55

Después de cachearlo, aquellos grandullones silenciosos con trajes negros y gafas oscuras metieron a Ben a empujones en uno de los helicópteros. Por la ventanilla, vio que Callaghan conducía a Zoë y a Alex al segundo helicóptero y subía a bordo con ellas.

El vuelo duró mucho tiempo, y ya era de noche cuando los helicópteros aterrizaron en una pista privada donde esperaban varios todoterrenos negros y hombres armados. Condujeron a Ben por la pista hacia un reluciente avión. Los guardias lo mantuvieron alejado de Alex y Zoë.

Un tiempo después, el avión aterrizó en lo que parecía un campo de aviación militar. Más coches negros los esperaban. Llevaron a Ben hasta uno de ellos; la puerta de atrás ya estaba abierta y dos agentes se sentaron junto a él, uno a cada lado. Callaghan ocupó el asiento del copiloto y el coche se puso en marcha a gran velocidad, encabezando una procesión de vehículos. Nadie hablaba.

Pero Ben podía adivinar adónde lo llevaban.

A Langley, Virginia, a la sede de la CIA. Cuando el desfile de coches se acercó a la vasta extensión de edificios, comprobó que no se había equivocado. Había personal de seguridad armado vigilando las altas verjas con el sello del águila y la estrella de la Agencia Central de Inteligencia. Al entrar, Callaghan hizo alarde de una tarjeta y las verjas se abrieron deslizándose ante ellos. Pasaron por complejos de edificios con miles de ventanas, iluminados como naves estelares en la oscuridad; pasaron por jardines alumbrados con focos donde la brisa hacía ondear hileras de banderas estadounidenses. Todo estaba impecable; un monumento al inquebrantable orgullo nacional y a la superioridad serena.

Luego el coche se paró y condujeron a Ben hasta el interior de un edificio. El lugar era un hervidero de actividad, había más seguridad por la que pasar y cientos de trabajadores pululando por los amplios pasillos. Callaghan andaba con paso enérgico y Ben lo seguía, consciente de que tenía a los hombres con traje negro justo a su espalda. Miró por encima de su hombro y vio que Alex estaba detrás, a unos quince metros. La acompañaban más de los mismos hombres oscuros y taciturnos. Ella le sonrió, pero era una sonrisa nerviosa. A Zoë no se la veía por ninguna parte.

Ben siguió a Callaghan por un laberinto diáfano de salas de operaciones, repletas de escritorios y terminales informáticos, plagadas de empleados y personal de seguridad. Aquel sitio parecía la Bolsa de Londres. Había filas de relojes que mostraban las horas de diferentes países, cientos de monitores que brillaban y parpadeaban, pantallas gigantes en las paredes difundiendo las noticias de todo el mundo. Mapas políticos del mundo, electrónicos e intensamente iluminados, animados para mostrar los movimientos y los cambios que Ben solo era capaz de adivinar al pasar al lado de ellos. Mirara donde mirara, había montones de personas pegadas a las pantallas como si la seguridad nacional estadounidense fuera a sufrir un colapso y dar paso a la anarquía si apartaban la mirada un solo instante.

Al fondo de la última sala de operaciones por la que pasaron había varias puertas correderas de cristal que conducían a otra sala oculta tras unas persianas verticales. Un guardia de seguridad se levantó de detrás de una mesa cuando se acercaron. Callaghan le pasó una tarjeta. Las puertas se deslizaron emitiendo un sonido impecable y Ben siguió a Callaghan al interior de una larga sala de conferencias.

En mitad de la sala había una mesa reluciente, rodeada de sillas tapizadas de cuero. Tres de las paredes estaban revestidas con madera y la cuarta era una gran cristalera flanqueada por un par de banderas, las barras y las estrellas de los Estados Unidos a la izquierda y el emblema de la CIA a la derecha, con bordados blancos y dorados. El techo era bajo y estaba salpicado de focos.

Los silenciosos agentes hicieron pasar a Alex a la sala y se marcharon. Las puertas volvieron a deslizarse y se cerraron. Alex lanzó una mirada a Ben; obviamente, tenía mil cosas que decirle, pero se sentía obligada a quedarse callada. Ben mantuvo su mirada durante un segundo, transmitiéndole confianza.

La presidencia de la mesa de conferencias estaba ocupada por un hombre negro, corpulento y ancho de espaldas de unos sesenta años, con traje sombrío y corbata azul marino. Lo envolvía cierto aire de superioridad, como si fuera un juez. Callaghan rodeó la mesa y se sentó a su derecha, se puso bien la corbata y lo miró a la espera de que él tomara la palabra. Era obvio quién estaba al mando allí.

—Mi nombre es Murdoch —dijo el grandullón. Tenía la voz grave y meliflua. Ben percibió una clara inteligencia en su mirada. Señaló hacia las sillas que había a su izquierda, con gesto lento y calmado.

—Por favor, siéntense.

El arrestado se sentó, y Alex hizo lo mismo a un metro de él. Tosió nerviosa.

Ben estaba decidido a tomar la iniciativa. Aquel lugar estaba diseñado para intimidar. Pero eso no iba a pasar.

—¿Dónde está Zoë? —preguntó.

—La señorita Bradbury está en buenas manos —contestó Murdoch con calma—. El agente Callaghan se encarga de su protección.

—¿Está bajo custodia de la CIA?

—Está a salvo —dijo Murdoch—. Eso es todo lo que necesita saber. —Frunció los labios mientras formulaba sus pensamientos. Se apoyó pesadamente en la mesa y miró fijamente a Ben con ojos penetrantes—. Esta situación es muy desagradable. Para todos —añadió de manera significativa. A continuación, su mirada cambió radicalmente de dirección y recayó en Alex—. Agente Fiorante, se habrá dado cuenta de que está metida en un buen lío. Antes de que empecemos, ¿tiene algo que decir?

Ben podía sentir la tensión en ella, como si algo eléctrico chisporroteara a su lado. Ella sabía perfectamente lo que Ben ya había adivinado, que al otro lado de la ventana espejada había gente observando y escuchando, grabando y transcribiendo cada palabra que se estaba diciendo en la sala.

—Nada que no haya declarado ya de camino hacia aquí —dijo con sangre fía.

—Vamos a repasarlo otra vez, para que quede constancia —dijo Murdoch.

Callaghan sonrió con frialdad.

Alex habló con cautela, midiendo cada palabra.

—Formaba parte del equipo de Jones, con la impresión de que participábamos en operaciones oficiales. Sin embargo, durante ese tiempo, presencié una serie de incidentes que encontré sumamente sospechosos, por no decir otra cosa. Soy testigo de que Jones en persona disparó a los dos agentes de policía de Georgia, así como al doctor Greenberg en el centro cercano a Chinook, Montana. Todo ocurrió justo delante de mí. Además, declararé que Jones y sus socios estaba utilizando el centro de Montana para retener a Zoë Bradbury y, si no hubiéramos intervenido, la hubieran torturado y asesinado.

—Y en ese momento no pensó en informar a sus superiores —la interrumpió Callaghan desde el otro lado de la mesa, mirándola con agresividad.

—Señor, el agente Jones era mi superior inmediato. Y me preocupaba mi seguridad. Sin embargo, me arrepiento de mis actos.

Murdoch tenía el rostro impasible. Asintió con gravedad.

—Este asunto lo podemos abordar más tarde. —Se giró hacia Ben—. Hablemos de usted. He visto su informe militar. Sabemos perfectamente quién es. Así que no tiene sentido que finja.

Ben mantuvo su mirada fija.

—No tenía intención de ocultarles nada.

—Fue contratado por la familia de la señorita Bradbury para localizarla.

Ben negó con la cabeza.

—Estaba ayudando a un amigo. No tenía ninguna implicación profesional.

—Lo que usted diga, pero el recuento de cadáveres hace que esto empiece a parecer una de sus viejas operaciones militares. Primero en Grecia. Después en Georgia. Luego en Montana. Nuestro equipo de investigación todavía está sacando muertos del hotel Mountain View. Tanto exagentes del Gobierno como agentes en activo. La granja donde lo encontramos parece una zona de guerra. Por lo que puedo ver, comandante Hope, ha dejado una estela de caos y devastación tras usted.

—Solo cuando alguien se interponía en mi camino —dijo Ben—. Y puede llamarme señor Hope.

—Correcto. Veo que está retirado.

—Soy estudiante de teología.

Los labios de Murdoch se curvaron en la más leve de las sonrisas.

—Entonces, ¿le importaría contarme lo que ha ocurrido exactamente con el secuestro de Bradbury?

—En realidad no tenía nada que ver con Zoë Bradbury —dijo Ben—. Ella es una parte secundaria de todo. Se trata de algo más grande. Mucho más grande.

—¿Como qué?

—Como la guerra —dijo Ben—. La guerra para acabar con todas las guerras.

—No le encuentro el sentido. —La voz de Murdoch retumbó—. Vayamos a lo último. Está afirmando que el agente especial Jones formaba parte de una especie de organización fantasma que operaba desde dentro de la agencia.

—Justo delante de sus narices. Él y sus socios han estado utilizando sus recursos para su objetivo.

—¿Qué es?

—Me llevó un tiempo entenderlo —dijo Ben—. Pero, como ya le he dicho, estudio la Biblia. Todo está ahí. Ha estado ahí durante miles de años, en las escrituras proféticas.

Callaghan negó con la cabeza, estaba confundido.

—El Apocalipsis —explicó Ben.

—Denos un respiro —se mofó Callaghan—. ¿La profecía? ¿El número de la bestia?

—¿Puede hacer que este imbécil se calle? —le pidió Ben a Murdoch.

—Cállese, Callaghan —dijo el grandullón sin dejar de mirar a Ben—. Señor Hope, le agradecería que me lo explicara con claridad.

—La organización es una célula cristiana evangélica militante. Su objetivo es dar un golpe terrorista en Jerusalén.

Callaghan se echó a reír. Murdoch le lanzó una mirada, mientras mantenía la expresión seria.

—Si no me cree a mí —dijo Ben—, quizá crea a uno de los suyos. Ustedes me quitaron el teléfono en la granja. Déjemelo.

—¿A quién quiere llamar? —dijo Callaghan riéndose—. ¿A su abogado o a su sacerdote?

—Dele el teléfono —dijo Murdoch.

Callaghan hizo un gesto exagerado de rendición, metió la mano en su maletín y sacó una bolsa de plástico transparente. La volcó y sacó el teléfono. Ben lo cogió, lo encendió y buscó en el menú. A continuación, colocó el teléfono encima de la mesa con la pantalla mirando hacia los dos hombres y puso el vídeo que había grabado.

Jones apareció en la diminuta pantalla. Habló. Ambos observaron y escucharon. Callaghan se aflojó la corbata y se removió incómodo en la silla. La expresión pesarosa de Murdoch se oscureció. La reproducción finalizó con la imagen de Jones saliendo de plano y el sonido del poste de madera atravesándole el cuerpo al precipitarse hacia la muerte. Ben cogió el teléfono y lo apagó.

—Se habrá dado cuenta de que esta confesión se obtuvo de manera ilegal —le advirtió Murdoch—. No constituye ninguna prueba.

—No hay mucho de legal en todo este asunto —dijo Ben—. Le inyecté el suero de la verdad que el agente especial Jones iba a administrarle a Zoë Bradbury. Y no tenían precisamente receta médica.

Murdoch lo miró de un modo feroz.

—Siga hablando.

Ben les informó de lo que sabía. Empezó por el principio y fue avanzando hasta el final, sin dejarse nada. Para cuando terminó, supo que había captado toda la atención de Murdoch. En su frente se dibujaban profundos surcos.

Pero Callaghan lo miraba con escepticismo.

—Ese tal Slater, el tipo del que dice que Jones seguía órdenes… Es una lástima que no mencionara su nombre durante su declaración.

—Es cierto —interrumpió Alex, mirando nerviosamente a Ben.

—¿Conoció personalmente a ese hombre? —le preguntó Callaghan con voz áspera.

Vaciló un instante, luego negó con la cabeza.

—No, señor, personalmente no.

Callaghan sonrió y señaló a Ben.

—Entonces solo tenemos su palabra.

—¿Sabe su nombre de pila? —preguntó Murdoch.

—No tuve oportunidad de preguntárselo —contestó Ben—. No llegamos a intimar tanto.

—Entonces, básicamente, no tiene ni idea de quién es —dijo Callaghan.

—Puedo describirlo —dijo Ben—. Es más o menos de mi edad, caucásico, norteamericano, pelirrojo, de constitución delgada, uno metro setenta y cinco más o menos, profesional, adinerado, reloj caro.

—No es que sean unos datos muy concretos —soltó Callaghan.

—Aun así, me gustaría saber más sobre él —interrumpió Murdoch—. Si ese tipo existe, está en nuestra base de datos. —Apoyó las manos en la mesa, frunció los labios, concentrado—. Dejemos eso a un lado. No entiendo lo que me está contando. ¿Por qué quiere empezar una guerra un grupo cristiano?

—Lo diré de una manera sencilla —dijo Ben—. Alguien está organizando un atentado para obligar a que se cumpla la profecía bíblica. Quizá porque creen que va a ocurrir. Quizá porque están cansados de esperar a que Dios haga el primer movimiento. O quizá sea un truco, para conseguir que parezca como si estuviera a punto de hacerse realidad y engañar así a millones de creyentes para que piensen que el fin de los tiempos está a punto de comenzar. De todos modos, yo creo que el motivo es, en gran parte, político.

—¿A quién implica? —preguntó Murdoch con calma—. ¿Y a qué escala?

—No lo sé, pero a gran escala. Sean quienes sean, tienen mucho que ganar al conducir al mundo hacia la guerra y generar el pánico colectivo, o la euforia colectiva, entre un núcleo de más de cincuenta millones de votantes americanos.

—Eso es absurdo —espetó Callaghan—. Una locura. Una simple especulación.

Murdoch lo ignoró, mientras observaba a Ben con una mirada que decía que ahora se lo estaba tomando muy en serio.

—¿Cómo ha llegado a esa conclusión?

—Piense en Jerusalén desde un punto de vista estratégico —dijo Ben—. Tiene los puntos más sagrados del judaísmo y el islamismo uno al lado del otro en la misma ciudad. Un lugar de ira y frustración. Un polvorín político, esperando que una chispa lo haga estallar. Y es la zona cero para el movimiento del fin de los tiempos. Cincuenta millones de pares de ojos clavados en ella, que interpretarán cada incidente que tenga lugar allí y cada cambio en política mundial como algo estricta y exclusivamente vinculado a la profecía del día del Juicio Final de la Biblia.

Murdoch asintió.

—Vale, estoy de acuerdo. Continúe.

—La profecía dice que la guerra comenzará con un ataque contra el pueblo elegido de Israel —dijo Ben—. Ahora, ¿qué haría si quisiera poner en marcha algo así?

Murdoch se quedó pensando durante un momento.

—Aprovecharía la tensión religiosa en Jerusalén. Buscaría un modo de incitar a los líderes musulmanes a que quisieran atacar a los judíos; todo un éxito.

—Entonces el primer golpe tendría que ir dirigido a los musulmanes —dijo Ben—, con el convencimiento de que el mundo islámico querría lanzar una fuerte represalia contra sus enemigos.

—Por lo tanto, estamos considerando un ataque inicial contra el islam.

Ben asintió.

—Correcto. Algo que afectara de un modo considerable al mundo islámico. Algo concebido para asustarlos y provocarlos como nunca se ha hecho antes y que garantizaría conseguir ese tipo de respuesta radical por su parte.

Murdoch levantó las cejas.

—¿Concretamente?

—Solo es una suposición —dijo Ben—: Un acto terrorista. Un asesinato a gran escala. Muy arriesgado y muy ofensivo para ellos.

Murdoch chasqueó la lengua.

—Un terreno demasiado amplio. No tenemos idea de lo que han planeado ni de quién sería responsable. No sabemos por dónde empezar.

—Sabemos dos cosas —dijo Ben—. Uno, que va a ocurrir, más o menos, en las próximas veinticuatro horas. Y dos, que se va a culpar a un operativo judío.

Callaghan hizo una mueca y dio una palmada en la mesa.

—Eso es ridículo.

Murdoch no le prestó atención.

—Les voy a contar por qué me preocupa todo esto —dijo. Se volvió hacia la ventana espejada y Ben se dio cuenta de que había estado en lo cierto. El grandullón hizo un gesto—. Detened la grabación, parad la transcripción.

A continuación, se volvió a girar hacia Ben y Alex. Frunció el ceño.

—Lo que voy a contarles no saldrá de esta sala. Hace tres meses, un agente israelí del Mossad, un asesino profesional conocido en la CIA como Salomón, desapareció repentinamente. En teoría, estaba muerto. No se encontró el cadáver y nadie ha dado un paso adelante para reivindicar su asesinato, en caso de que se hubiera perpetrado. Esto es especular demasiado, pero no creo que resulte muy difícil unir la desaparición de Salomón con lo que me ha contado.

—No me sorprendería que encontrara sus huellas en el arma del crimen —dijo Ben—. Y su cartera repleta de tarjetas de crédito cerca. —Sonrió—. Como las que por casualidad encontraron entre los escombros carbonizados del 11-S, con los carnés de identidad de los terroristas dentro.

Murdoch entrecerró los ojos.

—Voy a ignorar ese comentario.

—Lo sé todo sobre guerra sucia —dijo Ben—. Nunca te acostumbras, eres un mero instrumento que no sabe cómo funciona el juego.

Callaghan se dejó caer en el respaldo de la silla, mirando fija y seriamente a su colega.

—No se irá a tomar en serio a este hombre, ¿verdad, señor? Es una bomba de relojería. Un anarquista.

Murdoch se giró lentamente y le lanzó una mirada de odio.

—De hecho, me tomo esto muy en serio —dijo con gran estruendo—. Y, Callaghan, si no tiene nada constructivo que decir, le sugiero que no diga nada en absoluto.

Callaghan se quedó callado.

Murdoch se apoyó en la mesa. Se pellizcó el caballete de la nariz, luego espiró sonoramente.

—Vale —dijo—. Voy a tener que aclarar todo esto con mis superiores. Pero para cuando oigan lo que tengo que decirles, es muy probable que usted, señor Hope, esté volando rumbo a Israel.

—¿Para hacer qué?

—Para tratar de impedir que ocurra esta catástrofe, en el caso de que sea lo que se está planeando. Se le proporcionará todo lo que necesite una vez haya aterrizado en Jerusalén. Callaghan le pondrá en contacto con la gente que tenemos allí.

Ben negó con la cabeza.

—No trabajo para usted.

—Considérese reclutado. Extraoficialmente, por supuesto.

—Ya le he dado la información —dijo Ben—. He cumplido con mi parte. Ahora quiero irme a casa. Es su problema.

Los surcos de la frente de Murdoch se hicieron más profundos.

—Creo que si tiene razón en esto, la tercera guerra mundial será un problema de todos. Y, aparentemente, no disponemos de mucho tiempo para encontrar una solución. —Chasqueó la lengua con aire pensativo—. No puedo enviar a nuestros agentes para esto. Es el tipo de situación en la que un extraño me resulta más útil. Alguien que no los conduzca hasta nosotros.

—Se refiere a si me ocurriera algo —dijo Ben—. Daños colaterales. Fácil de esconder.

—Considérelo como un favor hacia nosotros —dijo Murdoch—. Y, por supuesto, le mostraremos nuestro agradecimiento olvidando el incidente de Georgia. Quizá podamos encontrar a algún delincuente con otros asesinatos a sus espaldas al que poder colocarle el de los policías. ¿Me entiende?

—Señor, le recuerdo que soy testigo del hecho de que el agente Jones asesinó a esos dos oficiales —protestó Alex.

—Creo que debería mantener la boca cerrada, agente Fiorante. También está el tema de su implicación en todo este asunto. Usted admite haber disparado a un compañero. Eso no es algo que podamos pasar por alto. —Murdoch se acomodó en la silla y cruzó las manos sobre el estómago—. Usted dirá, señor Hope. O coopera con nosotros en este asunto, o se le acusará del asesinato de dos agentes de policía y de varios agentes del Gobierno. Y la agente Fiorante se pasará los siguientes diez años en una prisión federal por sus propias acciones. Usted elige.

—¿Qué le hace pensar que soy el hombre adecuado para el trabajo?

—Dejémonos de tonterías, comandante. El tiempo corre. Si resulta ser una situación de francotirador contra francotirador, tengo pruebas que me demuestran que usted es casi el mejor del mundo para realizar este trabajo.

Murdoch se metió la mano en el bolsillo y sacó una caja de cerillas. Abrió la cajita deslizándola con el dedo. Sacó una cerilla gastada y la tiró a la mesa.

—¿Le suena?

Ben se quedó mirándola.

—Digamos que acepto. Tengo algunas condiciones.

Murdoch asintió.

—Soy un hombre razonable. Le escucho.

—Quiero que Zoë Bradbury vuelva a casa con su familia.

—No es una opción —interrumpió Callaghan—. Es una testigo.

—También es una víctima —dijo Ben—. Una víctima del hecho de que su agencia sea corrupta y la gente que está dentro esté abusando de su poder. Así que, a no ser que quiera que esa información salga de aquí, ordenará que la lleven a casa con vigilancia estricta y que tenga protección policial de máxima prioridad en el Reino Unido hasta que atrapen a esa gente.

Murdoch lo pensó durante un momento.

—Vale, de acuerdo. Pero tendrá que volver para declarar, si hiciera falta.

—Y quiero que me garantice que, a cambio de mi cooperación, se retirarán todos los cargos de los que se acusa a la agente Fiorante.

Murdoch asintió despacio.

—¿Algo más?

—He dejado en Grecia una situación complicada. Hay un comisario de policía en Corfú llamado Stephanides al que seguramente le gustaría volver a saber de mí.

Murdoch hizo un gesto con la mano.

—Podemos encargarnos de eso. Como si nunca hubiera oído hablar de usted. ¿Algo más?

—Eso es todo.

—Entonces, tenemos un trato —dijo Murdoch—. Ya está de camino a Jerusalén.