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Residencia Richmond

Medianoche

La primera reacción de Irving Slater, después de que Jones lo llamara avergonzado desde el hotel para contarle que Hope se había escapado con Bradbury y una agente, había sido quedarse callado por el asombro. Rápidamente, aquella conducta se convirtió en pura cólera, una superfuria feroz que había reducido a Jones hasta las lágrimas por teléfono.

Pero en aquel momento, un par de horas después, ya se había calmado. No lo suficiente como para poder estirarse en el enorme sofá enfrente de la pantalla de cincuenta pulgadas, pero sí para pensar con claridad y ver con otra perspectiva todo el asunto.

Había tomado una decisión, una a la que se había resistido durante meses, pero ahora se daba cuenta de que la había retrasado demasiado tiempo.

Cogió el teléfono y marcó. Esperó. Una voz contestó.

—Soy yo —dijo.

—Es tarde.

—Da igual. Escucha. Cambio de planes. Se nos está yendo de las manos. He decidido llevar la estratagema por la vía rápida.

Se escuchó una brusca aspiración al otro lado del teléfono.

—¿Por qué ahora? —preguntó el socio.

—Ha surgido algo —dijo Slater—. Algo muy interesante que nos viene perfecto. —Se lo explicó.

—¿Estarán todos allí? ¿El presidente y los cuatro miembros del Consejo Supremo?

Slater sonrió.

—Todos bajo la misma cúpula. Y muchas más personalidades. Te hablo de darles un buen bofetón, ¿eh?

—Si podemos conseguir que…

—Llama a Herzog. Tendrá lugar en tres días. Dile que doblaré la cifra si puede hacerlo en esa fecha.

—¿Estás seguro? —dijo el socio con voz temblorosa—. Es un gran paso.

—Es un paso muy grande —añadió Slater—. Pero es el momento. O lo hacemos ahora o nunca. «No habrá más tiempo». Apocalipsis. ¿Lo ves? Yo también leo la Biblia. Si esperamos más, estaremos jodidos.

—Este es un momento muy importante —murmuró el socio—. Ojalá no maldijeras así.

—No seas tan beato, joder. Qué aburrimiento.

—¿Richmond está preparado para esto?

—Lo estará. Yo me aseguraré de eso. Tú preocúpate de lo tuyo. Hazlo ya.

Slater finalizó la llamada. Lleno de júbilo, se dirigió al mueble bar. Sacó la botella de Krug de la cubitera y se sirvió un buen vaso. Levantó el champán en un brindis silencioso consigo mismo y su momento de gloria. Se bebió el vaso de golpe.

El corazón le latía con fuerza. Lo había hecho. No más esperas. Rellenó el vaso y se recostó en el sofá, apenas podía contener los nervios. Apuntó con el mando a distancia al televisor gigante y apretó un par de botones. Su canal por satélite de porno favorito ocupó toda la pantalla y disfrutó durante un rato mientras despachaba el Krug.

Entonces sonó el teléfono. Slater silenció los gemidos y jadeos que salían de los altavoces con sonido envolvente y lo cogió.

Era el socio.

—Ya está arreglado. Tres días.

—Dile a Herzog que es todo un profesional.

—Creo que ya lo sabe.

El socio colgó.

Slater se bebió el último trago de champán, se secó los labios con la manga de la camisa y marcó un número.

Jones contestó al tercer toque.

—Soy yo —dijo Slater.

—Ni rastro —dijo Jones, anticipándose a él—. Pero estamos buscando. Los cogeremos. Está controlado.

—Eso ya lo he escuchado antes. Y cuando los encuentres, los quiero muertos.

—¿A todos? ¿A Bradbury también?

—A Bradbury también.

—Pero los ostraca…

—Ya hemos pasado de eso —interrumpió Slater—. El plan ha cambiado. Jerusalén está en marcha.

—¡Santo Dios!

—Exacto. ¡Aleluya!

—¿Cuándo? —dijo Jones en voz baja.

—En tres días —contestó Slater—. Así que encuéntralos. Y entiérralos.

—Con mucho gusto.