Capítulo 12
Se quedó pasmado al divisarla junto a la puerta de su oficina, al final del pasillo. La cabellera ocultaba el perfil y brillaba bajo el parpadeo del tubo fluorescente. Ensimismada, ni se había percatado de que Cayetano acababa de salir del ascensor y se le aproximaba.
—Lourdes —exclamó él sin poder reprimir un temblor en su voz.
La hizo pasar a la oficinita y tras ofrecerle un café, que ella aceptó gustosa, puso la cafetera sobre la hornilla. Abajo la ciudad respiraba atosigada por el calor de la mañana. Ella tomó asiento al otro lado del escritorio en perenne desorden y dijo:
—Vine a verlo, porque le debo una explicación.
—No se preocupe. Usted y su marido son libres para encargar la investigación a quien deseen. Son las reglas del mercado, como decimos hoy. Yo voy a seguir el asunto por mis propias pistolas.
Le explicó que no compartía el exabrupto de su marido, quien esa mañana había viajado temprano a Buenos Aires por asuntos de negocios. Ramón no perdía a menudo los estribos, pero en la víspera habían tenido que soportar tediosos interrogatorios en Investigaciones y una entrevista en el consulado norteamericano, lo que había terminado por agotar su paciencia.
—¿Quién le recomendó alejarse de mí? —preguntó Cayetano mientras servía el café en tacitas.
—Nadie. En realidad el inspector Núñez sólo nos dijo que era mejor que la investigación la condujesen ellos. Pero no se refirió a usted, sólo a la conveniencia de que iodo se centralizase en ellos. Dijo que en Chile es inusual que un detective privado investigue de forma paralela.
—Yo estaré viviendo en China, entonces.
Ella bebió un sorbo y aprobó el café con un movimiento de cabeza.
—Bueno, ya me pidió las excusas y yo se las acepté —dijo de improviso Cayetano, jugándose el todo por el todo—. Pero ahora no tiene para qué retirarse —agrego cuando notó que ella se ponía de pie—. Sí me gustaría que me ayudase con datos sobre Agustín. Para mi propia investigación, usted sabe.
Le entregó varios detalles importantes. En primer término, que su primo no era el hombre rico que pintaba la prensa chilena. Si bien su padre había amasado una fortuna mediante una cadena de supermercados y la especulación bursátil, a su muerte, ocurrida diez años atrás, había donado gran parte de sus medios a fundaciones sin fines de lucro y obras de caridad, dejando una suma relativamente modesta a su hijo, con quien jamás logró mantener una relación fluida.
Tal vez esa falta de comprensión se debía a que Agustín rechazaba aquello que para su padre era importante: un cartón del MBA y que lo asistiera en los negocios. Pero Agustín, quien tocaba el saxófono y amaba el jazz tanto como la antropología cultural, había terminado a duras penas su educación media en un exclusivo internado de la Florida sin aceptar jamás los planes de su progenitor.
—Nunca le atrajo la idea de llevar una vida como la que quería su padre —precisó con tristeza Lourdes—. Por el contrario, se dedicó a viajar por el mundo y a escribir de vez en cuando para revistas alternativas, e intentó, sin mayor éxito, publicar unas novelitas de corte policial.
—Me gustaría leerlas.
—Eran pésimas —aseveró cruzando las piernas, mirando a Cayetano con ojos agudos—. Soy literata doctorada en Cornell y sé lo que digo. Admito que tenían una trama interesante, pero de allí no pasaban, estaban definitivamente mal escritas.
—De todas formas me gustaría leerlas. ¿Él nunca le contó que tuviese enemigos?
—¿Enemigos? ¿De qué tipo?
Cayetano abrió los brazos con el cigarrillo prendido entre los dedos.
—Bueno, todos nos buscamos enemigos —afirmó—. A veces porque nos metemos en lo que no debemos, en cuentas ajenas, negocios ajenos o lechos ajenos. Usted me entiende.
Ella se humedeció los labios con la punta de la lengua y dijo:
—Nunca me habló de enemigos.
—¿Y de dónde venía Agustín cuando llegó a Chile?
—Andaba en uno de sus periplos interminables por el mundo. En eso se gastaba el dinero. Parece que de San Petersburgo, porque después recibí una tarjeta postal suya de esa ciudad.
—¿Y en qué andaba por Rusia?
—¿Qué sé yo? —preguntó mortificada. Cayetano creyó percibir que sus ojos se aguaban.
Ella le explicó que su primo tenía algo interesante entre manos la noche en que la había llamado desde el aeropuerto de Miami. Eran cerca de las once de la noche y él estaba a punto de abordar el vuelo de American Airlines a Santiago de Chile, ciudad que no conocía. Le reveló que investigaba algo gordo y que confiaba en que el asunto no se le escapara de las manos.
—¿Y cuándo le habló de mí? ¿Esa noche?
Lourdes apartó con gracia la cascada de cabellos de su rostro.
—No, exactamente hace cinco noches. Ahí me dijo que la cosa se había puesto brava y que tendría que recurrir a un detective privado cubano, que vivía en Valparaíso.
—¿Le contó eso a Investigaciones?
—Lo mencionó Ramón, y Núñez tomó nota, pero no me pareció que le preocupara mayormente.
Cayetano probó su café y tuvo que reconocer con hidalguía que no le quedaba como a Mustafá.
—¿Y qué interés los trajo a ustedes a Chile? —preguntó—. Entiéndame bien: ¿por qué vinieron ustedes y no otros familiares de Agustín?
Ella le explicó que en realidad su primo era un ser solitario y misterioso, y ella la única persona de la familia extendida —sí, utilizó ese concepto sociológico que a Cayetano le causó gracia— con la cual él mantenía contacto regular. Lo veía de vez en cuando en Miami, almorzaban en el Versalles, de la Little Havana, cuando a él lo asaltaba la nostalgia por Cuba, o en el Délano, si le apetecía algo sofisticado, o bien en el Abracci, cuando deseaba comida italiana.
—Si no me equivoco —Cayetano soltó una bocanada de humo hacia la ampolleta desnuda del cielo. Desde abajo subían a ratos los bocinazos—, el Délano es un hotel con habitaciones muy confortables…
—Sí —afirmó ella y de pronto se ruborizó—. Es decir, creo que sí.
Sintió que la había calzado de lleno. Con un sentimiento de satisfacción vació la tacita de café y volvió a aspirar el Lucky Strike.
—O sea que tenemos a un Agustín viajero —resumió—, que le anuncia desde el aeropuerto que tiene algo misterioso entre manos y es asesinado en Chile antes de que me revele la verdad de todo.
—Así es.
Meditó unos instantes, mientras se paseaba por la oficinita lanzando miradas hacia el molo de abrigo, y luego, tras detenerse junto a Lourdes, preguntó:
—¿Y ustedes van a volver ahora a Miami y dejar el asunto en manos de Investigaciones?
—Bueno, mi marido ya se fue —le recordó ella. Un dramático pitazo de barco llegó por el aire—. Yo me quedo esperando la repatriación del cadáver, y luego volveré a Miami. El resto de los asuntos prácticos habrá que solucionarlos desde allá.
Cayetano jugó unos instantes con el cigarrillo mientras ella echaba a vagar sus ojos por el despacho. La sorprendieron el viejo teléfono entre las carpetas, el título otorgado por un instituto de estudios a la distancia, y un ropero de madera cuyas puertas no cerraban a causa del desorden de archivos que reinaba en su interior.
—Si quiere que le sea franco —agregó dejando escapar el humo por la nariz—, esto me huele a crimen político. Su primo puede haber sido fidelista, según la prensa.
—Fidelista jamás —aclaró ella molesta—. Él sólo se unió a una brigada juvenil de cubanos nacidos en Estados Unidos, pero se decepcionó hace mucho de la revolución.
—De los arrepentidos es el reino de los cielos. El mundo está lleno de renegados. Mire en Chile, unos reniegan del comunismo, otros de la dictadura. Claro que me temo que con gente así no se puede construir al final nada permanente, que digamos.
—Pero Agustín no fue fidelista.
—Da lo mismo. Pudo haber sido considerado fidelista por algún exaltado y eso basta. ¿Me entiende?
—Trato.
—Estuvo en San Petersburgo, conoce Cuba y llegó a Chile con información valiosa, que le cuesta la vida. Hay rumores de que intentó hablar con el jefe del espionaje chileno. ¿Lo sabía?
La pregunta la anonadó. Resultaba extraño que el Pipa Núñez no se lo hubiese mencionado. Supuso que ella comenzaba a desconfiar del hombre de Investigaciones.
—Bueno, creo que aquí nuestros caminos se separan —concluyó en tono imparcial.
Hubiese preferido invitarla a un restaurante vedado para su estirpe: al Los Porteños, en el mercado del puerto, que servía unas marineras de chuparse los bigotes, o al Cinzano, para que escuchara tangos y probara chorrillanas. Pensó también en un sitio más sofisticado, La Cuisine, por ejemplo, donde preparaban deliciosos champiñones rellenos mientras uno escuchaba a la Edith Piaf y bebía Pernod.
Lourdes se puso de pie.
—En fin —dijo—. Me interesaba presentarle mis excusas, Cayetano.
—No se preocupe, todo está ahora más claro.
—Entonces me marcho tranquila. Que tenga un buen día.
Sus miradas se cruzaron en silencio como si ambos se hubiesen quedado de pronto sin libreto en aquel escenario. Cayetano no supo si debía acompañarla hasta el ascensor o la planta baja. En realidad, la torpeza lo paralizó y sólo pudo abrirle la puerta para que ella franquease el umbral.
—Ojalá las cosas salgan bien —comentó con el presentimiento de que la veía por última vez.
Ella salió al pasillo con un suave vaivén de caderas bajo el traje sastre. No se volvió a mirar al detective cuando abordó el ascensor.