33
Montana
El día anterior
El doctor Joshua Greenberg salió de la autopista y aparcó el Honda de alquiler en la puerta de una cafetería de carretera. Cogió su cartera del asiento del pasajero y bajó del coche gruñendo. Llevaba mucho tiempo conduciendo. Se estiró y se frotó los ojos.
Un camión Freightliner pasó con un estruendo por su lado levantando una ráfaga de viento y una nube de polvo y gasóleo. El doctor se giró hacia la cafetería y, con movimientos lentos y rígidos, subió los dos escalones hasta la entrada. El lugar estaba tranquilo, había unos pocos camioneros hoscos y un par de familias almorzando. Se dirigió a uno de los reservados del rincón, se sentó en el asiento de vinilo rojo y pidió un café. No le apetecía comer nada. El líquido marrón que la camarera le puso debajo de la nariz no era en realidad café, pero se lo bebió de todos modos.
Se quedó allí sentado durante treinta minutos, mirándose fijamente las manos apoyadas sobre la mesa. Tenía que continuar la marcha. Estarían esperando que volviera al centro para entregarle el paquete a Jones. Todavía quedaban dos horas de camino.
Soltó una risa, breve y amarga. Centro. Era una buena palabra para describir un hotel casi en ruinas en mitad de ninguna parte que se estaba utilizando como centro de detención ilegal para una chica inocente secuestrada.
Miró la cartera que tenía a su lado en el asiento. La cogió, abrió el cierre, metió la mano y sacó una botellita. La puso encima de la mesa delante de él. Era de vidrio color ámbar y simplemente contenía unos 100 mililitros de líquido transparente ligeramente viscoso. No llevaba etiqueta. Parecía bastante inocuo. Podría ser cualquier cosa, incluso algún tipo de remedio de hierbas inofensivo. Pero él sabía que si vaciara el contenido en la cafetera que borboteaba detrás de la barra, todas las tazas que se sirvieran convertirían a sus bebedores en candidatos al manicomio en un día.
Primero se volverían extraordinariamente habladores y desinhibidos, exteriorizando sin ningún problema incluso sus secretos más íntimos. A continuación, la droga actuaría directamente en su mente inconsciente, liberando cualquier atisbo de oscuridad de su interior, todos los miedos reprimidos, toda la ira y resentimiento, todos los pensamientos perturbadores o violentos. Todo rebosaría, abrumando a la mente consciente con una ola de furia y terror, la gama completa de los sentimientos más extremos que un ser humano podría experimentar, todos al mismo tiempo, de forma implacable, durante horas.
No había manera de detener las reacciones. La locura era el resultado inevitable, y no había antídoto.
Se estremeció. Y él iba de camino a entregárselo a Jones para que se lo diera a una chica inocente. Para destruirla para siempre.
Hundió la cabeza entre las manos.
¿Cómo coño me he metido en este horrible asunto?
Lo sabía perfectamente. Una pequeña equivocación, que se añadía a los errores que había cometido en su pasado y que pensaba que ya había dejado atrás. Una pequeña equivocación que lo había arruinado todo.
Joshua Greenberg provenía de una familia pobre y se había pasado la vida tratando de compensarlo. Su padre era un obrero industrial de Detroit y su madre, limpiadora de oficinas. Los dos se habían dejado la piel para que su único hijo fuera a la universidad. Él había hecho que se sintieran orgullosos, se licenció en medicina y continuó con la especialidad de neurología y psiquiatría. A los cuarenta y ocho años, era un hombre de éxito con su propia consulta privada en Nueva York y un puesto de profesor en Columbia, donde era jefe de su departamento. Tenía una gran casa en los Hamptons, de casi una hectárea, con piscina y cuadra; todo lo que su mujer, Emily, siempre había deseado. Sus dos hijas adolescentes tenían los caballos árabes que siempre habían querido y había construido un lujoso edificio anexo a la casa para que sus ancianos y orgullosos padres pudieran estar cerca.
El fantasma de su pasado era algo a lo que nunca pensó que volvería a enfrentarse. Había ocurrido en su primer año de universidad. Era un chico de dieciocho años nervioso por estar por primera vez fuera de casa. Su compañero de habitación se llamaba Dickie Engels.
Nunca olvidaría a Dickie. Era el hijo de un abogado y los dos años que compartió con Joshua, los pasó viajando por Francia e Italia, lugares que a él le parecían tan lejanos como la Luna. Comparado con Joshua, Dickie era un verdadero hombre de mundo. Fumaba cigarros Sobranie Black Russian, sabía de vinos y había leído a Tolstói y a James Joyce. Durante seis meses, Joshua lo idolatró desde lejos, esperando fervientemente que sus ardientes sentimientos no se mostraran. Una vez, achispado después de beberse la primera copa de champán de su vida, había estado a punto de besar a Dickie. Nunca ocurrió, pero poco después, este pidió que le cambiaran de habitación. A los pocos meses, Joshua había conocido a Emily y el vergonzoso incidente fue olvidado. Se mudó y comenzó una nueva vida.
Hasta que ocurrió lo de James, catorce meses atrás. Recordaba perfectamente la primera vez que vio a su deslumbrante nuevo alumno. El cabello negro, la piel satinada, los profundos ojos marrones. De pronto, los viejos sentimientos reaparecieron y empezaron a tomar el control. No se trataba de un simple enamoramiento. Además, el guapo joven parecía sentir lo mismo y, casualmente, cada vez mostraba más interés en su gordo profesor de mediana edad. Al principio, Joshua había intentado evitarlo, y rechazaba las repetidas invitaciones a «un café alguna vez».
Entonces un día, Emily le anunció, para horror de Joshua, que había planeado organizar una fiesta en su casa para todos los estudiantes de primer año. No había escapatoria, y Emily podía llegar a ser muy convincente. Habría resultado extraño negarse.
La noche de la fiesta hubo una gran tormenta. Joshua estaba preparándose una copa en la cocina cuando sintió que algo le rozaba el brazo. James se había acercado sigilosamente por detrás. Se besaron bajo la luz de los rayos.
Joshua estaba locamente enamorado. Después de aquella primera noche, habían empezado a quedar en su coche en el aparcamiento de la facultad. Al recordarlo, le parecía una locura. James nunca había llegado hasta el final con él, siempre encontraba una excusa para irse cuando el toqueteo se volvía más intenso. Joshua se había aficionado a pasearse bajo la ventana de su alumno por la noche, con la esperanza de verlo, diciéndole a Emily que se quedaba trabajando hasta tarde.
Un día, se encontró con que James ya no estaba. A Joshua le dijeron que se había cambiado a UCLA. Nunca volvió a saber de él.
Pero tenía mayores preocupaciones que un corazón roto. El día después de que James desapareciera, llegó por correo el devastador paquete. Las fotos eran nítidas, y las caras, inconfundibles. La nota era breve e iba al grano. Contactarían con él y le agradecerían que colaborara.
Al principio Joshua se había sentido obligado a explicárselo todo a Emily. Ella lo entendería. Pero luego se dio cuenta de que no, Emily no lo entendería. Emily perdería el control. Lo abandonaría, se llevaría a sus preciosas hijas. Él perdería su casa. Sus padres se morirían de la vergüenza. Después, sin duda, las fotos acabarían delante de las narices de sus jefes de la universidad. Su carrera como profesor se acabaría y el escándalo arruinaría también su consulta.
Pasaron unas semanas antes de que volvieran a ponerse en contacto con él. La llamada telefónica había durado veinte minutos y las instrucciones habían sido claras. Él le había dicho a Emily que se iba a un seminario. Alguien había fallado en el último momento y lo necesitaban.
Aquel fue el principio de bastantes seminarios inesperados que alejaban a Joshua de su casa durante semanas seguidas. Nunca supo quién era en realidad su jefe. Le pagaban generosamente, y él intentaba no pensar demasiado en lo que le estaban obligando a hacer.
Las sesiones tenían lugar en unos grises edificios anónimos en la otra punta del país. Casi siempre era lo mismo. Un coche lo recogía en el aeropuerto, los hombres trajeados lo llevaban hasta allí en silencio y lo hacían pasar a una silenciosa sala vacía donde tenían retenidos a los sujetos. Algunos de los programas de modificación de conducta experimentales implicaban medicamentos extraños y técnicas de lavado de cerebro. A Joshua le exigían que evaluara el estado mental de los sujetos, que realizara pruebas y administrara tratamientos de los que nunca había oído hablar. Nunca supo quiénes eran esos hombres. Intentó convencerse de que todo aquello tenía que ser por el bien de su país. Pero a veces, por la noche, se despertaba empapado de sudor al recordar las cosas que había visto y que había ayudado a llevar a cabo.
Una o dos veces había intentado escapar, pero entonces volvían a aparecer las fotos y las amenazas.
Pero esta vez era diferente. Era peor. El enfoque era totalmente diferente. El lugar al que había tenido que ir, en las recónditas tierras de Montana, era oscuro y ruinoso. Todo el sistema era inadecuado. El sujeto no era un hosco prisionero que pudiera inducirle a pensar que suponía algún tipo de amenaza para la seguridad nacional. Era una simple chiquilla, y lo estaban obligando a destruirla. Jones lo aterraba. Todos lo hacían, incluso Fiorante, la alta y atractiva pelirroja, la más joven y la única mujer del equipo. Era guapa, pero estaba seguro de que también era peligrosa.
Joshua volvió a mirar fijamente la botella que había en la mesa y supo que no podía seguir con aquello. La iba a sacar de allí. Y entonces volvería a Nueva York y se lo contaría todo a Emily. Pondría las cartas bocarriba. Ya no se preocuparía más.
Se marchó de la cafetería y continuó el viaje, planeando lo que iba a hacer. De camino, se paró en un pueblo y encontró una pequeña tienda donde compró lo que necesitaba. Lo escondió en la parte de atrás del coche. Después continuó por la larga y sinuosa carretera hacia tierras remotas.
El hotel apareció imponente ante él al aparcar el Honda cerca de la entrada. Salió del coche, cogió sus cosas y se abrochó el abrigo largo que llevaba. Luego subió con brío los escalones hasta las puertas de cristal. Marcó el código de seguridad en la pantalla de la pared, esperó a escuchar el clic y empujó la puerta para entrar.
Aquel detestable olor familiar inundaba los lúgubres pasillos. Al parecer no había nadie. Comprobó la hora, su frente estaba empapada de sudor. Tenía palpitaciones.
Subió rápidamente al último piso, a la habitación de Zoë. El mismo hombretón con traje oscuro estaba allí, como siempre, sin dejar de mirarlo mientras se acercaba.
—¿Cómo es que lleva un abrigo tan grueso, doctor?
—Me he resfriado —contestó Joshua. Sorbió para darle credibilidad.
—Está sudando.
—Puede que sea gripe. ¿Puedo entrar?
—No está programado que la visite —dijo el agente.
—Ya lo sé —tartamudeó Joshua—, pero me dejé la BlackBerry dentro.
—De todas formas, aquí no hay señal, doctor.
—Ya, pero la necesito. Tengo cosas importantes dentro.
—Qué descuidado —comentó el agente.
—Lo sé. Lo siento.
—Un minuto —dijo el agente—. Ni uno más.
—Gracias.
Joshua sonrió ligeramente y entró por la puerta. Se cerró detrás de él y escuchó el clic del seguro.
Zoë había estado durmiendo. Se incorporó en la cama, sorprendida al verle allí de pie con el pelo hecho un desastre y sin su bata blanca habitual.
—No debería estar aquí —susurró—. Haz lo que yo te diga y no preguntes. Te voy a sacar de aquí.
El agente estaba pensando en su pausa para el café cuando escuchó el alboroto que salía de la habitación. Ladeó la cabeza y escuchó atentamente durante un momento, luego abrió la puerta e irrumpió.
La chica estaba tumbada en el suelo al lado de la cama. Tenía las rodillas levantadas hacia el pecho y estaba temblando violentamente. El guardia se quedó mirándola fijamente.
El doctor estaba arrodillado en el suelo al lado de ella. Levantó la mirada alarmado.
—Está enferma. Muy enferma.
—¿Qué coño ha pasado? —preguntó el agente horrorizado.
—Algún tipo de ataque —contestó el médico—. Se despertó cuando entré y lo siguiente que sé es que tenía convulsiones. Quédate aquí, tengo algunos medicamentos en el coche. —Se levantó de un salto y se dirigió hacia la puerta.
—¿Qué hago?
—No hagas nada. No la toques. Simplemente quédate con ella.
El agente se quedó allí de pie, mirándola fijamente. La chica no dejaba de temblar, rígida. Tenía el pelo húmedo. Echaba espuma por la boca. De pronto, empezó a pensar en lo que le harían por dejar que la chica se pusiera enferma durante su guardia. Le dio gracias a Dios porque el doctor estuviera allí.
Eso fue lo último que pensó.
Joshua había salido de la habitación. Se había desabrochado el abrigo rápidamente y había sacado el bate de béisbol que había llevado metido en el cinturón, con el mango bajo la axila. Volvió a la habitación, sujetando el bate con ambas manos. Tenía la boca seca. En la universidad había sido un jugador aceptable. La idea de estrellarle un bate a un hombre en la cabeza le causaba horror, pero no tenía elección. Se balanceó para coger impulso y sintió la horrible vibración sorda que bajaba por el mango. El agente se desplomó en el suelo, bocabajo.
Zoë se levantó con movimientos torpes, escupiendo espuma y trozos sin disolver de comprimido efervescente. Se quedó mirando horrorizada el cuerpo despatarrado del agente.
—Date prisa —susurró Joshua. Soltó el bate. Se quitó el abrigo y se lo echó a Zoë por los hombros. La cogió del brazo, la sacó de la habitación y cerró la puerta al salir.
Zoë miraba frenéticamente en todas direcciones mientras él la conducía por el pasillo hacia la escalera de servicio que al parecer nadie utilizaba. Estaba débil por el cautiverio y la falta de ejercicio, y respiraba con dificultad mientras bajaba corriendo la escalera. Joshua la agarró más fuerte del brazo. A él también le latía el corazón frenéticamente.
En el rellano siguiente, Joshua echó un vistazo por las puertas contra incendios y vio que el pasillo estaba vacío. Tiró de su brazo y entraron corriendo. Ella se tropezó y él la ayudó a levantarse.
—Más despacio —dijo ella casi sin voz.
—No puedo. Tenemos que salir. Ya queda poco.
Se abrió una puerta lateral y, de pronto, tenían delante a la agente Fiorante. Los dos se pararon en seco, con los ojos como platos.
Pero la mujer no se movió. No dijo nada.
Algo le decía que tenía que seguir corriendo. Continuó rápidamente, arrastrando con él a Zoë.
—Nos ha visto —dijo presa del pánico.
Él no contestó. El vestíbulo de entrada estaba justo delante. Ahora corría lo más que podía.
Diez metros para llegar al vestíbulo. Cinco.
Ya tenía la mano en el frío metal del tirador de la puerta principal.
Entonces, una voz atravesó el vacío edificio.
—¿Adónde cree que va, doctor?
Joshua se giró. Jones estaba de pie en el pasillo, a pocos metros de él. A su lado estaba Fiorante. Dos agentes más venían corriendo por detrás, con las pistolas en la mano.
Joshua sacó las llaves del coche del abrigo y se las puso a Zoë en la mano.
—El Honda azul —dijo jadeando—. Vete. Sal de aquí. Ahora.
Él sabía que no iban a disparar a Zoë. Lo que le pasara a él le daba igual, ya no le importaba.
Jones avanzó un poco, con la pistola a un lado.
Zoë dudó.
—¡Vete! —le gritó Joshua.
—No tienes adónde escapar, Zoë —le dijo Jones tranquilamente mientras se acercaba. Estaba sonriendo—. Ahí fuera te espera una jungla. Estás más segura con nosotros.
Zoë estaba petrificada en la puerta de entrada. Miró a Joshua con impotencia, y luego a los agentes. La mujer no la miraba a los ojos.
Entonces Jones dio tres pasos más y ella gritó cuando sus fuertes dedos la agarraron por la muñeca y la apartaron de la puerta con un fuerte tirón. La arrojó a los brazos de los otros dos hombres. Zoë forcejeó y pataleó, pero estaba débil. La cogieron de los brazos mientras Jones se giraba hacia Joshua Greenberg.
—No le hagas daño —suplicó Zoë—. No…
Mientras los dos agentes la arrastraban por el pasillo, escuchó un disparo y, al girarse, vio la sangre que salpicaba la puerta de cristal y al doctor desplomarse a los pies de Jones.
Gritó todo el camino de vuelta a la habitación.