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Isla de Corfú, Grecia
Junio de 2008
Primer día
La cogieron por la noche.
Habían descubierto que residía en la lujosa isla y la vigilaron a pleno sol durante tres días antes de idear el plan. Se alojaba en una villa de alquiler, aislada y protegida por la sombra de los olivos, situada en lo alto de un acantilado sobre el cristalino mar.
Vivía sola y eso tendría que haber facilitado el secuestro. Sin embargo, la casa siempre estaba repleta de invitados a alguna fiesta. Baile y bebida prácticamente las veinticuatro horas del día. La vigilaban, pero no podían acercarse.
De modo que el equipo urdió un plan. De principio a fin, hasta el último detalle: entrada, consecución y extracción. Tenían que ser sutiles y discretos. Eran cuatro: tres hombres y una mujer. Sabían que aquel era el último día de ella en la isla. Había reservado un vuelo en el aeropuerto de Corfú a la mañana siguiente, iba a regresar a casa y allí sería muchísimo más difícil atraparla.
Tenía que ser esa noche o nunca. Desde el punto de vista estratégico, era el momento perfecto para que desapareciera. Nadie la buscaría por la mañana.
Esperaron a que anocheciera, hasta que la fiesta de despedida estuviera bastante avanzada. Habían alquilado un turismo en una agencia local, un coche anodino, poco llamativo, y habían pagado al contado. Condujeron en silencio y aparcaron algo apartados de la carretera, para ocultarse en el olivar a unos cien metros de la villa.
Y desde allí vigilaron con sigilo. Como era de esperar, el lugar estaba iluminado y el sonido de la música y las risas flotaba sobre los árboles y la cala. La espléndida e imponente casa de piedra blanca tenía tres balcones. En ellos bailaban parejas rodeadas de invitados que bebían asomados a las barandillas y disfrutaban de la belleza de la noche.
Más abajo, el mar brillaba bajo la luna. Era una noche cálida y la delicada brisa que llegaba de la orilla estaba impregnada de un aroma floral. De vez en cuando, un coche con más invitados se paraba frente a la casa.
Cerca de las once, el grupo puso su plan en marcha. Los dos hombres sentados en la parte delantera se quedaron en el coche y se acomodaron para lo que podría convertirse en una larga espera. Ya estaban acostumbrados. El hombre y la mujer de la parte trasera se miraron e hicieron un gesto de asentimiento casi imperceptible. Ella se echó la brillante y negra melena hacia atrás con los dedos y se la recogió con una goma. Se miró en el espejo retrovisor para comprobar que su maquillaje seguía perfecto.
Abrieron las puertas y salieron del coche. No miraron hacia atrás. El hombre llevaba una botella de vino; un producto de la zona, caro. Aparecieron de entre las sombras y se dirigieron a la villa, cruzaron la verja y subieron la escalera que conducía a la terraza y a las puertas de entrada. Los otros dos los observaban desde el coche.
Al entrar en la casa, la pareja tuvo que adaptarse al ruido y a la iluminación. No se dijeron nada, se movieron entre los invitados con aire despreocupado, pero hábilmente. Sabían cómo mezclarse. De todas formas, la mayoría ya estaba fuera de juego y no se fijaba en ellos, lo cual les resultaba perfecto. Había botellas vacías por todas partes y mucho humo que no era de tabaco.
La pareja recorrió las frescas y blancas habitaciones observando la lujosa decoración. Localizaron rápidamente a su presa y no la perdieron de vista en ningún momento.
Ella no sospechaba nada.
Era el centro de atención y parecía encantada. Sabían que había estado gastando dinero a manos llenas, despreocupadamente, como lo hace alguien que espera conseguir mucho más. El champán abundaba. Los invitados se apiñaban en la barra libre situada en un rincón de la sala principal para servirse tanto como pudiesen beber.
La pareja la observaba del mismo modo que un científico observa una rata en una jaula, sabiendo exactamente lo que va a ocurrirle. Era joven y atractiva, como en las fotografías. Ahora llevaba la melena rubia más larga y el intenso bronceado realzaba el brillante y llamativo azul de sus ojos. Llevaba unos pantalones de hilo blancos y una blusa de seda amarilla que atraían la mirada de los hombres.
La chica se llamaba Zoë Bradbury. Sabían mucho sobre ella. Tenía veintiséis años y, para su edad, se había labrado una extraordinaria carrera como autora, especialista, historiadora y arqueóloga bíblica y gozaba de muy buena reputación entre sus colegas. Estaba soltera, aunque siempre la rodeaba una multitud de hombres cuya compañía le agradaba. La pareja lo pudo comprobar por el modo en que coqueteaba y bailaba con todos los tipos guapos de la fiesta. Era inglesa, había nacido y crecido en la ciudad de Oxford. Sabían cómo se llamaban sus padres. Habían reunido gran cantidad de información sobre ella. Habían indagado y eran buenos investigadores. Para eso les pagaban.
El plan era sencillo. En unos minutos, la mujer se apartaría un poco y el hombre se acercaría al objetivo. Le ofrecería una copa, quizá flirtearía. Tenía poco más de treinta años, era guapo, estaba bronceado y tenía la certeza de que podría acercarse lo suficiente como para poder echarle la droga en la bebida.
Era una sustancia química de efecto retardado que provocaba exactamente lo mismo que tomar demasiado vino, además de que la víctima durmiera durante horas. Se estaba bebiendo las copas de un trago, así que nadie le daría demasiada importancia cuando la embriaguez la obligara a retirarse a su dormitorio. La fiesta tocaría a su fin, la gente se iría y entonces la llevarían al coche. La lancha motora ya los estaba esperando en el punto de encuentro.
Tal y como habían previsto, no resultó difícil aproximarse a ella. El chico se presentó como Rick. Charló, sonrió y coqueteó. Después le ofreció un Martini. No lo iba a rechazar. Se acercó a la barra, sirvió la bebida y rápidamente añadió el contenido del frasco. Todo muy profesional. Regresó con la copa, sonriendo, y se la dio.
—Salud —dijo ella, riendo tontamente. Levantó el vaso en un brindis burlón y la pulsera de oro que llevaba en la muñeca se deslizó hasta su bronceado antebrazo.
Y entonces fue cuando el plan empezó a ir mal.
No se habían percatado del hombre que se encontraba en un rincón de la habitación hasta que, de pronto, empezó a avanzar a grandes zancadas y cogió a Zoë del brazo. Le preguntó si quería bailar. Conocían su cara. Lo habían visto varias veces cuando vigilaban la villa. Tenía unos cuarenta y cinco años y las sienes algo canosas, era delgado e iba bien vestido. Era bastante más mayor que sus otros amigos. No le habían hecho mucho caso, hasta ese momento.
Ella aceptó y dejó la copa sin probar en la mesa. Entonces el tipo hizo algo extraño, teniendo en cuenta que parecía bastante sobrio. Dio un golpe a la mesa con la rodilla, una especie de movimiento torpe, que pareció hecho a propósito. El vaso se volcó y la bebida se derramó en el suelo.
Solo tenían un frasco de aquella sustancia. Observaron cómo se la llevaba a la terraza, donde todos bailaban al son de un lento jazz bajo las estrellas.
Así que la pareja hizo lo que le habían enseñado: improvisar. Su comunicación se limitó a miradas e insignificantes gestos, imperceptibles para aquellos que no sabían por qué estaban allí. En unos segundos, tenían un nuevo plan: continuar esperando y mezclarse con la gente; entrar sigilosamente en alguna de las habitaciones y permanecer escondidos en la casa hasta que todos los invitados se marcharan y ella se quedara sola. Era fácil. No tenían prisa. Salieron tranquilamente a la concurrida terraza, se apoyaron en la pared y bebieron de sus copas.
Observaron que entre el objetivo y el hombre mayor había una especie de tensión. Los dos bailaron durante un rato y parecía que él trataba de convencerla de algo. Le susurraba al oído, parecía preocupado pero intentaba disimularlo.
Nadie se daba cuenta, excepto la pareja. Fuera lo que fuera lo que le estaba diciendo, ella se negó. Durante un segundo, dio la impresión de que habría una discusión. Entonces, él se apartó. Le acarició el brazo con una especie de gesto conciliador, la besó en la mejilla y abandonó la fiesta. La pareja observó cómo iba hacia su Mercedes y se marchaba.
Eran las once y treinta y dos.
A las doce menos cuarto, la vieron mirar el reloj. Y entonces, de pronto, empezó a hacer gestos para que los invitados salieran de la villa. Apagó la música y el silencio fue instantáneo. Les pidió disculpas a todos. Tenía que coger un vuelo por la mañana. Gracias a todos por venir. Que paséis una buena noche. Ya nos veremos.
Todos estaban un poco sorprendidos, pero nadie se molestó demasiado. Seguro que, en una cálida noche de verano, se estarían celebrando muchas más fiestas por toda la isla.
A la pareja no le quedaba más opción que marcharse con los demás. No había oportunidad de escabullirse y ocultarse, aunque sí disimularon su frustración. Solo era un fallo técnico, nada por lo que preocuparse. Volvieron en silencio al punto donde el coche se ocultaba bajo los olivos y entraron.
—¿Y ahora qué? —dijo el conductor.
—Esperaremos —contestó la mujer desde el asiento de atrás.
El rubio frunció el ceño.
—Basta ya de gilipolleces. Dame la pistola. Iré yo y cogeré a esa zorra. Ahora mismo.
Estiró el brazo y chasqueó los dedos. El conductor se encogió de hombros y desenfundó la 9 mm que llevaba bajo la chaqueta. El rubio la cogió y se dispuso a bajar del coche.
La mujer lo detuvo.
—Discreción, ¿recuerdas? No nos podemos pasar.
—A la mierda con eso. Yo digo que…
—Esperaremos —repitió ella, y le lanzó una mirada de advertencia que lo calló.
Fue entonces cuando oyeron la moto.
Eran las doce en punto de la noche.