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—Entonces se acabó —dijo Murdoch—. Ha cumplido con su parte del trato.
Ben estaba sentado en el borde de la cama, en el hotel de Jerusalén, tratando de encontrar una parte de su cuerpo que no le doliera.
—Y ahora usted cumplirá la suya —dijo. No quería mencionarle los nombres de Callaghan y Slater a Murdoch. Ya tenía sus propios planes para ellos.
—Siempre cumplo mi palabra —dijo Murdoch—. Nos encargaremos de todo. En cuanto a usted, es un hombre libre. Nunca estuvo aquí. Nunca he oído hablar de usted.
La siguiente llamada fue a Alex. Ben marcó el número con el que le había llamado desde casa de Callaghan. Rezó para que contestara, para que estuviera bien.
Tras una docena de tonos, se sobresaltó al escuchar su voz.
Cuando ella lo escuchó, se echó a llorar.
—Voy a regresar —le dijo Ben—. Reúnete conmigo mañana en el Lincoln Memorial en Washington D. C., a la una en punto.
Estuvo un buen rato bajo el chorro de agua caliente de la ducha, eliminando la sangre, la mugre y los recuerdos de aquel día. Luego recogió sus cosas y se marchó del hotel. Llegó al aeropuerto en cuarenta minutos y, en un par de horas, esperaba estar embarcando en un vuelo a Washington D. C.
Pero aún no había terminado.
Washington D. C.
Decimonoveno día
A mediodía ya estaba de vuelta en suelo estadounidense. Se dirigió al centro de la ciudad y se sentó en las cálidas escaleras de piedra a los pies del monumento a Lincoln. El sol bailaba en la clara superficie del lago ornamental que se extendía frente a él. Al otro lado, se alzaba el obelisco del Washington Memorial, y más allá, en línea recta, la cúpula del Capitolio y sede del Senado de los Estados Unidos.
No había señal de Alex. Sacó el teléfono, pensando en las dos llamadas que tenía que hacer. La primera fue a Augusta Vale.
Parecía contenta de escucharlo.
—Perdone por haber desaparecido así —le dijo—. Surgió algo.
—Todavía me llaman periodistas preguntándome por el misterioso tirador que se llevó el premio y se desvaneció a continuación.
—Solo quería agradecerle su hospitalidad.
—No hay de qué, Benedict. Cuando vengas a Savannah, no dudes en llamarme. Siempre serás bienvenido en mi casa. Y si hay cualquier cosa que pueda hacer por ti…
—Hay una cosa. ¿Tiene el número del pastor Cleaver? Quiero pedirle algunos ejemplares de su libro.
—Claro, seguro que estará encantado de volver a hablar contigo —dijo.
Ben marcó el número que le dio. Cleaver parecía nervioso cuando su secretaria le pasó la llamada.
—¿Cómo estás, Clayton?
—Bien —contestó Cleaver con recelo.
—Y cien millones de dólares más rico, ¿no?
—El dinero me llegó hace dos días —dijo Cleaver desconcertado—. ¿Cómo lo sabes?
—Intuición —dijo Ben—. Te llamo para proponerte un trato.
Cleaver tragó saliva sonoramente.
—¿Un trato? ¿Qué clase de trato?
—No te asustes, Clayton. No te voy a quitar tu dinero. Al menos, no todo.
—Muy generoso por tu parte.
—Sí, la verdad es que sí. Bueno, estas son las condiciones. Y no son negociables. ¿Preparado?
—Te escucho.
—En primer lugar, vas a donar un cuarto de ese dinero a la Fundación Vale, para la nueva ala infantil.
—Por supuesto, ya había pensado en… —Cleaver resopló—. Pero ¿el veinticinco por ciento?
—Ese es el trato —dijo Ben—. Aquí viene la siguiente parte. Supongo que, una vez les hayas pagado a los usureros, querrás redecorar tu casa. ¿Sigues teniendo las paredes vacías?
—S… s… sí —tartamudeó Cleaver—. Pero ¿qué…?
—Hay una joven pintora de arte moderno con mucho talento en Oxford, Inglaterra. Se llama Lucy Wilde. Quiero que visites su página web.
—¿Qué coño tiene eso que ver conmigo?
—Estás a punto de convertirte en mecenas, Clayton. Le vas a comprar hasta la última obra de arte que tenga a la venta, y le vas a ofrecer una cuantiosa comisión por más. Y me encargaré de comprobarlo, por si tu definición de «cuantiosa» fuera demasiado diferente de la mía.
—Eso es una locura —protestó Cleaver—. Ni siquiera me gusta el arte moderno.
—Le cogerás el gusto —dijo Ben—. Y ahora, la tercera parte. Un granjero de Montana necesita un dinerillo extra para renovar su propiedad. Alguien la cosió a balazos. También necesita una o dos camionetas nuevas. Te mandaré la dirección y el número de una cuenta bancaria donde ingresar el dinero.
—¿Cuánto dinero extra? —preguntó Cleaver con desconfianza.
—Un número con bastantes cifras —dijo Ben—. Digamos, un millón de dólares.
Se escuchó un sibilante grito ahogado al otro lado.
—Me estás matando.
—Pensé en esa opción, pero prefiero este modo. ¿Estás preparado para la siguiente parte de las condiciones?
—Adelante —dijo Cleaver con cansancio.
—Bien. Hay cierto abogado en Georgia que necesita que le operen las piernas.
Cleaver explotó.
—¿McClusky? ¿Quieres que le pague a McClusky?
—Correcto —dijo Ben—. Y algo de dinero para establecerse tampoco sería mala idea, para ayudarlo a abrir un nuevo despacho y volver a empezar. ¿Qué te parece trescientos mil dólares? Espera, mejor quinientos mil.
Silencio al otro lado.
—Hay una cosa más que quiero de ti —dijo Ben. Hizo una pausa. Era la parte que más le importaba—. Quiero que crees un fondo fiduciario. Un millón de libras esterlinas.
—¿Para quién? —bufó Cleaver—. ¿Para ti?
—Para un bebé —dijo Ben—. Uno que todavía no ha nacido, pero que significa mucho para mí. El dinero se mantendrá en fideicomiso hasta que cumpla los dieciocho años y entonces, se le entregará. Se pondrá en contacto contigo un abogado de Londres que se encargará de todo. Tú solo tienes que firmar en la línea de puntos.
Le había dado muchas vueltas. Sabía que no había manera de que Rhonda lo perdonara por lo que había ocurrido, no había manera de que pudiera explicarle las cosas. ¿Qué podía hacer? ¿Poner excusas, escribirle una carta? Al menos podía hacer aquello por el hijo de Charlie.
—Espero haberme explicado con claridad —dijo Ben.
—Desde luego —murmuró Cleaver—. Pero ¿y si no me apetece aceptar este generoso trato que me ofreces?
—Te estaré observando, Clayton. Te darás cuenta de que no soy tan compasivo como esos usureros. No me gustaría tener que echar por tierra la impresión que la señorita Vale tiene de ti, pero si veo que no haces lo que quiero, ten por seguro que le haré saber el tipo de charlatán que eres en realidad. Y no solo eso, cogeré el primer vuelo hasta allí y para cuando haya terminado, ya no serás capaz de articular una palabra en tu defensa. Y yo siempre cumplo mis promesas.
—Ahora supongo que me dirás que tengo que aflojar otros diez millones a esa maldita Zoë Bradbury —gruñó Cleaver.
—No, te puedes quedar ese dinero. No creo que Zoë Bradbury se merezca un céntimo más de ti ni de nadie.
Hubo un largo silencio mientras Cleaver reflexionaba sobre las condiciones.
—No me dejas mucha libertad de acción, ¿verdad?
—Ni un pelo.
Cleaver soltó un profundo suspiro de derrota.
—Está bien. Tú ganas. Es un trato.
Cuando Ben guardó el teléfono, Alex apareció. Llevaba unos pantalones negros y una chaqueta de piel de tono borgoña que resaltaba el color de su pelo. Desde el instante en que lo vio, no dejó de sonreír. Bajó la escalera corriendo y le dio un fuerte abrazo.
—Pensaba que no volvería a verte.
Se quedaron abrazados durante un momento, luego se separaron.
—¿Os sacó Frank? —preguntó Ben.
Ella asintió.
—Zoë y yo nos quedamos en su casa. Nos escondimos como tú dijiste. Ella sigue allí.
—Bien. No debería salir hasta que todo haya acabado. No estará segura hasta que se solucione lo de Slater y Callaghan. Y tú tampoco, cuando Callaghan se dé cuenta de que sigues viva y has sido testigo de todo.
—Bueno, ¿y ahora qué?
—Ahora voy a ir a ver al senador Bud Richmond.
—No sin mí —dijo Alex.