28

Ben salió de la antigua cochera para carruajes y se dirigió paseando hacia la residencia principal. Mae lo recibió con una sonrisa y charló cariñosamente con él mientras lo conducía a la imponente sala. Ben podía oír las voces de la señorita Vale y de un hombre que llegaban del salón. Mae lo hizo pasar. La visita de la señorita Vale se levantó y se acercó a él a grandes zancadas. Era un hombre de cincuenta y tantos años, con un traje gris claro hecho a medida que parecía de corte italiano. Sin duda jugaba al squash o al tenis y estaba en buena forma, solo le sobraba un poco de grasa alrededor de la cintura y debajo de la barbilla. Era más o menos de la estatura de Ben, cerca del metro ochenta. Tenía el cabello tupido y oscuro, peinado hacia atrás desde la frente, puede que tintado para ocultar las canas. Se acercó a Ben con una amplia sonrisa y una mano extendida.

—Clayton, este es el joven del que te estaba hablando —dijo la señorita Vale. Señaló a Cleaver con la mirada brillante—. Benedict, es un gran placer presentarte a mi querido amigo Clayton Cleaver. ¿O debería decir gobernador Cleaver?

El escritor le dirigió una blanca sonrisa.

—Si Dios quiere, Augusta. Si Dios quiere. Pero todavía no hemos llegado hasta ahí.

—Con el noventa por ciento de Georgia apoyándote —dijo ella—, pronto llegaremos.

Cleaver le estrechó la mano a Ben, con un apretón seco y fuerte, saludándole como a un hermano perdido mucho tiempo atrás.

—Es un verdadero placer conocerte, Benedict —le dijo con absoluta sinceridad—. ¿Puedo tutearte?

—Yo también estaba deseando conocerlo, señor Cleaver.

—Por favor, llámame Clayton. Augusta me ha dicho que eres creyente. Eso es maravilloso. Absolutamente maravilloso.

La criada entró con una bandeja de canapés y copas de Martini. Conversaron durante un rato, comentaron sobre la diferencia de clima entre Inglaterra y Georgia, sobre las cosas que Ben no podía perderse durante su estancia en Savannah y sobre sus estudios de teología en Oxford.

—El último año. Supongo que habrás tocado varias ramas —dijo Cleaver—. ¿Te interesa alguna en especial, Benedict?

—En realidad, sí. —Ben le dio un sorbo a su bebida—. La especialidad para mi tesina de último curso es la profecía bíblica.

La señorita Vale y Cleaver intercambiaron una mirada cómplice, de aprobación.

—Sabía que esto tenía que pasar —dijo la anciana—. No podías estar en mejor compañía, Benedict. ¿Has tenido oportunidad de…?

—¿De leer el libro de Clayton? —continuó Ben—. Lo he estado leyendo esta tarde. No podía dejarlo.

—Bueno, gracias, hijo. Puedo firmarte el ejemplar, si quieres.

—Sería un honor.

El mayordomo entró en la habitación solemnemente y anunció que la cena estaba servida. Ben siguió a la señorita Vale y a Clayton hasta un impresionante comedor. La mesa medía más de cuatro metros de largo y la vajilla de plata relucía bajo la araña de cristal. La señorita Vale se sentó en un extremo. A Ben se le indicó que se sentara a su derecha, como invitado de honor, y Cleaver se sentó enfrente de él. La criada levantó la tapa de una fuente de plata que había en el centro de la mesa.

—El salmón ahumado es de la piscifactoría de la señorita Vale —comentó Cleaver—. Es el mejor de todo el sur.

Comieron y bebieron champán. Cleaver parecía sentirse totalmente en casa.

—Bueno, Benedict. Hablábamos de la profecía bíblica…

—Pregúntale todo lo que quieras, Benedict —le animó la señorita Vale—. No hay nadie que conozca la Biblia tanto como Clayton.

—Para ser un joven estudiante de la Biblia, no podrías estar viviendo un momento más excitante en nuestra historia —dijo Cleaver—. No es que el final se aproxime. Es que es ya.

—Lo he visto en su libro, insiste mucho en que las grandes profecías apocalípticas de la Biblia están a punto de cumplirse.

—Tú mismo lo has leído, Benedict —contestó Cleaver—. Sabes que va a ocurrir.

—Conozco las diversas interpretaciones que han hecho los estudiosos de la Sagrada Escritura —dijo Ben—. Por ejemplo, algunos teólogos dicen que el Apocalipsis no es una parte legítima del Nuevo Testamento.

Cleaver enrojeció.

—Las interpretaciones me la sudan. —Miró a la señorita Vale—. Disculpa mi lenguaje, Augusta, pero estoy harto de oír hablar de esos expertos. Según mi punto de vista, esos tipos están dando palos de ciego. —Golpeó la mesa con los puños cerrados—. Mira las señales que te rodean, Benedict. Los gobiernos, el imperio de la ley, economías, culturas, todo nuestro sistema mundial está a punto de colapsarse. El caos y la destrucción total están a la vuelta de la esquina. Tal y como dice la Biblia. —Agitó el dedo para darle más énfasis—. Todas las señales están ahí. Es el momento de prepararnos y aceptar a nuestro señor Jesucristo en nuestro corazón, porque ahora mismo estamos al borde del fin de los tiempos. ¿Y lo único que pueden hacer esos expertos es morderse sus propios rabos hablando de interpretaciones? ¿Cómo interpretas tú la palabra de Dios? ¿Qué hay de malo en simplemente abrir nuestros oídos a lo que nos está diciendo? —Cleaver hizo una pausa para darle un sorbo al champán.

La interpretación estaba maravillosamente perfeccionada. Aquel hombre era un showman fabuloso, lo coronaba con un tono de telepredicador en toda regla, y todo era para la señorita Vale.

Ben tuvo claro, por la mirada embelesada en el rostro de la dama, que estaba completamente cautivada por aquel hombre. En lo que a ella se refería, él se merecía hasta el último centavo de sus cien millones de dólares. Ben se preguntó si Cleaver habría recibido ya su paga. Quizá sí, a juzgar por la calma y absoluta confianza en sí mismo.

—¿Sabes, Benedict? —continuó Cleaver—. Una encuesta realizada en 2002 mostró que el sesenta por ciento de los americanos cree que las profecías de san Juan en el Apocalipsis se harán realidad. El veinte por ciento, y te estoy hablando de cincuenta millones de americanos, cree que ocurrirá en el transcurso de su vida. Eso es en cualquier momento del presente. Podríamos salir de aquí en este mismo instante, encender el televisor y ver que los acontecimientos ya han empezado a suceder justo delante de nosotros. —Cleaver miraba a Ben fijamente a los ojos. Clavó el dedo en la mesa. Luego sonrió—. ¿Notaste algo extraño la pasada primavera, Benedict?

—Las plantas florecieron demasiado pronto.

—Ahí lo tienes. No solo en Inglaterra. Aquí también está sucediendo. Los sistemas del tiempo atmosférico están destrozados. Las estaciones ya no son estaciones. Terremotos y grandes inundaciones en lugares en los que no habían ocurrido antes. Lo llaman calentamiento global. A todo lo llaman calentamiento global. Y ¿sabes qué? Todo está ahí, en el Apocalipsis de san Juan. Desastres que arrasan ciudades. El sol calienta hasta el punto de que todo el mundo se quema.

—Y no te olvides del granizo gigante —dijo Ben—. «Y una enorme granizada, como de talentos, cae del cielo sobre los hombres».

—Conoces la Biblia. Eso son unos treinta y cinco kilos —dijo Cleaver—. Luego están las plagas. Bueno, Benedict, no hará falta que te recuerde las bacterias asesinas que nos amenazan, la aparición de otras enfermedades como la gripe aviar y nuevos tipos de tuberculosis intratables. —Hizo un gesto expansivo con las manos—. Abres la revista New Scientist y, ¿qué ves? Plagas de langostas africanas en el sur de Francia. Tal y como dice la Biblia. ¿Quién sabe lo que hay a la vuelta de la esquina? —Cleaver golpeó la mesa con gesto triunfal—. Yo te diré quién lo sabe. San Juan lo sabe. Y él me lo cuenta todo.

—Al escucharlo como lo explica Cleaver —dijo con un suspiro la señorita Vale—, me estremezco.

—Ojalá eso fuera todo —contestó Cleaver—. Pero en medio de todo ese caos, san Juan ya predijo la aparición del gobierno único mundial. El gobierno único mundial de Satanás. «Y hace que a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se les ponga una marca en la mano derecha o en la frente; y que nadie pueda comprar ni vender, sino el que tenga la marca, el nombre de la bestia o la cifra de su nombre». —Cleaver sonrió—. ¿Te resulta familiar, Benedict?

—Aquí se requiere sabiduría —contestó Ben—. «El que tenga inteligencia que calcule la cifra de la bestia. Es cifra de un hombre. Su cifra es seiscientos sesenta y seis». Apocalipsis, capítulo 13, versículos del dieciséis al dieciocho.

Cleaver asintió.

—Eres un hombre culto. Pero ¿entiendes lo que nos está diciendo? Ya está ocurriendo. Las fuerzas del mal ya nos están controlando. Una moneda única mundial. Ya han empezado. Un ejemplo es el euro que utilizas. Tarjetas de crédito. ¿Usas tarjeta de crédito, Benedict?

—No.

—Un movimiento inteligente. Pero luego están los códigos de barras. El número 666 ya está aquí, por todas partes. E incluso más tecnologías insidiosas para entrar en nuestras cabezas se están desarrollando ahora mismo, mientras permanecemos sentados aquí charlando. —Cleaver se sirvió más comida—. Luego tienes la inestabilidad en Oriente Próximo —continuó—. Más señales. La Biblia ya profetizó que el pueblo de Israel escogido por Dios recibiría su tierra prometida. Ahora, el restablecimiento de la nación de Israel en 1948 es una auténtica señal de que estamos viviendo los últimos días. Estamos siendo testigos de la exposición del plan de Dios. Y ahora ya estamos preparados para la siguiente fase.

—¿Y cuál es?

—Es una que han pasado por alto tus estudiosos de la Biblia. Tienes que profundizar un poco más para encontrarla. Ocurrirá en Israel. Israel es el eje de la profecía de la Biblia; es el centro donde se llevará a cabo todo. Así que lo que va a ocurrir en realidad, y yo creo que ocurrirá antes de que pasen demasiados años, es que habrá un golpe militar decisivo contra la sagrada nación de Israel. No estoy hablando de disparar al azar contra el West Bank, terroristas suicidas e insignificantes contratiempos diplomáticos. Estoy hablando de una conflagración nuclear a gran escala.

—¿Por qué piensas eso?

—«Avanzarás contra mi pueblo Israel como un nublado que cubre la tierra. Será en los últimos días» —citó Cleaver con una sonrisa forzada—. El responsable del ataque es Gog. El antiguo reino de Magog, justamente en Persia. Lo que hoy en día llamamos Irán. Ellos son los tipos que lanzarán sus misiles contra Israel. Eso es lo que pondrá las cosas en marcha, el triunfo.

—¿De verdad crees que eso es lo que nos dice la Biblia? —preguntó Ben—. ¿Que las naciones musulmanas declararán la guerra a los judíos?

—No hay ningún tipo de duda —contestó Cleaver—. Y habrá grandes resultados. El ataque islámico a Israel es lo que sumirá al mundo en los acontecimientos profetizados en el Apocalipsis.

—¿Consideras que la destrucción de Israel forma parte del plan de Dios?

—Dios no permitiría que Israel fuera destruido —dijo Cleaver—. Pueden disparar todos los misiles que quieran cuando llegue el momento, pero no dañarán ni una brizna de hierba. «Aquel día, el día en que venga Gog contra el país de Israel, oráculo del señor Yavé, explotará mi furor». ¿Lo ves? Dios intervendrá y protegerá a Israel, y sus enemigos serán destruidos.

Ben sonrió, pero no contestó.

—Ahora es cuando se están poniendo las cosas en marcha de verdad —dijo Cleaver sin inmutarse—. En el periodo posterior a esta terrible guerra, el mundo llegará a un acuerdo de paz, probablemente negociado por un líder europeo. Alguien con mucho encanto y carisma, que afirme ser amigo del pueblo.

—Estás hablando del anticristo.

Cleaver asintió.

—El jinete del caballo blanco. Apocalipsis, capítulo seis. El que vendrá a conquistar, a causar destrucción y a disparar sobre la Tierra y esclavizarnos a todos. El mismísimo hijo de Satanás. Y siento decir esto, pero creo que podría ser un inglés. Sin ánimo de ofender.

—No te preocupes —dijo Ben—. Y yo creo que sé quién es.

Cleaver soltó una risita.

La señorita Vale frunció el ceño.

—Estas cosas no se deben tomar a la ligera, chicos.

—Tienes razón, Augusta —dijo Cleaver—. Porque entonces se convierte en algo bastante siniestro. El poder del anticristo tomará el control del mundo. Ya no habrá que fingir más, ¿verdad? Simplemente intervendrá y tomará el poder. El que proteste, morirá. Ese es el principio de la gran tribulación. San Juan nos lo dice todo en el Apocalipsis. El granizo y el fuego y la destrucción de la vegetación terrestre. El mar se tornará sangre. Langostas venenosas. Torturas en masa. Miles de millones de personas asesinadas del modo más terrible. Los fieles serán horriblemente perseguidos cuando el anticristo trate de tomar el control total. Siete años del sufrimiento más terrible. Hará que el holocausto nazi parezca un paseo por el parque.

—«Será un tiempo de angustia, cual no lo hubo desde que existen las naciones hasta entonces» —dijo Ben.

Cleaver asintió con gravedad y se dirigió a la señorita Vale, que miraba su plato angustiada.

—Pero no para todo el mundo —dijo con dulzura—. Podemos consolarnos con que, en algún punto durante ese periodo de tribulación, la Biblia nos dice que los fieles nos libraremos del dolor y la tortura.

—El éxtasis —dijo Ben—. «Pues el señor mismo, con voz de mando, a una voz de un arcángel, al son de una trompeta de Dios, descenderá del cielo y los muertos en Cristo resucitarán primero; después, nosotros, los que vivimos, los supervivientes, seremos arrebatados juntamente con ellos entre nubes, por el aire, al encuentro del señor; y así estaremos siempre con el señor».

—Amén —susurró la señorita Vale.

Cleaver sonrió a Ben.

—Me alegro de que hayas acogido a nuestro señor Jesucristo en tu corazón, Benedict. Me dolería pensar que te has quedado atrás. Nadie saldrá vivo de la tribulación.

—Y luego, después de que pasen los siete años, Cristo regresará para enfrentarse a su enemigo en la guerra del fin del mundo —dijo Ben.

—Totalmente cierto —contestó Cleaver—. Y a continuación comienza la época dorada para todos los cristianos que mantuvieron la fe en los tiempos oscuros. Serán recompensados generosamente.

Después de la cena, se retiraron al salón, donde había preparadas una licorera de coñac y copas de cristal en una bandeja. La señorita Vale se disculpó y abandonó la habitación.

—Ha sido una conversación muy interesante, Clayton —dijo Ben acomodándose en un sillón con la copa de coñac—. Pero hay algo más de lo que quería hablar contigo.

Cleaver extendió los brazos.

—Adelante, hijo.

—De hecho, hay alguien de quien quiero hablar contigo.

—¡No me digas! ¿Y de quién podría tratarse?

—Podría tratarse de Zoë Bradbury. —Ben observó la cara de Cleaver y dejó que asimilara sus palabras.

Cleaver trató con todas sus fuerzas de no perder demasiado la compostura.

—Ajá… —Tragó saliva.

—Sabes de quién estoy hablando —dijo Ben.

—Sé quién es —dijo Cleaver con sangre fría, mirándose las uñas—. Es una amiga de Augusta, creo.

—Pero no es amiga tuya, según parece.

Cleaver miró a Ben intensamente.

—¿A qué te refieres exactamente?

—Me refiero a los veinticinco mil dólares que te sacó, y a los diez millones que quería.

Cleaver se quedó callado por el vuelco que le dio el corazón.

—¿Lo sabes?

—Y también sé lo de Skid McClusky. Pensé que te gustaría ponerme al corriente de algunos detalles que se me escapan.

—¿Quién coño eres exactamente?

—Alguien que busca respuestas. Alguien que va a conseguirlas.

Cleaver jugueteó con su bebida. Se había puesto visiblemente pálido.

—Benedict, creo que este es el tipo de asunto que deberíamos tratar en otro sitio. En privado.

—Por mí bien —dijo Ben—. Estoy seguro de que no querrás que la señorita Vale oiga demasiado. Has invertido mucho en esto.

Cleaver no dijo nada.

—Pero no creo que puedas librarte de mí —continuó Ben—. Vas a hablar conmigo.

La anciana regresó seguida de la criada, que llevaba una bandeja de plata con una jarra de café y tres tazas de delicada porcelana blanca en sus platillos. Sonrió.

—He estado pensando —anunció mientras se sentaba—. Me preguntaba si a nuestro nuevo amigo le gustaría asistir al torneo de mañana.

Cleaver sonrió, nervioso.

—Augusta, eso no sería del gusto de Benedict. Siendo inglés…

La señorita Vale parpadeó.

—¿No disparan rifles en Inglaterra? —preguntó frunciéndole el ceño a Cleaver—. Clayton, ¿estás bien? Parece que hayas visto un fantasma.

—Estoy bien, gracias —contestó el predicador—. Puede que haya comido demasiado.

—¿Qué tipo de torneo? —preguntó Ben.

Cleaver estaba luchando con todas sus fuerzas para actuar de un modo natural delante de la señorita Vale.

—Simplemente se trata de un pequeño evento que celebro en mi casa una vez al año —dijo Cleaver con voz ahogada—. Pero…

La señorita Vale soltó una risita.

—¿Un pequeño evento? Clayton está siendo modesto. Participan los mejores tiradores de rifle de Georgia, Alabama y Misisipi. Veinte dólares la entrada, y esperamos que asistan más de doscientas personas.

—Todo va destinado exclusivamente a obras benéficas, por supuesto —interpuso Cleaver, intentado sonreír.

—Por supuesto —dijo Ben, mirándolo fijamente.

—Y este año toda la recaudación se destinará al hospital benéfico de la Fundación Vale. Es uno de los muchos proyectos que apoya mi organización benéfica —explicó la mujer, observando la mirada burlona de Ben—. Ayudamos a las familias pobres y desfavorecidas de Georgia y Alabama que no pueden permitirse un seguro médico. —Sonrió con tristeza—. El verano pasado abrimos una nueva ala para proporcionar tratamiento gratuito a los niños con cáncer. El trabajo que hacen allí es tan bueno que de verdad quiero ampliarla. Así que para el torneo de este año he organizado una iniciativa especial patrocinada que espero que aumente la cantidad recaudada, de ese modo podremos ayudar a los necesitados.

—Parece una obra maravillosa, señorita Vale —dijo Ben, sin quitarle el ojo de encima a Cleaver.

—Tienes que asistir —contestó ella—. Será un día estupendo.

Cleaver enrojeció y se aclaró la garganta.

—Pero, como ya te he dicho, Augusta, quizá no sea algo que a Benedict…

—Me encantaría —dijo este.