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Había tres; tres puntos negros en el cielo volando en formación de uve. El volumen de los golpes de rotor aumentaba conforme se acercaban, rápidamente.
Ben le dijo a Ira que fuera a toda prisa al sótano de la casa y se asegurara de que Riley se quedaba allí con él hasta que hubiera acabado la pelea. Ira dudó tan solo un segundo antes de correr hacia la casa y Ben se dirigió hacia un almacén hecho de piedra. Allí había colocado el BAR en su bípode, junto a una de las ventanas del piso superior. Echó el cerrojo al entrar, subió la inestable escalera y se colocó detrás del arma. Junto a él, en el suelo, estaba su bolsa, repleta de cargadores de reserva para el rifle y la Beretta.
Los helicópteros se acercaron en poco tiempo y planearon sobre la granja, con su ensordecedor ruido, aplanando la hierba con las ráfagas de aire y asustando a los caballos en las alejadas cercas.
Desde su estratégico escondite en el almacén, Ben miró por el visor del rifle y observó cómo los helicópteros descendían manteniendo la formación, uno delante y dos detrás. Por los laterales abiertos del primer helicóptero comenzaron a salir hombres vestidos de negro que se deslizaban rápidamente por las cuerdas, como arañas por hebras de seda, cayendo al suelo uno tras otro. Eran seis, tres por cada lado, con chalecos antibalas, gafas, cascos y fusiles automáticos. Un impecable despliegue de poder intimidante que garantizaba provocar el miedo y sobrecoger cualquier corazón.
Era el momento de que Ben hiciera uso de su ventaja. No era el BAR, ahora cargado, amartillado y listo para expandir un amplio campo de fuego por toda la granja; no eran sus años de exhaustiva instrucción militar. Era algo innato, algo que le había ayudado a convertirse en el soldado que una vez fue.
No le gustaba matar, pero sabía que tenía un don para ello. Su instinto, desde el principio de su carrera militar, había sido ir directamente a por ellos. Atacarlos con todo. Rapidez. Agresividad. Sorpresa. Impacto máximo. Si venían buscando guerra, les iba a dar una que no habían visto en toda su vida. Si no salía de esta, al menos dejaría huella.
Así que, antes de que los seis soldados pisaran tierra firme, él ya estaba quitando el seguro del BAR y disparando contra el helicóptero que tenía encima de él. Fue a por los depósitos de gasolina. Donde el débil cartucho de una pistola no tiene oportunidad de penetrar, novecientos cartuchos encamisados por minuto del calibre 308 de alta velocidad equivalen a un filo caliente cortando un trozo de mantequilla. Los depósitos se rompieron con un chirrido emitido por el desgarro del metal y la fibra de vidrio, y provocaron una explosión ensordecedora al tiempo que el helicóptero estallaba en llamas y chocaba contra el suelo. La bola de fuego que se propagaba se tragó a los soldados, que no tuvieron escapatoria.
Sin clemencia, sin piedad. No las tienes porque no las recibes del enemigo. Ben disparó a las llamas, el BAR se movía violentamente en sus brazos como un martillo neumático. Los casquillos rodaban por el suelo y el olor a cordita impregnaba el aire. Vio cómo los hombres que ardían luchaban por levantarse, agitando los brazos, tambaleándose hacia atrás, descendiendo a los infiernos.
Una segunda explosión partió el helicóptero en dos. Un gigantesco champiñón de fuego que se expandía hacia arriba. Una enorme columna de humo negro. Los restos en llamas llovían sobre la granja.
Uno derribado.
Los dos que quedaban se retiraron. Los pilotos hicieron ascender los helicópteros para huir. Rugieron sobre la granja y se ladearon en un arco paralelo. Luego volvieron rápidamente hacia los cobertizos. Los hombres vestidos con equipo táctico negro estaban colgando de los laterales, empuñando sus armas.
Ben siguió la trayectoria del que volaba delante. Los cartuchos gastados chorreaban de la recámara caliente del BAR mientras él lanzaba una descarga tras otra contra el fuselaje. Una fila desordenada de agujeros perforó el armazón. Pudo ver el destello fugaz de la salpicadura de llovizna rosa cuando alguien fue herido dentro. Vio plexiglás haciéndose añicos y arrugándose bajo un intenso fuego.
El helicóptero cambió de dirección de un modo peligroso, perdió altura y descendió en picado. El ruido del batir de los rotores se convirtió en golpes arrítmicos que levantaban oleadas de polvo al girar fuera de control. Durante un instante, pareció que iba a estrellarse contra el suelo justo delante de la casa, pero entonces, las paletas dieron contra el borde del viejo techo del establo y el helicóptero sacudió la vieja estructura de madera, provocando que tablas, astillas y hierro corrugado giraran en todas direcciones.
Dos derribados; solo queda uno.
Escuchaba el ruido sordo del tercer helicóptero en lo alto, mientras se elevaba para evitar los escombros que saltaban y volaban por los aires.
Unos segundos después, lo que quedaba de los soldados de negro del segundo helicóptero que se había estrellado salía en avalancha de la puerta del establo, con las armas preparadas para atacar. Ben los puso en su línea de tiro y los cosió a balazos de izquierda a derecha.
Demasiado fácil.
Entonces, de pronto, ya no lo fue.
Las largas y modernas armas militares estaban equipadas con apagallamas para ocultar el fogonazo de los observadores enemigos. El BAR pertenecía a una generación anterior a ese tipo de perfeccionamiento. Así que, cuando el torrente de disparos atravesó el techo del almacén y rajó de arriba abajo la edificación que lo protegía, Ben supo que el brillante destello amarillento que latía en el cañón del pesado rifle había revelado su posición al piloto del tercer helicóptero.
Los fragmentos de tejas y vigas del techo roto llovían sobre él. Las ventanas explotaron y los escombros volaban mientras el tercer helicóptero planeaba sobre el almacén y dejaba caer el fuego conjunto de al menos dos o tres fusiles de asalto.
Ben rodó, agarrando el gran Browning y arrastrando su bolsa con los cargadores de reserva por el suelo. Puso el arma en posición vertical y disparó hacia arriba y hacia atrás a través del techo a la panza del helicóptero. El polvo le bañó la cara.
El helicóptero se alejó cambiando de dirección y giró hacia la casa. Ben se levantó y se colgó la bolsa, bajó con dificultad la desvencijada escalera y salió del almacén. La repentina luz lo cegó.
Estaba en el camino cubierto de trastos entre el almacén y el establo en ruinas. A treinta metros a su izquierda, estaba el armazón destrozado de un tractor roto. Quince metros más cerca, apoyados contra las paredes de las edificaciones que tenía a ambos lados, había dos montones sin forma definida cubiertos con una lona. Diversos despojos agrícolas estaban apilados alrededor.
A su derecha, más allá del hueco entre las edificaciones, el tercer helicóptero planeaba sobre la granja. Cuando Ben lo miró, seis hombres estaban saliendo de ambos lados y tomaban tierra. Se echó contra la pared. Los hombres no lo vieron cuando se dispersaron entre los cobertizos haciéndose señas.
Pero el piloto lo había visto. El morro de la máquina se inclinó hacia abajo y avanzó, siguiendo la pista entre las edificaciones, cogiendo velocidad, con las puntas delanteras de los patines casi rozando el suelo.
Ben corrió a refugiarse en el tractor roto. Los disparos traqueteaban tras él mientras corría a toda velocidad entre los dos montones cubiertos con una lona a ambos lados del camino. Corrió más rápido. Se tiró detrás del tractor mientras las balas levantaban una estela de tierra y polvo.
Levantó el rifle. El helicóptero se le estaba echando encima, estaba a tan solo unos metros, lanzando una violenta tormenta de tierra.
Ya estaba entre los dos montones cubiertos con lonas.
Justo donde él quería que estuviera.
Ben disparó. Pero no al helicóptero, sino al montón de la izquierda. Luego disparó al de la derecha. Vació el cargador formando una guadaña de fuego. Luego dejó el rifle vacío y se tumbó en el suelo detrás del tractor.
El cegador destello de luz lo arrasó todo.
Había encontrado los altos cilindros de gas propano en el establo, los recambios para la vieja cocina. Junto a ellos estaban los sacos de clavos de diez centímetros que había unido firmemente a los cilindros con cinta adhesiva, uno a uno, mientras Ira los sujetaba. Escondidos bajo las sucias lonas, eran una versión gigantesca y rudimentaria de una bomba de metralla.
Solo había un problema: no pensaba estar tan cerca cuando estallaran.
En el espacio cerrado entre las edificaciones, el efecto fue devastador. La explosión masiva impactó directamente contra la parte delantera del helicóptero.
Fue como si hubiera chocado contra un muro. Cayó al suelo como el juguete de un niño, combándose y arrugándose. Las ventanillas reventaron hacia dentro. Las palas del rotor se hicieron añicos. A continuación, la bola de fuego de los cilindros de gas hizo estallar los bidones y bombas de gasolina que había colocado a lo largo de ambas paredes, escondidos detrás de los trastos de la granja. Una cortina de fuego rodeó el helicóptero, entrando a raudales por los laterales abiertos como si fuera líquido, lavándolo todo, incinerando cualquier cosa con vida que hubiera en el interior. Los hombres que se quemaban salieron dando saltos; gritaron, se agitaron, se derrumbaron, murieron.
Ben mantuvo la cara contra el suelo mientras la bola de fuego pasaba sobre él. El calor que desprendía le chamuscó la espalda y por un terrible instante pensó que iba a quemarse. Pero entonces, la caliente ráfaga de llamas se alejó y pudo ponerse de pie tambaleándose.
Todo lo que le rodeaba había quedado destrozado. Los cobertizos hechos añicos estaban ardiendo. Los cadáveres aparecían tirados por el suelo y el hedor a carne carbonizada impregnaba el aire. El helicóptero era una simple estructura ardiendo.
Ben salió de detrás del tractor. El rifle estaba en el suelo a unos metros de distancia. Fue a cogerlo y entonces vio que un trozo de metralla había aplastado el cajón de mecanismos. Soltó una palabrota, cogió la pistola de su bolsa y sacó los cargadores del BAR.
Entonces, de repente, los soldados que habían tomado tierra desde el tercer helicóptero volvieron. Los seis salieron como flechas de entre el armazón del helicóptero ardiendo y los cobertizos destrozados, con las armas levantadas y el reflejo del fuego en sus gafas.
Y en ese momento, Ben se quedó paralizado al darse cuenta de que estaba metido en un buen lío. Más hombres llegaban por el otro lado. En el rostro de su jefe se dibujó una amplia sonrisa.
Jones. Debía de haber aterrizado un cuarto helicóptero en algún lugar entre los árboles. Seguro que había usado los tres primeros como distracción. Había cinco soldados con él, todos vestidos con equipamiento de combate táctico, todos apuntando con los mismos fusiles de asalto M-16.
Eran doce en total. Unos trescientos cincuenta cartuchos de alta velocidad, todos para él. Y estaba atrapado justo en el medio, sin tiempo para ponerse a cubierto.
—Ya te tengo —gritó Jones—. Estás solo.