Capítulo 15
Sentado pacientemente en un boliche de la plaza Waddington junto a un cafecito aguado, Cayetano Brulé esperaba a que el Fonola pasara en su taxi colectivo por la avenida Gran Bretaña. Eran las tres de la tarde, la mejor hora para una siesta, el calor rajaba las piedras y el viento escarmenaba los cirrus en el azul del cielo.
Ya comenzaba a apasionarle el caso Lecuona. El «Delenda est Australopitecus», la relación entre Lourdes y Agustín, los celos de Cisneros, la actitud del «Pipa» Núñez, la aparición de los matones, el papel de La Casa, en fin, todos esos enigmas ejercían ahora una seducción irresistible sobre él. Como si no bastara, Suzukito, que buscaba la Expedition en Santiago, desde hacía rato no daba señales de vida. Ojalá no despilfarrara con una conquista ocasional el dinero que le había confiado, porque el japonés aquel era capaz de cualquier cosa con tal de llevarse a una mujer a la cama.
Y ahora él aguardaba allí, junto a la Becker que ya había pagado, aspirando aburrido la brisa refrescante que se aventuraba hasta la barra y agitaba el polvo del piso. En algún momento vería allí al hombre que, según el Escorpión, podía conducirlo hacia el Conde Rojo. Era cosa de paciencia.
Y cuando el Fonola apareció, Cayetano supo que era su día de suerte, porque el Nissan negro iba vacío y a la vuelta de la rueda. Bebió un último sorbo y salió corriendo en demanda del vehículo. Se sentó en el asiento trasero y le ordenó al conductor que no recogiera más pasajeros y lo llevara a Las Torpederas, una playa cercana y de aguas tranquilas.
—¿Quiere que lo espere allá, caballero? —preguntó el Fonola examinando a Cayetano de reojo a través del retrovisor.
—Sería lo mejor.
Con que ése era el Fonola. No se veía mal. Tendría unos cincuenta años, algo panzón, de ojos verduscos y pelo chuzo, y siseaba al hablar. Parecía un hombre a medio camino, como si se hubiese congelado entre feo y buen mozo, entre un ser vulgar y uno educado, entre un tipo pusilánime y otro seguro, en fin, un proyecto a medias, algo que no había cuajado y que no debía constituir precisamente motivo de orgullo para nadie.
El Fonola manejaba el Nissan esquivando baches y a prudente distancia de los vehículos que lo antecedían. Sólo su preferencia por el casete de Silvio Rodríguez que oía, revelaba que antaño había conocido una existencia más emocionante que la de chofer de colectivo en los cerros porteños. Porque en la época de Pinochet, el Fonola se había marchado clandestinamente a Cuba para adiestrarse como guerrillero e instaurar el socialismo en Chile.
Pero los acuerdos de mediados de los años ochenta entre el régimen militar y la oposición habían marginado del juego al Fonola y a numerosos de sus camaradas. Ahora los antiguos guerrilleros subsistían en Chile como taxistas, porteros o empleados de empresas menores, ocultando que habían estado dispuestos a enfrentar a los militares en el único terreno en que nadie los había probado durante más de un siglo: el de las armas.
—Déjeme cerca de la Piedra Feliz —dijo Cayetano mientras pasaban frente al estadio del Wanderers, su equipo favorito.
La Piedra Feliz tenía la virtud de despertar en él evocaciones diversas. Allí no sólo solían suicidarse los protagonistas de amores imposibles, sino que Cayetano se había enterado de aspectos claves de la vida de Cristián Kustermann, un joven idealista asesinado por razones políticas años atrás. Aquel caso, resuelto por él tras un periplo por varios países, le había significado cierta popularidad en Valparaíso, por cuanto el joven era hijo de un empresario de la zona. Pese a todo, la Piedra Feliz era un lugar adecuado para conversar, si es que el Fonola conversaba.
En algún momento de su aventura militar, porque el Fonola había luchado en Angola y Nicaragua, apoyando al MPLA y los sandinistas, respectivamente, los dirigentes de su movimiento le habían comunicado que el proyecto militar se cancelaba, que la democracia respiraba nuevamente en Chile y que las circunstancias demandaban ahora la lucha política, cultural y sindical. Despídete de los hierros, le ordenaron, y él se quedó de la noche a la mañana sin lo único que sabía manejar: el AK-47.
Y ahora conducía un colectivo bajo una identidad falsa. Sí, porque tras su retorno a Chile, y en un instante de debilidad inconfesable, el Fonola había cooperado con la desarticulación de su propio movimiento al ponerse al servicio de La Casa. Tras revelar datos sobre viviendas de seguridad y escondites de armas, el Fonola recibió su paga. Fue el Conde Rojo, encargado entonces de la neutralización del terrorismo en la incipiente democracia, quien le ofreció sacarlo a Europa para darle garantías. Sin embargo, el Fonola, o mejor dicho, su mujer, una muchacha modesta y apegada a su familia, había rechazado la oferta, porque prefería vivir cerca de su madre viuda. Entonces La Casa le financió al Fonola una cirugía plástica, que le acható la nariz y le modificó el arco de las cejas, lo instaló en un departamento céntrico y le obsequió el vehículo que conducía.
—¿Y cómo van las cosas, Alejandro? —preguntó Cayetano cuando el vehículo tomaba la última gran curva frente al Pacífico antes de llegar a la Piedra Feliz. La playa estaba atestada de gente. Alejandro había sido el nombre de combate del Fonola en Angola y Nicaragua.
Simuló no escuchar lo que le decían, pero el rubor en su rostro y un encogimiento casi imperceptible de los hombros le indicó a Cayetano que los datos del Escorpión eran fidedignos, que estaba ante Alejandro, un descolgado del movimiento y ex informante de La Casa.
—Este calorcito seco no lo sintió nunca en Luanda, ¿verdad, Alejandro? —insistió Cayetano—. Tampoco en Managua.
El vehículo se detuvo bruscamente y el Fonola se viró hacia el detective encañonándolo con un revólver. No estaba para bromas. Temía un ajusticiamiento. Seguro sus ex camaradas buscaban su pista por doquier, y cuando lo hallaran, lo acribillarían a balazos y lo tirarían a una zanja.
—Cálmate, muchacho —repuso el investigador con pachorra—, que no estoy solo y no deseo causarte molestia alguna. Sólo necesito tu ayuda y después me ataca la arteriosclerosis.
—¿Qué quiere? —preguntó el Fonola sin bajar el arma, la frente perlada de sudor.
—Ya le dije. Necesito hablar con el Conde Rojo.
—No lo conozco.
—Si te digo que es el tipo que te regaló este cacharrito, ¿se te refresca la memoria?
—¿Quién mierda eres?
—Alguien que necesita ver al Conde Rojo. No tengo nada que ver con tus ex camaradas.
—No sé de quién hablas —repitió con los ojos anclados en los de Cayetano.
—No lo protejas. Todas tus tropelías las conozco porque el Conde las comenta en cuanto se echa unos tragos de más.
—En mis tiempos iba de vez en cuando al club de tenis del Pato Rodríguez, en el Barrio Alto de Santiago —dijo al rato resignado, con voz trémula—. En el gimnasio corría la cinta sin fin, levantaba pesas y después entraba al sauna.
—¿Y se desplaza con escolta?
—Claro, pues. Pero al sauna entra solo.