26

Lejos de allí, Zoë Bradbury, sentada en la cama, con las manos entrelazadas y apoyadas en el regazo, miraba fijamente a un punto indefinido. A la cabecera de la cama, sentado en una silla de plástico, el médico tomaba notas en su cuaderno. Estaban los dos solos. Como siempre, sus preguntas eran fáciles y agradables.

—Llevas una pulsera muy bonita, Zoë. ¿Es de oro auténtico?

Ella estiró el brazo derecho y miró fijamente la brillante pulsera de eslabones como si nunca la hubiera visto.

—Supongo que sí —murmuró con desconfianza.

Sabía que aquellos interrogatorios, aunque de un modo indirecto y sutil, eran una sonda abriéndose paso en su cabeza. Una parte de ella quería gritar y correr, luchar hasta caerse, odiar a aquel hombre. Pero la mirada del médico transmitía una dulzura auténtica, y una parte de ella deseaba con todas sus fuerzas confiar en él, recurrir a él. Era un conflicto interior difícil de resolver. Era una prisionera, estaba secuestrada, aunque aquel hombre parecía querer ayudarla de verdad.

—Parece antigua —dijo el médico—. ¿Dónde la conseguiste?

—No me acuerdo de dónde es. No sé cuánto tiempo hace que la tengo.

—Quizá sea un regalo de alguien cercano —sugirió el médico—. Alguien que te quiere, como un pariente. Háblame de tu familia.

—Veo rostros en mi cabeza. Creo que son mis padres.

Él asintió.

—Es un buen progreso. Las cosas empiezan a volver a su sitio, tal y como te dije que pasaría.

—¿Volverá todo?

—Lo que tienes se llama amnesia retrógrada postraumática —le dijo—. La pérdida de memoria suele ser transitoria, dependiendo de la gravedad de la lesión. Te diste un golpe muy fuerte en la cabeza, pero los he visto peores. —Metió la mano en su maletín y sacó un libro—. Mira, tengo algo para ti.

—¿Dónde estoy? —preguntó ella de manera inexpresiva, ignorando el libro. Había perdido la cuenta de las veces que se lo había preguntado.

Él le dio su respuesta estándar.

—En un lugar donde vamos a conseguir que te pongas mejor.

Ella notaba su incomodidad cuando lo decía.

—¿Qué me va a pasar? —preguntó, mirándolo a los ojos. Una lágrima resbaló por su mejilla.

Él apartó la mirada.

—Vas a recuperar la memoria.

—Pero ¿qué ocurrirá más tarde? Si recupero la memoria, ¿qué ocurrirá después?

Él apoyó el libro suavemente en la cama.

—Centrémonos en esto, ¿vale?

Zoë lo miró. Era un libro sobre razas de perro, con muchas fotos en color.

—¿Para qué es esto?

—Me dijiste que pensabas que tenías un perro en casa. ¿Qué te parece si intentamos encontrar de qué raza es?

—¿Por qué?

—Porque podría ayudar a refrescar la memoria. Así funciona la mente, por asociación inconsciente. Un detalle recordado puede provocar otro. Así que, si encontramos a tu perro, puede que recordemos su nombre. Después, quizá te venga algún suceso relacionado con eso, como un día en la playa. Antes de que te des cuenta, quizá podamos empezar a hacer grandes avances en áreas que todavía están en blanco, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —susurró.

El médico empezó a pasar las páginas pacientemente, una a una.

—Vamos a ver. ¿Se parece a este? —Señaló la foto de un labrador.

Ella frunció el ceño.

—No creo que sea tan grande.

—Vale, veamos algunos perros más pequeños. Aquí hay uno. Un King Charles spaniel. ¿Se parece a este?

Ella negó con la cabeza.

—No.

—¿Y qué me dices de este?

—Tampoco.

Pasó otra página.

—Para —dijo ella—. Ese.

—¿Este? —Señaló uno—. Un terrier West Highland blanco.

Zoë reconoció la foto. Era el perrito blanco que aparecía en su recuerdo borroso.

—Este es. Este es mi perro.

—Bien. —Sonrió—. Estamos progresando mucho, Zoë.

—¿Podré marcharme de aquí pronto?

—Pronto —contestó él.

—¿Cuándo?

—Todavía no te lo puedo decir. Todo depende de tu recuperación.

—¿Y cómo se supone que voy a recordar? —preguntó, su voz era cada vez más firme—. Esto no es terapia. Estoy retenida en contra de mi voluntad. ¿Por qué es tan importante que me tengan prisionera en este lugar?

El médico no tenía respuesta a aquella pregunta.

—Nos encargaremos de eso en su momento, ¿de acuerdo?

Al acabar la sesión, se marchó y la dejó sola en la habitación.

Cuando el guardia cerró la puerta con llave tras él, el médico cerró los ojos y suspiró profundamente.

Eres médico. Se supone que tienes que ayudar a la gente. Esto no está bien. ¿Por qué coño te metiste en esto?

—Jones quiere verle en su despacho —le informó el guardia.

—Más tarde —contestó el médico.

—Jones ha dicho que ahora mismo.

El médico volvió a suspirar. Dejó caer los hombros.

Tres minutos más tarde, estaba allí. Llamó a la puerta y entró. La habitación era pequeña y cuadrada. Las paredes estaban vacías y el suelo era de hormigón. En la mesa solo había un teléfono y un ordenador portátil. Jones estaba recostado en la silla, mostrando una sonrisa de satisfacción.

Al médico le resultaba cada día más difícil ocultar su odio hacia aquel hombre. Le habría gustado borrarle a puñetazos aquella sonrisa de la cara, pero sabía lo que Jones le haría si se atrevía.

—¿Por qué querías verme?

—¿Tienes alguna noticia que darme? —preguntó Jones.

El médico dudó.

—La verdad es que no son las noticias que quieres escuchar.

Jones gruñó.

—Ya, no creo. Yo no diría que esa supuesta terapia tuya nos esté llevando a algún sitio, ¿verdad?

—Pues, en realidad, sí. Piensa que todavía es pronto.

—Quizá no te hayas dado cuenta de lo que está pasando aquí, Greenberg. Vamos contrarreloj.

—No puedes chasquear los dedos y hacer que una amnesia retrógrada grave desaparezca de la noche a la mañana. Los resultados del GOAT están mejorando a un ritmo constante.

—¿Qué coño es el GOAT? —espetó Jones.

—El test de orientación y amnesia de Galveston —contestó el médico, intentando mantener la calma.

—No me vengas con chorradas médicas. La chica está mintiendo.

—Viste el resultado del polígrafo.

—El detector de mentiras no es fiable. Lo sabes tan bien como yo.

—Escúchame —siseó el médico—. Estamos cerca. Muy cerca. Unos días más, una semana. Quizá dos, y sé que recuperará la memoria completamente.

Jones negó con la cabeza.

—¿Por qué me da la impresión de que te estás andando con rodeos?

—No me estoy andando con rodeos.

—Sí, lo estás haciendo. Te compadeces de esa zorra. Le estás dando tiempo. Te diré algo. No se te paga por compadecerte. Se te paga por obtener resultados y no los estás consiguiendo. Te he dado toda la libertad de acción que puedo darte. Incluso hemos redecorado toda la puta planta de arriba para meter a la chica en una habitación mejor, porque dijiste que un acercamiento amable ayudaría. Estoy hasta el gorro de la amabilidad.

El médico bajó la mirada y apretó los puños.

—Entonces, ¿qué sugieres que haga?

—Que la presiones más. Hay muchos métodos.

—¿Cómo quieres que la presione?

Jones se encogió de hombros.

—Con cualquier cosa que funcione. Me importa una mierda.

—Me estás hablando de tortura.

Jones volvió a encogerse de hombros.

—Como te he dicho, cualquier cosa que consiga resultados.

El médico se quedó perplejo.

—No hablas en serio.

Jones no dijo nada. Tenía la mirada fija y fría.

—Si le aplicas cualquier tipo de estrés extremo, lo que harás será hundir más sus recuerdos —dijo el médico—. El retroceso será radical. Y yo no tengo nada que ver con la tortura. No me contratasteis para eso.

—Harás lo que yo te diga —dijo Jones—. Y vamos a empezar por esto. —Cogió un folio de la mesa y se lo dio bruscamente.

El médico le echó un vistazo rápido. Simplemente había un nombre garabateado. Era el nombre de una sustancia química. Levantó la mirada alarmado.

—No le puedes dar esto. No estás autorizado para usarlo. Es experimental. E ilegal.

—Puedo darle lo que me dé la gana —dijo Jones en voz baja—. Ahora, dime, esta mierda es más fuerte que el pentotal sódico, ¿verdad?

—Yo no soy partidario.

—Me importa una mierda. Contesta la pregunta.

—Está diseñado para mermar las funciones corticales superiores y eliminar todas las inhibiciones —murmuró el médico—. En teoría, potencialmente, es el suero de la verdad más potente que se ha desarrollado. Pero…

—Lo mismo he oído yo.

—Los únicos que han utilizado esta droga son terroristas y asesinos en masa —dijo el médico—. Estamos en América, no en Sierra Leona.

Jones simplemente sonrió, mostrando su dentadura amarilla.

—¿Has oído hablar de los efectos secundarios? —continuó.

Jones no contestó.

—Más del noventa y cinco por ciento de posibilidades de psicosis total, irreversible. Eso dicen. Algunos laboratorios han hecho pruebas en chimpancés y los resultados lo confirman. ¿Es eso lo que quieres hacerle a la chica? ¿Freírle el cerebro hasta reducirlo al tamaño de un cacahuete y que se pase el resto de su vida en un hospital psiquiátrico?

Jones asintió muy despacio.

—Si así consigo lo que quiero de ella antes, sí.

—Simplemente para sacarle información. ¿Estás dispuesto a hacer tal intercambio?

—Desde luego. Supone un canje excelente para la gente para la que trabajo.

—Entonces ya puedes ir buscando a otro que te ayude. No participaré en eso.

—¿Crees que tienes elección, Greenberg?

—No voy a contestarte.

El médico se dio media vuelta para irse. Pero el sonido metálico de la pistola que estaba siendo amartillada detrás de él hizo que se detuviera. Se giró de nuevo para mirar a Jones.

Estaba apuntándole con una pistola a la cabeza. En la otra mano tenía el teléfono.

—Vas a hacer una llamada, doctor. Vas a conseguirme un poco de ese suero. Y luego se lo vas a administrar a nuestra pequeña paciente, y veremos quién tiene razón.

El médico agachó la cabeza. No podía hacer nada. Lo tenía pillado.

—Está bien. Tengo un contacto. Pero no es tan fácil como hacer una receta de esa sustancia. Puede que tarde unos días.

—Demasiado tiempo —dijo Jones—. Mi jefe no es un hombre paciente. —Miró la hora—. Me lo conseguirás para esta noche.

—¿Esta noche?

—Si me fallas, me verás torturar a la chica antes de que te meta una bala en el ojo —dijo Jones—. Tú eliges.