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Thames Ditton, Surrey (Inglaterra)
Segundo día
Las altas verjas doradas estaban abiertas y Ben Hope pasó con el coche por el arco de la entrada. El camino privado transcurría por un largo túnel arbolado, fresco y verde en el calor vespertino. Al salir de una curva pudo ver, a través de los árboles, la finca de estilo georgiano a lo lejos, más allá del césped esculpido de aspecto aterciopelado. La gravilla crujió bajo las ruedas del Audi Quattro alquilado al aparcarlo junto a los Bentley, Rolls y Jaguar.
Al salir del coche, Ben se arregló la corbata y se puso la chaqueta del traje que había comprado para la ocasión, en el que se había gastado mucho dinero y que probablemente no se pondría nunca más. Se escuchaba el sonido de una big band flotando en la brisa. Siguiendo la música, atajó por el césped hacia la parte de atrás de la casa. El extenso terreno de la hacienda apareció ante sus ojos.
Los invitados se apiñaban alrededor de una carpa a rayas situada en la hierba. Charlas y risas. Largas mesas con canapés, camareros con bandejas. Las mujeres llevaban vestidos veraniegos y grandes sombreros floreados. El banquete de boda era mucho más opulento de lo que Ben había esperado.
A Charlie le ha ido bien, pensó. No estaba mal para un londinense con los pies en el suelo y práctico que había empezado conduciendo camiones de abastecimiento en el Cuerpo de Ingenieros. Había servido desde que dejó la escuela. En el regimiento 22 del Servicio Especial Aéreo británico se había quedado en el rango de soldado. Nunca quiso ascender. Su única ambición era ser el mejor. Resultaba extraño imaginarlo casándose entre tanta riqueza. Ben se preguntó si sería feliz rodeado de todo aquello.
Charlie y su flamante esposa estaban entre las parejas que bailaban sobre el césped. Ben sonrió al reconocerlo. No parecía haber cambiado demasiado, excepto por el esmoquin. La banda había empezado a tocar un viejo tema de jazz que recordaba vagamente, Glenn Miller o Benny Goodman. Los trombones y los saxos relucían bajo el sol.
Ben se mantuvo apartado, se quedó de pie escuchando la música y observando a la gente, asimilando la escena. Volvieron a su mente los recuerdos del día de su boda, hacía tan solo unos meses. Con un gesto instintivo, se llevó la mano a la alianza de oro que llevaba colgada al cuello en una cinta de cuero. La tocó a través de la camisa, tratando de contener los demás recuerdos que bullían en su interior, los malos, los del día en que todo terminó
Por un instante, volvió a estar allí y a presenciar la escena. Parpadeó para borrar esas imágenes, luchó por arrinconarlas en la oscuridad. Sabía que volverían.
El baile acabó. Hubo aplausos y más risas. Charlie reconoció a Ben y lo saludó con la mano. Besó a su esposa y ella se marchó charlando con un grupo de amigos hacia la carpa mientras la banda empezaba a tocar otra pieza. Charlie se acercó rápidamente a Ben, se mostraba muy emocionado, incapaz de reprimir la amplia sonrisa de su rostro.
—Estás diferente con ese traje —dijo Ben.
—No pensé que vendría, señor. Me alegro de que haya podido. Lo he estado llamando durante días.
—Recibí tu mensaje —dijo Ben—. Y soy Ben, no «señor».
—Me alegro de verte, Ben.
—Yo también me alegro. —Le dio unas cariñosas palmaditas en el hombro.
—Bueno, ¿cómo te ha ido? —preguntó Charlie—. ¿Cómo te van las cosas?
—Ha pasado mucho tiempo —contestó Ben evadiendo la pregunta.
—Cinco años, más o menos.
—Enhorabuena por la boda. Me alegro por ti.
—Gracias. Somos muy felices.
—Menudo sitio. Tenéis una casa preciosa.
—¿Esto? —Charlie recorrió el horizonte con la mano, la casa y el terreno tan bien cuidado—. Estarás de broma. Pertenece a los padres de Rhonda. Ellos son los que pagan todo esto. Es hija única, ya sabes. Un poco excesivo, pero que quede entre nosotros. Todo por alardear de su dinero. Si fuera por Rhonda y por mí, la habríamos celebrado en el registro civil municipal y después en el bar más cercano. —Sonrió afectuosamente—. ¿Y tú qué, Ben? ¿Diste el paso?
—¿El paso?
—Ya sabes, una vida normal, matrimonio, hijos, esas cosas.
—Ah. —Ben dudó. Qué más da. No tenía sentido fingir—. Me casé —dijo en voz baja.
A Charlie se le iluminaron los ojos.
—Genial, fantástico, hombre. ¿Y cuándo fue?
Ben volvió a hacer una pausa.
—En enero.
El recién casado echó un vistazo alrededor.
—¿Ha venido contigo?
—Ya no está aquí —dijo Ben.
—Pues es una pena —dijo Charlie decepcionado—. Me habría encantado conocerla.
—Se ha ido —dijo Ben.
Charlie frunció el ceño, extrañado.
—¿Quieres decir que ha estado aquí y se ha ido?
—No. Quiero decir que ha muerto. —Salió más bruscamente de lo que Ben había pretendido. Todavía resultaba difícil de decir.
Charlie palideció. Bajó la mirada y se quedó callado unos segundos.
—¿Cuándo? —dijo en voz baja.
—Hace cinco meses. Poco después de casarnos.
—Por Dios, no sé qué decir.
—No tienes que decir nada.
—¿Cómo estás? —dijo Charlie con torpeza—. Me refiero a cómo lo llevas.
Ben se encogió de hombros.
—Tengo días buenos y días malos. —El frío tacto de la boca de la Browning en la frente seguía reciente en su memoria.
—¿Qué pasó? —preguntó Charlie tras otro largo silencio.
—La verdad es que no quiero hablar de eso.
Charlie parecía apenado.
—Te traeré algo de beber. Joder, qué mierda, porque iba a pedirte una cosa, pero ahora no sé…
—Está bien. Pide. ¿Qué es?
—Hablemos en privado. A ver si encontramos un sitio tranquilo.
Ben lo siguió por el césped hasta la carpa, entre la multitud que hablaba y bebía champán.
—Cuántos invitados —comentó.
—La mayoría son por parte de Rhonda —dijo Charlie—. Yo no conozco a mucha gente, fuera del regimiento. Y Rhonda no quiere a gente del ejército aquí. —Puso los ojos en blanco.
—Ese de ahí es tu hermano, ¿verdad?
Charlie lo miró asombrado.
—Deben de haber pasado unos siete años desde que viste a Vince por última vez. Y no se parece en nada a mí. ¿Cómo demonios lo has reconocido?
—Nunca olvido una cara —dijo Ben sonriendo.
—De eso no hay duda.
Junto a la carpa, un camarero estaba sirviendo bebidas de una bandeja de plata que había en una mesa. Les ofreció una copa de champán a cada uno.
Ben negó con la cabeza y señaló.
—La botella.
El camarero se quedó mirándolo durante un segundo, luego dejó las copas, sacó una botella fría de la cubitera y se la dio. Ben la cogió con una mano y con la otra, un par de copas de champán de cristal. Se alejaron de la multitud y el alboroto. Ben notó que Charlie no quería que nadie escuchara lo que tenía que decirle.
Se sentaron en los escalones de un cenador, no muy lejos del banquete. Ben descorchó la botella y llenó las dos copas.
—¿De verdad que no te importa? —preguntó Charlie, nervioso—. Lo digo porque dadas las circunstancias…
Ben le pasó una copa y le dio un largo trago a la suya.
—Te escucho —dijo—. Empieza.
Charlie asintió. Respiró hondo y lo soltó sin rodeos.
—Tengo problemas, Ben.
—¿Qué tipo de problemas?
—No pienses mal —dijo Charlie, captando su mirada—. Como ya te he dicho, Rhonda y yo somos felices juntos. Por esa parte, todo es genial.
—Entonces, ¿se trata de dinero?
A lo lejos, la banda empezó a tocar una versión de String of Pearls.
Charlie hizo un gesto de resignación.
—¿Y qué otra cosa podría ser? Estoy en paro.
—¿Has dejado el regimiento?
—Hace un año, más o menos. Catorce meses. Rhonda quería que lo dejara. Tenía miedo de que me mataran en Afganistán o en cualquier otro sitio.
—No tiene mucho sentido.
—Bueno, casi ocurre. Más de una vez. Así que, mira por dónde, ahora tengo una vida civil. El problema es que no soy útil. No sé desempeñar ningún trabajo. He tenido cuatro desde que lo dejé.
—Suele ocurrir —dijo Ben—. Resulta difícil adaptarse después de todo lo que hemos visto y hecho.
Charlie bebió un buen trago de champán. Ben cogió la botella y llenó la copa hasta arriba.
—Nos compramos una casa hace un tiempo —continuó Charlie—. Una casa pequeña, pero ya sabes cómo están los precios de los inmuebles, y esta no es precisamente la zona más barata del país. Incluso una casita de mierda en el campo vale medio millón hoy en día. Los padres de Rhonda pagaron la entrada de la casa como regalo de compromiso, pero aun así, casi siempre nos retrasamos en los pagos de la hipoteca. Está acabando conmigo. Estoy hasta el cuello. No sé qué hacer.
—¿Y qué pasa con Rhonda? ¿No trabaja?
—En una organización benéfica. No pagan mucho.
—Hay muchos trabajos de oficina en el ejército. ¿Por qué no solicitas alguno?
Charlie negó con la cabeza.
—Les daría algo si me vuelvo a acercar a ese mundo. Les da miedo que me sienta tentado de volver al servicio activo. Y sabe Dios que seguramente volvería. El padre de Rhonda ganó todo su dinero vendiendo tonos de llamada para móviles. Quiere que trabaje con él. Me está presionando mucho. Toda la familia. Joder, tonos de llamada. ¿Te haces una idea?
Ben sonrió.
—A lo mejor tendrías que hacerlo. Parece un chollo… y lucrativo. Y es seguro, comparado con que te disparen.
—No duraría nada —dijo Charlie—. Crearía tensión en el matrimonio. —Le dio otro buen trago al champán.
—No te he traído ningún regalo de boda —dijo Ben—. Si sirve de ayuda, te puedo dar dinero. Te puedo hacer un cheque hoy mismo.
—Ni hablar. Eso no es lo que quiero.
—Pues considéralo un préstamo. Hasta que levantes cabeza.
—No, quiero pedirte otra cosa.
Ben asintió con la cabeza.
—Creo que sé lo que es. Quieres pedirme que trabajemos juntos.
Charlie dio un largo suspiro.
—Vale, seré sincero contigo. ¿Cómo está el negocio del secuestro y rescate ahora mismo?
—Mejor que nunca —contestó Ben—. Secuestrar gente y retenerla por un rescate es un sector en crecimiento.
—Hablo de lo que tú hacías, finalizar el asunto.
—Siempre hay demanda de gente como yo —dijo Ben—. Involucrar a la policía suele ser una mala decisión. Los agentes de seguros de secuestro y rescate y la mayoría de negociadores oficiales son imbéciles trajeados. La gente que está en apuros necesita otra opción.
—Y tú eres esa opción.
—¿Y quieres formar parte de eso?
—Sabes que sería bueno —dijo Charlie—. Pero no puedo establecerme por mi cuenta. No sé nada de eso. Necesitaría que alguien me enseñara. Tú eres el mejor maestro que he tenido. Si me metiera en algo así, me gustaría trabajar contigo.
—Por lo que me has dicho, no creo que tu nueva familia lo aprobara.
—Les diría que soy asesor de seguridad. No creo que sea tan peligroso como lo que hemos visto en el ejército, ¿verdad?
Ben no dijo nada. Las dos copas estaban vacías, y el sol caía a plomo. Sirvió lo que quedaba de champán y dejó la botella en el suelo, provocando un fuerte sonido por el choque del cristal contra el hormigón.
—El problema es que no te puedo ayudar —dijo—. Si pudiera, lo haría. Pero estoy fuera. Retirado. Lo siento.
—¿Retirado? ¿En serio?
Ben asintió. Se lo había prometido a ella el día que aceptó casarse con él.
—Desde finales del año pasado. Se acabó para mí.
Charlie se acomodó en los escalones del cenador, desanimado.
—¿Tienes algún contacto?
Ben negó con la cabeza.
—Nunca los he tenido. Siempre trabajé solo. Todo era estrictamente de palabra. —Se acabó la copa—. Ya te lo he dicho. Si se trata de dinero, puedo ayudarte.
—No puedo aceptar tu dinero —dijo Charlie—. Rhonda puede pedir a sus padres que nos echen un cable en cualquier momento, y seguramente lo harían. Pero para nosotros es nuestra responsabilidad. Nuestro problema. Necesitamos solucionarlo por nuestra cuenta. Yo solo esperaba que…
—Lo siento. De verdad que no hay manera.
Charlie hizo una mueca de decepción.
—Pero si te enteras de algo, ¿me lo dirás?
—Lo haría, pero no creo que ocurra. Ya te lo he dicho, estoy fuera.
Charlie volvió a suspirar.
—Siento haber sacado este tema. —Hizo una larga pausa, mientras observaba a la gente bailando y divirtiéndose a lo lejos—. Entonces, ¿qué vas a hacer ahora?
—Vuelvo a Oxford. Me voy para allá en cuanto acabe esto. Ya he alquilado un piso.
—¿Y qué hay en Oxford?
—La universidad —contestó Ben—. Me voy allí a estudiar.
—¿Tú? ¿Un estudiante? ¿Y qué vas a hacer?
—Voy a acabar lo que empecé antes de volverme loco y meterme en el ejército hace casi veinte años. Teología.
Charlie se quedó perplejo.
—¿Teología? ¿Quieres ser sacerdote?
Ben sonrió.
—Pastor. Hubo un tiempo en que eso era lo único que quería ser. Parecía la vida perfecta.
—Y en su lugar te fuiste a la guerra. Tiene sentido.
—A veces las cosas no salen como piensas —dijo Ben—. Simplemente ocurrió así. Ahora he vuelto al punto de partida. Ahora es el momento. Me permiten volver para acabar mis estudios. Un año para acabar y después puedo empezar a pensar en entrar en la Iglesia, tal y como lo había planeado hace años. —Se dio una palmada en las rodillas—. Y eso es todo.
Charlie lo miraba fijamente, incrédulo.
—Es una broma. Me estás tomando el pelo.
—Lo digo en serio.
—Es que no pareces tú. Todavía tengo tu imagen de aquella vez con el tanque, en el desierto. Estábamos atrapados bajo fuego enemigo, solo te quedaban tres cartuchos. Nunca he visto algo así. Los tíos del ejército, tíos que no te conocen, siguen comentándolo.
—Bueno, no quiero hablar de eso —le cortó Ben—. Lo que hice en el pasado, lo que fui o quise ser ha terminado. Estoy cansado, Charlie. Tengo treinta y ocho años y lo único que he conocido es la violencia y el asesinato. Quiero una vida pacífica.
—Un alzacuello, una casita en el campo y una Biblia en la mano.
Ben asintió.
—Eso es. Tan lejos del pasado como pueda.
—Pues no lo veo.
—Puede que te sorprenda.
—Tendría que haber esperado un poco —dijo Charlie. Se rio—. Nos podrías haber casado tú.
No se habían dado cuenta de que Rhonda se acercaba rápidamente por el césped. Se levantaron al verla. Era alta y esbelta, con el pelo rojizo, como si se lo tiñera con henna. Llevaba un pendiente en la nariz. Un aspecto bohemio que contrastaba con los tacones altos y el vestido caro que lucía. Era guapa, pero Ben creyó ver una mirada endurecida en sus ojos, llenos de desconfianza cuando Charlie se la presentó.
—Lo sé todo sobre usted —dijo mirándolo de arriba a abajo—. El comandante Benedict Hope. El salvaje. Conozco todas las historias. Estoy muy impresionada.
—No soy el comandante Hope. Soy solo Ben. Olvida esas historias.
—Bueno, Ben, supongo que has venido para convencer a mi marido de que se una a algún…
—Yo lo invité —dijo Charlie—. ¿Te acuerdas?
Miró a Charlie con vehemencia.
—No quiero que se meta en nada peligroso.
—Soy la última persona que lo metería en algo peligroso —dijo Ben—. Puedes confiar en eso.
—Sí, claro —dijo resoplando—. Y ahora, ¿te importa que me lleve a mi marido? Por cierto, hay alguien allí que quiere conocerte.
Ben siguió la dirección que indicaba su dedo y su mirada fue a parar a una mujer de un atractivo increíble que estaba de pie junto a la carpa. Los saludaba con coquetería, sonriéndoles.
—Es Mandy Latham —dijo Rhonda—. Sus padres son dueños de la mitad de Shropshire. Una exquisitez de nueva rica, incluso peor que yo. Pasa los inviernos en Verbier, conduce un Lamborghini. Me ha estado preguntado quién era el tipo de ojos azules, alto, rubio y guapísimo que estaba con Charlie.
—Va a ser sacerdote —dijo Charlie.
—¿Por qué no vas y la sacas a bailar? —le dijo Rhonda bruscamente a Ben.
—Rhonda… —empezó a decir Charlie.
—Yo no bailo —dijo Ben. Sonrió a Charlie—. Bonita fiesta. Ya nos veremos. —Y se marchó.
—Entonces, ¿me llamarás? —le gritó Charlie a la espalda.
Ben no contestó. Continuó caminando por el césped, dejó la copa vacía en la mesa de la carpa. Miró la hora en su reloj. Mandy Latham se acercó a él, con un sensual vestido ajustado de seda azul reluciente que combinaba con sus brillantes ojos.
—Hola —dijo tímidamente—. Soy Mandy. ¿De verdad fuiste el comandante de Charlie en el SAS[1]?
—No deberías creer todo lo que oyes —dijo Ben—. Encantado de conocerte, Mandy. Tengo que irme.
La dejó atrás, mirando cómo se marchaba.