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Alex estaba registrando el sótano en busca de una salida, cualquier cosa. La puerta era sólida. La linterna que encontró en una estantería cubierta de telarañas arrojaba un débil foco de luz amarillenta en los recovecos del oscuro espacio. Esperaba encontrar una trampilla, una rampa para el carbón.

Nada. Estaban atrapadas. Se sentó en la dura escalera de piedra, con la cabeza entre las manos. Solo podía pensar en una cosa.

Ben. Era una trampa. Quería llegar a él, advertirle, hacer algo. Pero seguramente era demasiado tarde. No se habrían arriesgado con él. Seguro que ya estaba muerto. Notó que le manaban lágrimas.

—¿Alex? —susurró Zoë desde las sombras—. Ya se habrán ido. Salgamos de aquí.

—No bromees.

—No lo hago. Salgamos de aquí.

—Zoë, estamos atrapadas. No podemos salir de aquí.

Pero al mirar hacia las sombras, Alex vio que se iluminaba una pequeña pantalla y el corazón le dio un vuelco. Encendió la linterna.

—¿De dónde has sacado un teléfono?

—Se lo quité al neandertal que estaba sentado a mi lado en el coche. No se dio cuenta.

Alex se rio sorprendida.

—Un movimiento inteligente.

—Fui una buena ladronzuela a los quince años —dijo Zoë—. Hay cosas que nunca se olvidan. ¿Y sabes qué? He grabado todo lo que han dicho esos cabrones. Pensé que sería útil.

—Hagamos una llamada —dijo Alex.

Zoë se levantó de un salto, moviendo el teléfono de un lado a otro.

—Hay muy poca cobertura. Espera. He conseguido una barra de cobertura. ¿Cuál es el número de la policía aquí? ¿El 911?

—No llames a la policía. Dámelo.

Alex se acercó corriendo y le cogió el teléfono. La recepción era dudosa. La única barra parpadeó y desapareció, luego volvió a aparecer. Trató con todas sus fuerzas de recordar el número que Ben le había dado. Le vino de repente. Pulsó las teclas tan rápido como pudo.

Daba señal. Escuchó, en tensión. Seguía sonando y sonando.

—Ay, Dios. Creo que han cogido a Ben.

En la otra punta del mundo, Ben se levantó tambaleándose y miró desde arriba el cadáver de su agresor. La mitad de la cara le había volado por los aires; había sangre, carne, trozos de cráneo y mandíbula esparcidos por el suelo por el disparo a quemarropa.

A Ben le costaba respirar por el subidón de adrenalina. La sangre que tenía en la cara era una mezcla de la suya y la de los tres hombres que yacían muertos en el apartamento destrozado.

El teléfono seguía vibrando en su bolsillo. ¿Debía contestar?

Lo sacó con los dedos ensangrentados y se quedó mirándolo durante un segundo. Luego pulsó el botón de contestar y se lo acercó al oído.

—¿Ben? ¿Eres tú?

—¿Alex? —Se sobresaltó al escuchar su voz. Por su tono, supo al instante que algo iba mal.

—Estás bien. Gracias a Dios.

—Él no ha ayudado mucho.

—Callaghan es uno de ellos —le informó Alex.

—Me acabo de dar cuenta, y no de un modo muy agradable. ¿Dónde estás?

—Estoy con Zoë. Estamos encerradas en el sótano de Callaghan.

Se lo contó todo rápidamente, que había seguido el coche del agente, que Slater la había pillado y lo que le había contado sobre el senador cristiano.

—Pero Richmond no sabe lo que está pasando —dijo ella. Las palabras le salían en avalancha—. Lo utilizan como una especie de testaferro.

—Está bien, escúchame —dijo Ben pensando rápido—. Esto es lo que vamos a hacer. No llames a la policía. ¿Puedes confiar en tu amigo Frank, el veterinario?

—Completamente.

—Entonces llámalo. Indícale cómo llegaste allí para que te pueda encontrar.

—Creo que más o menos sé dónde estamos.

—Bien. Tiene que haber algún modo de que os saque de ahí. Invéntate lo que quieras, pero no puede decir ni una palabra de este asunto. Luego, Zoë y tú tenéis que esconderos en un lugar seguro. Me pondré en contacto contigo.

—Hay algo más —dijo Alex—. Sé lo que van a hacer. Va a tener lugar un importante sermón islámico en una mezquita de Jerusalén. El presidente y cuatro miembros del Consejo Supremo Musulmán estarán allí. Van a volarla por los aires.

A Ben se le subió el corazón a la garganta.

—¿Qué mezquita?

—Es en el monte del Templo —dijo Alex.

—¿Cuándo va a ocurrir?

—A las siete en punto, hora israelí.

Ben miró la hora.

—Pero solo quedan veinte minutos.

—Corre, Ben. Tienes que impedirlo. —Entonces Alex finalizó la llamada y Ben se quedó mirando el teléfono.

Era como si hubieran aspirado todo el aire de la habitación. Miles de pensamientos cruzaban la mente de Ben al mismo tiempo a toda velocidad.

La gravedad del asunto le había cortado la respiración. Había sido un imbécil, había estado ciego y no lo había visto venir. A su horrible y terrible modo, era una decisión estratégica absolutamente perfecta.

El monte del Templo, situado en el centro de la Ciudad Vieja, era uno de los puntos de la ciudad más disputados en la historia religiosa y política. Para los cristianos, era el punto donde Dios había creado la Tierra y el lugar de su Juicio Final; la tradición islámica lo llamaba el Noble Santuario, donde el profeta Mahoma había ascendido al Cielo. En su momento había sido la cuna del más grande y sagrado templo judío de todos los tiempos, hasta que los romanos lo destruyeron en el año 70 después de Cristo.

Construido sobre las ruinas del gran templo, se encontraba el punto más sagrado del mundo islámico después de la Meca y Medina. El Qubbat al-Sakhra. La Cúpula de la Roca, una enorme e impresionante mezquita octogonal coronada con una cúpula dorada que podía verse desde cualquier punto de la ciudad. Era el epicentro de dos milenios de sangriento pasado religioso de Jerusalén, por el que habían luchado docenas de naciones en su momento y en la actualidad, desde que el gobierno israelí había cedido a regañadientes la administración del templo a los musulmanes en 1967, el mayor símbolo de la lucha entre el judaísmo y el islamismo.

Y destruir la Cúpula de la Roca, profanar un lugar tan sagrado y culpar a los judíos de dicha atrocidad sería encender una mecha de combustión rápida que haría que se cumpliera la profecía del día del Juicio Final de la Biblia. Israel y el mundo musulmán estarían en guerra. Los Estados Unidos se verían inevitablemente involucrados, como aliados de Israel que eran. La llamada a las armas se escucharía por todo el mundo islámico. La gran yihad que los musulmanes fundamentalistas habían estado esperando habría comenzado al fin. Conflicto global.

En un mundo que se estaba desgarrando en sangre y caos, decenas de millones de cristianos evangélicos se acercarían en avalancha a los únicos líderes en los que sentían que podían confiar. Mientras tanto, sucesos como el 11-S se convertirían en hechos cotidianos. Y cosas peores, mucho peores. Ben recordó la predicción de Clayton Cleaver sobre la guerra nuclear y un frío hormigueo le recorrió la espalda.

Era el escenario del día del Juicio Final. El tiempo corría más rápido de lo que él podía pensar, había que detenerlo y dependía completamente de él.