30
Ben abrió la funda y observó el rifle de precisión que contenía.
—¿Puedo?
—Todo tuyo —dijo Carl.
Ben sacó el arma del forro de espuma y la revisó. Era un rifle de cerrojo Winchester modelo 70, con cartuchos de 300 H &H Magnum, un calibre sumamente potente que lanza su fina y puntiaguda bala a más de sesenta metros por segundo. El tipo de rifle que, en manos de un tirador de talento, podía alcanzar distancias increíbles. Un instrumento de primera categoría al que seguramente se habían dedicado cientos de horas para acercarlo tanto a la perfección como fuera humana y mecánicamente posible. Contaba con un pesado cañón de competición. El mecanismo era impecable y solo el visor ya valía más que el Chrysler que conducía.
Sacó un cigarrillo, abrió su Zippo y giró la rueda. No tenía gas. Soltó un taco en voz baja y se palpó los bolsillos buscando la caja de cerillas que recordaba haber cogido del hotel. La encontró, prendió una cerilla y se encendió el cigarrillo.
—¿Hay algo que tenga que saber?
—El gatillo es muy ligero. Ten cuidado con los tiros accidentales.
—¿A qué distancia está ajustado el cero?
—El punto de mira está a doscientos cincuenta metros —dijo Carl.
Ben asintió mientras giraba el rifle y echaba un vistazo por el visor. Volvió a guardarlo en la funda, abrió la caja de munición de Carl e inspeccionó uno de los largos y estrechos cartuchos.
—¿Cargas a mano tu propia munición?
Carl asintió. Ben percibió en los ojos de Carl el amor que sentía por aquel deporte, pues relucían a pesar del dolor. Los tiradores al blanco como Carl dedicaban una enorme cantidad de energía y tiempo a fabricar a mano su propia munición para los concursos. Tras seleccionar la mejor combinación de vaina, bala y pólvora, lo juntaban con extrema precisión y con atención al mínimo detalle; para ello utilizaban las prensas de carga manual más caras que se podían permitir y trataban de conseguir la máxima perfección en el funcionamiento y la precisión. Y todo para que el tirador pudiera perforar un pequeño agujerito en un trozo de papel. Todo su mundo se reducía a un circulito negro en un fondo blanco. Cuanto más juntos pudiera agrupar esos agujeritos negros en el centro justo del círculo, más trofeos podría llevarse a casa.
Ese era el gran abismo que separaba a los tiradores al blanco puros como Carl de los hombres que estaban entrenados para utilizar esos rifles con un blanco real, un blanco humano. Ben había sido uno de esos hombres, hacía tiempo. Se preguntó si el joven tirador tendría idea de la espeluznante destrucción que un cartucho como aquel podía causar en un hombre cuando se utilizaba para ese propósito. A mil metros, el arco descendente que trazaba una bala al quedarse sin energía cinética se suponía que daría en el blanco desde arriba. Apuntar a la frente de un hombre desde una distancia tan amplia significaba que el disparo le daría en la coronilla y le perforaría el cuerpo de arriba abajo.
Ben era un joven soldado del SAS cuando vio por primera vez los restos de un hombre al que le habían disparado de ese modo. Al soldado iraquí lo había alcanzado una bala de calibre 50 de un francotirador situado a un kilómetro de distancia. Lo había destrozado, explotó en mil pedazos por el proyectil y el choque hidrostático posterior. Encontraron uno de sus brazos a casi cien metros de distancia.
La imagen del cadáver destrozado había perseguido a Ben durante mucho tiempo. Lo que más le había obsesionado era que aquel tiro extremadamente largo había sido realizado desde un agujero, en lo alto de una montaña, por un francotirador que había esperado durante horas con una calma absoluta, y este había sido él.
Pero aquel día, las únicas víctimas serían trozos de papel hechos trizas. Eso hacía que el arma aterradora que sujetaba pareciera casi benigna.
—¿Crees que puedes hacerlo, Benedict? —preguntó la señorita Vale, observándolos con preocupación.
—Puedo intentarlo —contestó—. Hace mucho tiempo que no disparo un rifle.
—Rezaremos por ti. Carl, tienes que ir al hospital. ¿Te puede llevar Andy o quieres que llame a alguien?
—Yo no me voy de aquí hasta que no se acabe la prueba —dijo Carl—. Quiero verle.
La voz del juez del concurso anunció por los altavoces que la competición de rifle de gran calibre estaba a punto de comenzar.
—Será mejor que nos demos prisa —dijo la señorita Vale.
Ben tiró el cigarrillo, cogió la funda de rifle y su bolsa y se dirigió a las líneas de los participantes. Carl lo siguió, con los ojos rojos por el dolor y agarrándose la mano. La señorita Vale se acercó a hablar con el juez de la competición y solo tardó treinta segundos en convencerlo de que dejara participar al tirador sustituto.
Había treinta participantes en la línea de tiro. Ben levantó el cordón y ocupó su posición. Dejó la bolsa a un lado de su esterilla y la funda de rifle en el otro. Abrió la funda y sacó el Winchester. Ya no había tiempo para tiros de observación, ni para calentar el cañón del rifle. A cien metros, los oficiales de campo estaban cambiando los blancos de práctica por unos nuevos.
Al ponerse las orejeras electrónicas de Carl y tenderse en decúbito prono, posición que le habían inculcado en su instrucción como francotirador mucho tiempo atrás, Ben esperó no haber asumido más de lo que podía afrontar. El corazón le latía muy deprisa. Hacía mucho tiempo que no disparaba de ese modo. Demasiado tiempo.
Echó un vistazo al tirador de la calle de al lado. Su nombre estaba estarcido, al estilo militar, en un lado de la caja de municiones de metal verde: «B. L. Johnson». El francotirador exmarine que había mencionado Carl. Durante un segundo, se miraron a los ojos. Johnson tenía el aspecto que no tenía Carl, el aspecto de un hombre que no había disparado únicamente a blancos de papel. Johnson le dirigió una sonrisa, ni cordial ni agresiva. Sencillamente, una sonrisilla de complicidad. Después volvió a su rifle.
Ben notó que el corazón se le empezaba a acelerar cuando miró los blancos a través del visor. Solo estaban a cien metros, pero la superficie del blanco no superaba el tamaño de un plato llano. Estaba dividido en una serie de anillos concéntricos, y en el centro había un círculo negro del tamaño de un platillo. Y justo en el centro de ese círculo negro, había otro que los tiradores llamaban el «anillo X». Era del tamaño de una moneda grande. El anillo X valía diez puntos, el siguiente hacia fuera valía nueve, el siguiente ocho y así sucesivamente.
Las reglas del torneo eran muy sencillas. Los tiradores tenían que alcanzar los blancos a cien, quinientos y mil metros. Diez disparos por blanco y los que quedaran por debajo de una puntuación de noventa estaban descalificados. El recorrido de tiro era difícil. Ben contuvo el aire al abrir el cargador y accionar el suave cerrojo del Winchester.
Allá vamos.
Los espectadores estaban en silencio.
Miró hacia atrás y vio a Carl, a la señorita Vale y a sus dos ayudantes juntos detrás del cordón, a veinte metros de la línea de tiro, observando. Junto a la anciana estaba Cleaver, mirándolo con frialdad.
El juez dio la orden para que comenzaran a disparar.
Ben quitó el pestillo del seguro. Hizo un cálculo balístico rápido y dejó que las líneas del punto de mira planearan sobre un punto unos centímetros por debajo del centro del blanco para ajustar el cero a trescientos metros.
A su izquierda, el rifle de Billy Lee Johnson tronó, levantando una nube de polvo hasta la boca de fuego.
Ben controló su respiración. Las líneas del visor temblaban rodeando el blanco. Arriba, abajo, a ambos lados. El sudor que le bajaba por la frente hacía que le picaran los ojos. Parpadeó.
Volvió a ver la imagen de Charlie. Pensó en las víctimas de la bomba de Corfú, en los mutilados y en los muertos. Pensó en Nikos Karapiperis, en Zoë Bradbury y en el tormento por el que estaba pasando su familia. Pensó en Rhonda y en el bebé que nunca conocería a su padre. Todo por culpa del hombre que estaba detrás de él. Podía sentir la presencia de Cleaver allí, casi rozándole.
Cada persona reacciona de un modo diferente ante la ira. Para algunos, era un tipo de estrés que afectaba a su concentración, entorpecía sus pensamientos y paralizaba sus reacciones. Lo había visto en muchas ocasiones.
Pero para él era diferente. Él siempre había sido capaz de controlar la ira, de canalizarla, haciendo que la energía lo favoreciera en lugar de entorpecerlo. Le ayudaba a concentrarse. Podía sentir cada pequeño detalle de la textura de la culata del rifle en sus manos. Miró por el visor. El dibujo de la mira ya no se movía. El blanco era claro y nítido. En su mente, estaba apuntado directamente a la cabeza de Cleaver.
Apenas notó el suave gatillo en la primera articulación del dedo. El gatillo percutió y el rifle reculó fuerte contra su hombro. Perdió de vista el dibujo de la mira durante un momento y, cuando volvió a colocar el rifle para apuntar, vio el agujerito negro que había hecho en el blanco. El primer tiro había atravesado el borde del anillo X.
Parece que no has perdido tu toque, pensó.
Y una hora más tarde, lo supo con seguridad.
Después de la primera serie, siete de los treinta tiradores quedaron eliminados de la competición. Hubo un descanso de veinte minutos para que los oficiales de campo pudieran quitar los blancos y colocar los nuevos, cuatrocientos metros más lejos. Eran un poco más grandes que los primeros, pero a través de los visores eran diminutos.
La segunda serie comenzó. Ben ya había supuesto que la serie de tiro a quinientos metros tendría un efecto devastador, y así fue. Al acabar, solo quedaron nueve tiradores. Él era uno de ellos. Y también Billy Lee Johnson, el francotirador exmarine, que ya no sonreía al mirar a Ben.
Pero a Ben no le importaba Johnson, sino que se dedicaba a disfrutar de que Clayton Cleaver seguía allí, observando, y él le estaba enviando un mensaje, tan evidente como si se lo estuviera diciendo a la cara. Quería que Cleaver le tuviera miedo, y sabía que estaba funcionando.
Los oficiales quitaron los blancos de los quinientos metros y los clasificados se prepararon para la auténtica prueba. A mil metros, todo se ve infinitamente pequeño, incluso a través de las lentes de aumento de un visor potente. Aquello no se trataba simplemente de sujetar con firmeza el arma y apretar el gatillo. En un alcance tan extremo, había muchos otros factores involucrados. El viento podía desviar la trayectoria de una bala. Se tenía que contar con eso. Lo mismo ocurría con la parábola que dibujaba una bala cuando cedía a las fuerzas terrestres; desde tal alcance, Ben esperaba que bajara varios centímetros. Debía compensarlo apuntando alto y ahí era donde el verdadero arte del francotirador entraba en juego.
El juez dio la orden de disparar. Ben accionó el cerrojo, miró por el visor. Apenas veía el blanco. Era diminuto, casi fuera del alcance de cualquier sentido físico, pero en su mente era tan tangible que suponía el centro de todo cuanto le rodeaba.
¡A la mierda!
Disparó. Cerrojo atrás, vaina expulsada, cerrojo hacia delante, siguiente cartucho en la recámara.
Fuego. El rifle se movió violentamente, como si estuviera vivo. Volvió a accionar el cerrojo. Estaba inmerso en lo más profundo de su propio mundo. Lo único que existía eran él, el blanco y las fuerzas que trataban de evitar que acertara. Ni siquiera el rifle existía, era una extensión de su mente y su cuerpo.
En aquel momento, tampoco Cleaver existía. Se dejó llevar. Siguió disparando hasta gastar sus diez tiros. Solo entonces miró para ver lo que había hecho.
Espiró fuerte. Solo había un agujero en el blanco. Un único agujero irregular donde habían entrado los diez tiros. Una puntuación perfecta. El corazón le dio un vuelco. Había ganado.
Pero no era así. Los oficiales de campo llegaron dando tumbos en sus cochecitos de golf y anunciaron los resultados entre los gritos de los espectadores. Dos tiradores habían superado la serie final. Él y Billy Lee Johnson, igualados. Había un empate.
El francotirador marine se acercó para felicitar a Ben.
—Una prueba bastante reñida, amigo. ¿Dónde aprendiste?
—En los Boy Scouts —contestó Ben.
—Desempate, chicos —dijo el juez—. ¿Cómo queréis resolverlo?
Johnson sonrió abiertamente.
—Tú eliges —le dijo a Ben.
—¿Lo que yo quiera?
Johnson asintió.
—Tú dirás.
—Vamos a acercarlo un poco —dijo Ben—. Cien metros, un tiro, el mejor gana.
—¿Cien? ¿Estás bromeando?
Ben no contestó.
—Lo que tú digas —dijo el exmarine. Miró con los ojos en blanco al juez, que se encogió de hombros.
Echaron a andar y colocaron los blancos a cien metros.
—Un momento —dijo Ben.
Se arrodilló en el césped para atarse los cordones. Johnson y el juez se giraron y se dirigieron a la línea de tiro. Ben se puso de pie y corrió tras ellos para alcanzarlos. Al acercase al cordón, vio los rostros impacientes de los espectadores que lo observaban de cerca. La señorita Vale seguía allí y Cleaver seguía junto a ella con la misma mirada fría. El color de la cara de Cleaver pasó de blanco a rojo. Luego rompió el contacto visual y miró al suelo.
Tomaron posiciones.
—Tú primero —dijo Johnson.
Ben se tomó su tiempo para apuntar. El sol le quemaba el cogote. El chirrido de las cigarras se oía por todas partes, mezclado en la brisa cálida con el murmullo expectante de la multitud.
Apretó ligeramente el gatillo y percutió. El rifle dio un fuerte culatazo hacia arriba y hacia atrás, la imagen en el visor se desdibujó.
El volumen del murmullo aumentó mientras todos buscaban el agujero de la bala en el blanco. A tan corta distancia, cualquier marca en el papel se podía ver claramente con prismáticos o gemelos.
—Has fallado. —Johnson estaba sonriendo—. Y bastante.
—Ni siquiera le ha dado al papel —dijo alguien entre la multitud.
Se escuchó un murmullo general de decepción.
Ben volvió a mirar por el visor y sonrió.
—Un momento —dijo otro observador—. Mirad abajo. No estaba apuntando al blanco de papel.
Carl lo había visto. Pasó por debajo del cordón y se dirigió al lado de Ben. Tenía los ojos como platos.
—Joder —dijo en voz baja.
Johnson también lo había visto. Se puso pálido.
En el césped, a los pies del blanco, había dos cerillas clavadas en el suelo a unos centímetros de distancia. Una de ellas estaba encendida; la tenue llama parpadeaba por la brisa.
—Ha encendido la puta cerilla —gritó alguien.
Carl tenía la boca abierta, se había quedado sin habla.
El murmullo de los espectadores se convirtió en un rumor excitado. La gente, asombrada, lo miraba fijamente.
—El mejor tiro que he visto nunca —dijo el juez, dándole una palmadita en la espalda—. Uno entre un millón. ¡Qué digo! Entre diez millones.
—Imposible —dijo Johnson—. La ha encendido cuando estaba allí.
El juez negó con la cabeza.
—Ni hablar. Ahora estaría toda quemada. Por eso esperaste tanto para disparar, ¿verdad? —le dijo a Ben con una sonrisa.
—Darle a una cerilla a cien metros —masculló Carl— es una cosa. Pero darle y encenderla… —Parpadeó y se echó a reír.
—Tu turno —le dijo Ben a Johnson—. Todavía queda una cerilla.
—¿Dónde coño aprendiste a hacer eso? —preguntó Johnson.
—Es un viejo truco militar.
—En mi ejército no enseñan a hacer eso.
—En mi ejército, en mi regimiento, sí lo hacen.
El francotirador marine había dejado su rifle.
—No puedo igualar eso —dijo—. Ni siquiera voy a intentarlo. —Le ofreció la mano y Ben la estrechó.
Se había acabado. Ben metió tranquilamente el Winchester de Carl en la funda y se la devolvió. El joven la cogió con la mano sana, sin dejar de sonreír a pesar del dolor.
Al volver al cordón, la señorita Vale abrazó a Ben cariñosamente.
—Pensaba que iba a desmayarme de la tensión —le susurró al oído.
—Será mejor que alguien lleve a Carl al hospital ahora mismo —dijo Ben.
Notó una presencia detrás de él y al mirar vio la pequeña figura de Maggie, mirándolo con admiración.
—Yo lo llevaré —se ofreció—. Creo que Andy ya se ha marchado. Se sentía mal por lo que ha pasado.
Ben asintió.
—Gracias. Ha sido un placer conocerte, Maggie.
Se volvió hacia Carl.
—Cuídate.
—Tío, todavía no me puedo creer lo que acabo de ver —dijo Carl mientras Maggie lo cogía del hombro y lo llevaba a la zona de aparcamiento a la vez que le dirigía una sonrisa a Ben.
La señorita Vale agarró a Ben del brazo y le dedicó mil elogios. Este solo sonreía cortésmente. Entonces apareció el juez.
—Tienes que venir a recoger el premio —le dijo a Ben—. La prensa te está esperando.
—Más tarde —contestó él. Estaba buscando a alguien entre la multitud. El lugar donde había estado Cleaver estaba vacío—. ¿Dónde está Clayton? —le preguntó a la señorita Vale.
—Tenía que hacer una llamada. Un asunto urgente que acaba de recordar. Ha vuelto a la casa.
—La veré más tarde —dijo Ben.
—¿Adónde vas?
—Clayton y yo tenemos unos asuntos que discutir.