Capítulo 14
Se reunieron a la mañana siguiente a desayunar en el Casablanca. Ordenaron café con leche y bagels, y Cayetano pidió además una paila de huevos fritos. Un cibernauta trabajaba en la computadora del local.
—He reflexionado mucho sobre lo que hablamos ayer —dijo Parker con el International Herald Tribune abierto en la página editorial—, y a pesar de que usted se está metiendo en la boca del lobo, voy a ayudarlo porque es una forma de tranquilizar mi conciencia. A través de un contacto pude sacar en limpio que hace un tiempo hubo alarma en la WPA por la filtración de documentos.
Parker cerró el diario y se contempló las manos como si las viera por primera vez. Luego fijó sus ojos grises en los de Cayetano, y continuó:
—Pero las aguas se aquietaron y ya no hay peligro, Cayetano Brulé.
La simple mención de su nombre lo desconcertó. El día anterior él se había presentado como Inocencio Ciabatta, y Parker se lo había creído. ¿De dónde sacaba ahora su nombre verdadero?
—Me enteré anoche por alguien que sigue en la WPA, viejas lealtades, usted entiende —afirmó Parker echándole ufano y con cara zorruna un vistazo al mar, que resplandecía turquesa—. La WPA sabe todo sobre usted. Le ha seguido por doquier, aunque es probable que haya perdido por unos días su pista aquí en México. Pero no nos apartemos de lo esencial: mi amigo nada pudo decirme sobre el manual. Pero de que es un plan para liquidar sectores de la economía chilena, de eso no hay duda…
Cindy sirvió el café y las bagels, y se marchó llevando el diario a otro cliente. Todas las mesas de la calle, protegidas por los quitasoles, permanecían ocupadas.
—Me interesa saber qué decían los materiales de Agustín y cómo se enteró la WPA de que Lecuona iba a perjudicarla —inquirió Cayetano y vertió tres cucharadas de azúcar en su taza—. ¿No sería una trampa de su fuente?
Parker saboreó el café con leche y luego untó pensativo el queso crema sobre la bagel. A esa hora tenía mejor semblante, mas su piel, un tanto ceniza, reflejaba los estragos de la enfermedad.
—Usted me dijo que Lecuona intentó ponerse al habla con La Casa en Chile, ¿verdad? —preguntó Parker.
—Eso es al menos lo que me informaron.
Parker arrancó un trozo de su bagel y comenzó a masticarlo con deleite. Se pasó una servilleta de papel por los labios y dijo:
—Pues Lecuona cometió un error fatal.
—¿Por qué?
Cindy volvió a la mesa, esta vez con la paila de huevos. Cayetano cortó un trozo de bagel y rompió con fruición la yema de color naranja.
—Habló con el jefe de La Casa. Eso fue lo que le costó la vida. Denunció el hecho ante el hombre equivocado.
—¿El Conde Rojo es un hombre de la WPA? —dijo incrédulo con la boca llena.
—Mire, Cayetano. Es una historia larga y escúchela con calma. Yo soy alemán de nacimiento y en los años ochenta, cuando trabajaba para el Verfassungschutz alemán, nos llegó la información de que en un avión de British Airways viajaban dos terroristas chilenos de Ámsterdam a Berlín Oeste.
Cayetano escuchó el comienzo de un relato que le resultaba conocido, aunque desde otra perspectiva. Se lo había oído a Sardiñas la noche en que caminaban sobre el Báltico congelado.
—Ordené su detención en cuanto dejasen la nave. Eran de la oposición armada al régimen de Pinochet, pero no nos interesaban por eso, sino por sus contactos con Libia y Alemania del Este. Nosotros, por encargo de la CIA, andábamos buscando a los terroristas árabes que habían realizado un atentado en una discoteca de Berlín Occidental.
—¿Uno de ellos era el Conde Rojo?
—Uno de ellos era Sardiñas, el hombre que usted visitó en Suecia —aclaró Parker y sorbió ruidoso de su taza—. Confesó en lo que andaba, aceptó colaborar con nosotros para informarnos sobre los germano-orientales, pero después se bajó del tren y se ocultó en Europa, casado con una sueca. Nunca pudimos hacerle nada, en verdad no había cometido delito.
—¿Y quién era el otro?
—El otro era efectivamente el Conde Rojo —aseveró con una sonrisa condescendiente—. Él también aceptó colaborar. No en lo relativo a su lucha contra la dictadura de Pinochet, pero sí en relación con los libios y los países del este de Europa.
—¿Entonces el Conde Rojo operó para ustedes? —Volvió a introducirse un trocito de pan con yema de huevo. Abrió mucho la boca para no mancharse los bigotes.
—A diferencia de Sardiñas, el Conde cooperó con nosotros y siguió escalando en su organización. Lo aceptó porque el poder era su droga. ¿Se imagina a un hombre así lejos del poder? Se deprime, no sabe qué hacer y termina suicidándose. Con el tiempo le perdí la pista.
—¿Por qué?
—Me retiré del Verfassungschutz, me fui a Estados Unidos y comencé a trabajar para la WPA gracias a mis conocimientos de inteligencia. Mejor paga y menos tensiones.
—¿Y usted no alertó a Agustín sobre el Conde Rojo?
—Ya le dije, no tengo alma de kamikaze. Un periodista como él hubiese revelado eso al día siguiente, hundiéndome. El «Delenda est Australopitecus» puede filtrarse por diversos canales, no así la historia del Conde Rojo. Además, cuando Lecuona quiso hablar conmigo sobre él, yo preferí esquivar el tema, no me interesa la historia de una traición individual, sino que el país descubra el drama que lo amenaza.
—Pero, un momento —dejó lo que quedaba de la bagel reposando junto a la paila—. ¿De dónde surgió el interés de Agustín por abordar el tema del Conde Rojo? ¿Una mera corazonada?
—Recuerde que él estaba escribiendo la historia de la izquierda chilena…
—¿Y está de seguro que nadie le mencionó el tema?
—Bueno, sí, un chileno que encontró en París, pero vivía en San Petersburgo. Él le había comentado que el Conde Rojo tenía un pasado turbio. Pero nunca supe quién fue, además parecía más bien un chisme…
Ahora entendía por qué él, Cayetano Brulé, seguía vivo, y por qué el Escorpión le había dado a entender que el jefe de La Casa era un hombre en el cual no se podía confiar. Circulaban rumores sobre el Conde Rojo, y era probable que intuyera que si ordenaba su asesinato, el Escorpión sospecharía en primer lugar del jefe de La Casa. Eso explicaba también por qué sus perseguidores le ofrecían resolverle los problemas ante la justicia chilena.
—Anoche averigüé también que el «Delenda est Australopitecus» fue acordado hace dos años y como escalada —agregó Parker—. Delenda significa «destruir», y con Australopitecus se refieren a Chile, al hombre austral. Es un juego medio idiota de algunos de la WPA para disfrazar la operación.
—¿Y el manual operativo?
—Lo desconozco, pero el asunto está en marcha. Se trata de una operación «caos». Por lo general, el plan operativo es absolutamente en clave y aunque lo tenga en sus manos no podría descifrarlo.
Parker podía estar tendiéndole una trampa. Tal vez aún se mantenía fiel a la WPA y trataba de convencerlo para que viajara a Chile con el fin de que allá lo cazaran y secaran en la cárcel, sin necesidad de despertar sospechas en gente como el Escorpión.
Comenzaban a aparecer los primeros bañistas en la playa: unas muchachas en bikinis breves, seguidas por un tropel de mexicanos.
—No vaya a Chile, mejor —dijo al rato Parker y contempló al grupo mientras bebía de su taza.
—Tengo que ir —repuso Cayetano desde el pozo claro de sus dioptrías, aspirando el calor húmedo de la mañana—. Y por eso necesito la información que llevaba Lecuona.
—No dejé copias por razones de seguridad. Más fácil le resultará conseguirse un pasaporte falso, que aquí los venden por una bicoca, y desaparecer con su amiga en el archipiélago sueco.
—Usted no tiene alma de kamikaze, y yo no tengo pasta de Robinson Crusoe.
Parker dejó de masticar, entretenido por la analogía, y dijo:
—No se preocupe, uno siempre vive menos de lo que se imagina.
Tenía razón. A menudo el error de los proyectos íntimos consistía en ignorar el calendario, lo que también era válido para su relación con Kim. Toda pareja debía tener al menos una perspectiva en el papel, y la suya era culminar como abuelito artrítico junto a una mujer en el esplendor de su madurez. Y eso, siempre y cuando la mancha maldita no fuese nada más que eso, una mancha irrelevante. No, no estaba para candidato a tarrudo, pensó afincándose en sus espuelas de macho latinoamericano.
—Necesito toda la información —insistió al volver a lo que le ocupaba—. Tanto el plan general como el operativo. Con ellos en la mano puedo advertir a las autoridades chilenas, esclarecer el crimen de Lecuona y quedar libre de polvo y paja. De lo contrario, llegaré a Chile igual que Agustín, ignorando cuestiones cruciales.
Parker sonrió displicente.
—Por eso no vaya.
—Voy a ir —dijo resuelto—. ¿Y usted quiere dejarme marchar como a Agustín? ¿Ignorando lo esencial? ¿No serán demasiado dos muertos para su conciencia?
Parker guardó silencio, serio, y Cayetano pensó que tal vez era una ingenuidad imaginar que ese tipo de argumento podía hacer mella en un antiguo colaborador de la WPA.
—Trataré de ayudarlo —dijo Parker al rato, como si las palabras le hubiesen surtido efecto. Paseó la mirada por la calle, que desembocaba ahora vacía en la playa—. Pero recuerde que no debe acercarse al Conde Rojo. —Se quedó pensativo y en silencio, y luego agregó—: Hay algo que no le he contado sobre el asunto.
—¿Qué?
—¿Sabe quién fue el interrogador de Sardiñas y el Conde en el aeropuerto de Berlín?
—Usted, ¿verdad?
—No, yo estaba de analista en la central —corrigió con el ceño adusto—. Fue Frosch, señor Brulé, Helmut Frosch.