la gente conversaba sentada sobre las rocas. Desde el mar, tranquilo y espeso, la brisa espantaba el calor pegajoso.

—¿Y entonces cuál es su papel en esto? —preguntó Cayetano mientras paseaban en dirección a La Habana vieja seguidos por jineteras y proxenetas, siempre atentos al paso de los turistas.

—Mi papel es simple —anunció Opazo sentándose en el muro de la costanera—. Me han dicho que debo ponerlo a usted cuanto antes en contacto con un cubano llamado Ismael, que puede ayudarlo.

—Me imagino que usted sabe al menos qué me trajo hasta acá…

—No sé nada ni quiero saber detalles. Para serle franco, lo mío es el negocio, el bizne, como dicen aquí. Me dedico a la importación. Hace mucho me retiré de las lides políticas, entre otras cosas, porque siempre preferí la concreta y la concreta ahora no es andar internando armas en Chile ni formando camaradas en Punto Cero, sino traer conservas y turistas a Cuba.

Hubiese esperado un mensaje tan franco de un chileno radicado en Estocolmo, pero jamás de uno exiliado en La Habana. La izquierda no dejaría nunca de sorprenderlo. De activistas políticos, muchos se habían convertido en empresarios, y otros habían morigerado sus demandas una vez instalados en un sillón legislativo o gubernamental. También había de aquellos que, tras abjurar de sus posiciones políticas originales y acceder a la dirección de una empresa estatal, arreglaban las cosas para participar ventajosamente en las licitaciones privatizadoras. Opazo era al menos un tipo honrado, le apasionaba el bizne, y había sepultado ya en forma definitiva la etapa anterior, la romántica, de puño en alto y «La Internacional». La Habana dejaba ya de ser la capital latinoamericana de la conspiración revolucionaria para convertirse en la ciudad de negocios jugosos y discretos, pensó.

—¿Usted entonces no sabe por qué estoy aquí, ni ha escuchado del «Delenda est Australopitecus»? —preguntó Cayetano enervado.

Vio que Opazo consultaba el reloj. ¿Por qué Marcia lo entregaba a diletantes? Tal vez era cierto lo que decía Jerez en Estocolmo: los días de Marcia a la cabeza del MRA estaban contados y con ellos quizás los de su protección. ¿O es que ese movimiento, que en Chile le había parecido a ratos invulnerable, se desmoronaba afuera, no por ataques enemigos, sino por los negocios que la isla les ofrecía ahora a sus militantes?

—Del Australopitecus escuché cuando estudiaba antropología en la Universidad de Chile. Creo que era peludo, con cara de mono y usaba garrote —dijo Opazo en medio de una carcajada.

—¿Usted confía en mí o cree que soy del espionaje chileno? —preguntó Cayetano molesto, entre toses, lo que le hizo recordar al doctor Müller y tirar el cigarrillo.

Un negro viejo, con movimientos de bruja, lo recogió al vuelo y se lo instaló en la boca. Se alejó fumando, satisfecho.

—No me haga reír, por favor —reclamó Opazo—. El espionaje chileno existía en la época de Pinochet. Ahora la inteligencia de los milicos espía a La Casa, y La Casa espía a los milicos. A ese ritmo van a terminar fagocitándose. ¿Se dice así?

—Oiga, yo entiendo que usted no esté al tanto de la razón de mi visita, pero no puedo creer que ignore que viajo bajo la protección de su movimiento.

—¿Qué movimiento? —preguntó insolente.

Bajó la cabeza desanimado y golpeó el muro con los tacos de los zapatos reparando en que su situación se hacía insostenible. Quizás él había terminado por convertirse en la última víctima de la Guerra Fría, un gran pelotudo, en buenas palabras. Si los matones estrechaban el círculo y lo amenazaban con matarlo, no tendría a quién recurrir. ¿Marcia no lo estaría abandonando lentamente ahora que él se aproximaba —por lo menos esa sensación tenía— al esclarecimiento del crimen de Lecuona?

—¿Cómo qué movimiento? —repitió a un tris de perder la paciencia—. No me va a decir que no tiene idea de nada.

—Yo, como le anuncié en un comienzo, me limito a hacer lo que me corresponde. Si me dan un llamado y me piden un favor, lo cumplo y vuelvo a la normalidad.

—La normalidad, ¿no? —repitió Cayetano ajustándose los anteojos.

—Usted no va a venir a decirme que la normalidad es el fantasmagórico mundo de la Guerra Fría que usted sigue habitando…

Se dio cuenta de que Opazo lo confundía con un viejo aparatchik, lo que ya era el colmo del absurdo. ¡Él, un escéptico de todo, un ser espontáneo y desorganizado, pasaba en La Habana ante ese revolucionario en retiro por un aparatchik!

—Yo no habito ningún mundo ficticio —aclaró recordando los textos literarios de Lourdes—. Yo habito el mismo mundo suyo.

—Pues nuestro mundo está muy compartimentado, así que el resto de los asuntos e interrogantes resuélvalos con quien le ha atendido hasta el momento.

—Voy a tener que hablar con Marcia.

—Ella no tardará en caer en desgracia, mi amigo. Quien sueña hoy con hacer política debe tener antes dinero. Marcia es una buena muchacha, demasiado idealista, quizás. De pronto la contrato como secretaria para mi oficina aquí —afirmó misericorde—. Al menos ha sido consecuente con su pacifismo. Eso mismo la liquidó.

—¿De qué se trata, entonces? —preguntó Cayetano. La noche soltaba un aroma a salitre y en la lejanía navegaban las hileras de luces de un transatlántico hacia Cayo Hueso—. ¿Quiere que yo hable con Ismael? ¿Para qué?

—Bueno, usted es quien debe saberlo. Hágase la idea de que usted es el turista y yo la agencia de turismo. ¿Entiende ahora mi papel? Soy una especie de broker o intermediario en este asunto.

Lo miró de arriba abajo y comentó sarcástico:

—Lo que no entiendo es para qué coño entonces formaron todo este revoltijo mundial.

—¿A qué se refiere?

Opazo lo observaba ahora con desconcierto.

—A que si impulsaron la Revolución rusa para que al final los funcionarios comunistas terminaran dueños de las empresas fiscales, y la revolución sandinista para que Daniel Ortega y sus amigos se apoderaran de las casas y fincas de los somocistas, y esta revolución para que los barbudos del 59 se instalaran con chofer y criadas en el barrio de Miramar, y volvieran la prostitución y el capital extranjero. Me pregunto si no había en verdad una ruta más corta y menos dolorosa para todo eso. Mucho mejor hubiese sido mejor hablar claro desde un comienzo.

—Pensaba que usted vino a la isla a investigar un crimen y no a construir una nueva teoría política, bastante gusana, por lo demás —replicó con sorna el chileno—. Pero si cree que las revoluciones se reducen a lo que dice, a los abusos de un par de aprovechadores, se equivoca medio a medio. Las revoluciones son mucho más que eso y constituyen el gran motor de cambio de la historia.

Cayetano se acarició una punta del bigotazo mirando con los ojos entrecerrados a Opazo, como si desconfiase de sus palabras, y repuso:

—No estoy de ánimo para iniciar un debate ideológico tricontinental ahora, pero creo que si ustedes hubiesen dicho desde un comienzo que sólo querían convertirse en empresarios o asesores de grandes empresas, o simplemente en administradores del modelo neoliberal, entonces las cosas habrían sido más simples en Chile, y no habríamos tenido necesidad de circunloquios tan lamentables como los que conocimos. Pero, bueno, volvamos a la concreta, como dice usted: ¿por qué debo hablar con Ismael?

—Quizás porque es funcionario del ICAP.

—Explíquese mejor. ¿Qué es eso de ICAP?

—Son las siglas del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos, la gente que atiende a extranjeros importantes acá. Me dijeron que Ismael es el hombre que tal vez pueda ayudarle.

—¿Ismael cuánto?

—Vamos, que usted bien sabe que en la isla hay cierto tipo de gente que no tiene apellido por el carácter de sus funciones —aclaró molesto Opazo—. No sé, en verdad, qué es lo suyo, mi amigo, pero ahora me disculpa, que se me hace tarde y debo correr a nuestra embajada. Me aguarda un cóctel en honor a una delegación de exportadores chilenos.

Cita en el azul profundo
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