38

Slater andaba de un lado para otro mientras Jones fumaba. Pasaron cinco minutos, luego diez.

—Relájate —dijo Jones.

—Yo nunca me relajo. —Slater miró el reloj—. Esos cigarrillos apestan. ¿Por qué tarda tanto McKenzie? Pensaba que le habías dicho que volviera aquí lo antes posible.

—Estará a punto de volver —dijo Jones—. Seguramente habrá ido al servicio.

Slater negó con la cabeza. Tenía la mandíbula tensa. Se pasó la mano por el pelo.

—Algo va mal. Lo noto.

—Estás chalado. Hope está metido en un agujero más pequeño que el culo de un pez.

—Si es así, quiero verlo por mí mismo. Tengo un mal presentimiento.

—Tú y tus presentimientos —gruñó Jones—. Vale, vamos.

—Yo no bajo ahí solo contigo. ¿Cuánta gente tienes en el edificio?

—Incluyéndome a mí, hay una docena de agentes. No me estarás diciendo que…

—Eso es exactamente lo que te estoy diciendo. Deja a dos con Bradbury. Quiero al resto conmigo.

Jones protestó con energía, pero Slater insistió. El agente cogió la radio.

—Fiorante, únete a Jorgensen en la puerta de la prisionera. Los demás, a mi despacho, ahora.

A los dos minutos, los siete agentes estaban en la puerta. Slater salió con cautela al pasillo. Jones iba delante, con gesto de exasperación.

—El ascensor no —dijo Slater—. Iremos por la escalera.

—Creo que ese tipo te ha afectado —se mofó Jones—. Estás asustado.

—Estoy siendo precavido —dijo Slater—. E inteligente.

Llegaron al final de la escalera, giraron y recorrieron un lúgubre pasillo, bajaron al trote otro tramo de escalera hacia la cocina del sótano.

—Sacad las armas —susurró Slater.

—Estás chalado —volvió a decir Jones—. No hay…

Abrió de un empujón la doble puerta que conducía a la cocina. Luego se paró en seco y se quedó con la boca abierta.

—Oh, mierda.

—Te lo dije —murmuró Slater.

—¿Qué coño ha pasado aquí?

Slater le lanzó una mirada de reojo.

—Creo que es bastante obvio, ¿no?

Había escombros por toda la cocina. En el centro, Boyter y McKenzie yacían muertos, los fluorescentes de neón se reflejaban en el gran charco de sangre que avanzaba lentamente por el suelo.

Slater miró a Boyter y se preguntó por un momento qué era el extraño objeto circular que tenía clavado en un lado de la cabeza. Entonces se dio cuenta. Tenía el pie roto de una copa de vino clavado en la sien. McKenzie yacía formando ángulo con su compañero, tenía la cara azul, la lengua colgando y un verdugón amoratado alrededor del cuello donde lo habían estrangulado hasta matarlo con una cadena de eslabones. Las esposas abiertas estaban tiradas en el suelo, al lado de una llave pequeña. Ambos llevaban las chaquetas abiertas, las fundas de las pistolas estaban vacías.

Slater y Jones se quedaron mirándose el uno al otro.

—Hope anda suelto por el edificio —dijo Jones en voz baja.

—No me jodas. Y tú vas a encontrarlo.

—Lo encontraremos —afirmó Jones.

—Más te vale. Tú lo perdiste. Si no solucionas esto, estás muerto. ¿Entendido?

—Lo encontraremos —repitió Jones—. Tú vuelve al despacho.

—Ni hablar. Yo me voy de aquí. Este lugar no es seguro para mí.

—No es seguro para nadie.

—Tú eres prescindible. Yo no. —Slater señaló con un movimiento brusco a los agentes—. Tú, tú y tú. Escoltadme para que pueda salir de este puto lugar. —Comenzó a andar, luego se paró y se dio la vuelta—. Una cosa, Jones.

—¿Qué?

—Cogedlo vivo. ¿Está claro?

—Lo cogeremos —dijo Jones.

Slater cruzó el pasillo casi corriendo, acompañado de tres agentes pegados a su espalda con las pistolas levantadas. Abrió la puerta principal de golpe, salió del edificio nervioso y deprisa y corrió hacia el lustroso helicóptero Bell que estaba en medio de la zona de aparcamiento. El piloto lo vio llegar, dejó a un lado su termo de café y puso en marcha el motor. La hélice comenzó a girar despacio mientras Slater abría la puerta de un tirón y entraba. Unos minutos después, el helicóptero se convirtió en un punto que desaparecía rápidamente sobre las copas de los árboles.

Ahora que Slater estaba fuera de su camino, Jones reunió a sus agentes.

—Bueno, equipo, él es un solo hombre. Ahora que McKenzie y Boyter no están, quedamos diez en el edificio. —Cogió la radio—. Jorgensen, ¿sigues ahí?

—Justo donde me puso —le dijo la voz al oído.

—¿Está Fiorante contigo?

—Sí, señor.

Jones asintió. Señaló a dos hombres con su pistola.

—Cash, Muntz, subid al último piso y uníos a ellos. Ahí es donde se dirigirá Hope. —Sonrió abiertamente—. Quiere coger a la chica.

Echó un vistazo rápido a su alrededor, planeando las tácticas. No había manera de que Hope pasara con cuatro hombres en la puerta. Mientras tanto, dos equipos de tres hombres podían registrar el lugar e interceptarlo.

—Bender, Simmons, vosotros conmigo. Kimble, Davis y Austin, iréis por el lado izquierdo del edificio. Manteneos en contacto. Si lo veis, derribadlo. Es demasiado peligroso para mantenerlo con vida.

—Slater dijo que no lo matáramos —dijo Austin.

—Me importa una mierda lo que dijera Slater. —Jones se pasó la lengua por los dientes, notó los bordes mellados que le recordaban constantemente a aquel hombre—. Quiero a ese cabrón en una bolsa para cadáveres en los próximos diez minutos. Vamos.