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El terrorista se agachó y pasó bajo un arco de piedra casi en ruinas, corriendo a toda pastilla y con el dispositivo en la mano.

Entonces, de pronto, dio una voltereta en el aire gritando de dolor y sorpresa cuando el ciclomotor que venía del otro lado lo golpeó en los pies.

Ben se deslizó por el pasaje abovedado justo a tiempo para ver que el terrorista se derrumbaba en la estrecha calle en una maraña de brazos y piernas. El escúter volcó y se deslizó salpicando una lluvia de chispas. El conductor se cayó y rodó por el suelo. El dispositivo de detonación negro rebotó por los adoquines.

El terrorista tenía sangre en la cara. Enseñaba los dientes por el dolor y por la concentración necesaria para arrastrarse hacia el dispositivo que se le había caído. Ben observaba horrorizado, a diez metros de distancia, cómo intentaba alcanzar con la mano temblorosa el diminuto teclado numérico. Entonces envolvió el dispositivo con los dedos y lo arrastró hacia él.

Ben se lanzó en picado encima de él y le dio un fuerte puñetazo en la cabeza. Después otro. El terrorista se quedó con la cabeza colgando, escupiendo sangre. Ben le agarró los dedos e intentó arrebatárselo.

Se escuchó un fuerte grito por detrás. Ben se dio la vuelta. Un joven policía estaba de pie a tres metros, respirando con dificultad, moviendo la pistola, con la cara empapada de sudor. Hizo una señal con la pistola. Ben pudo ver el miedo en su mirada. Estaba asustado, pero iba en serio. Gritó una orden en hebreo.

Ben levantó las manos mientras se levantaba despacio.

El joven policía apuntó al terrorista con la pistola.

Pero este solo sonrió. Se incorporó y puso el dedo pulgar sobre el botón «Enviar».

La secuencia se completaba. Al pulsar el botón, el mundo cambiaría irrevocablemente.

Ben hizo el movimiento más rápido de su vida. Le dio un codazo en la cara al joven policía al tiempo que ya estaba agarrando la pistola. El disparo fue instintivo. No apuntó.

La bala impactó en la mano del terrorista, destrozándole la mitad de los dedos y salpicando una lluvia roja. El detonador cayó destrozado al suelo.

El terrorista se arrodilló, agarrándose y apretándose la mano herida, mirando fijamente a Ben con la boca abierta.

—¿Quién eres? —dijo con voz ronca.

—Nadie —dijo Ben. Entonces le disparó en la cabeza.