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Decimosexto día

Al abrir los ojos, Ben recibió la luz matinal y percibió el olor a carne asada. Alex estaba agachada al lado del fuego. Lo había avivado y estaba cocinando un conejo con la ayuda de dos palos acabados en punta y un espetón.

—Hay algo que huele muy bien —dijo Ben.

La mujer miró hacia atrás al escuchar su voz; la calidez de su sonrisa era auténtica. Estaba despeinada.

—Tienes hambre. Eso es buena señal.

Ben se apoyó en la pared de la cueva, observando cómo Alex mantenía el fuego para que no provocara mucho humo. Los jugos del conejo goteaban en las llamas, saltando y chisporroteando. Recorrió las curvas de su silueta con la mirada, percatándose por primera vez de su atractivo. Era alta y esbelta, y se movía con una elegancia atlética.

Posó la mirada en la culata de la Beretta que le sobresalía del bolsillo de atrás de los vaqueros.

Alex pareció leerle el pensamiento.

—Si quieres, te la devuelvo. Espero que no te importe que la haya cogido mientras estabas durmiendo, pero Zoë tiene que comer. Y tú también. Estás pálido.

Ben se levantó despacio. Notaba como si alguien le estuviera cortando el brazo por el hombro con una sierra angular. Cogió la codeína y se metió dos pastillas en la boca.

—No me importa. Quédatela.

Ella sonrió.

—Entonces ya confías en mí.

—No tengo más opciones.

—La verdad es que no.

Clavó el cuchillo en la ijada del conejo y lo sacó del espetón, dejó la carne muerta asada en una piedra plana y empezó a trincharla y a cortar trozos. Le ofreció uno a Zoë con la punta del cuchillo.

La chica puso cara de asco.

—No me voy a comer eso.

Alex frunció el ceño.

—Tienes que coger fuerzas. Vamos a tener que andar mucho hoy.

—Soy vegetariana.

—Mejor —dijo Ben—. Más para nosotros. Pero si crees que vamos a cargar contigo, estás muy equivocada.

Zoë señaló a Alex.

—No voy a ir a ninguna parte con ella. Gracias a ella mataron al doctor Greenberg.

—Yo no quería que ocurriera —dijo Alex—. No pude hacer nada para impedirlo.

Zoë gruñó y se acurrucó en su rincón. Se quedó sentada, observándolos con mirada amenazante mientras comían.

—Que haga lo que quiera —dijo Ben—. Si quiere morirse de hambre, déjala. Está bueno.

—Nunca había disparado a un conejo con una 9 mm —contestó Alex—. Me daba miedo que no quedara nada.

Se limpió la boca, se levantó, se dirigió a la entrada de la cueva y sacó su teléfono.

—Guarda eso —dijo Ben—. Si aquí arriba hay señal, la encontrarán y nos seguirán.

—Vale. Pero en cuanto encuentre una línea de tierra, voy a llamar.

—Ah, perfecto —soltó Zoë—. Los va a llamar.

—No, señorita —dijo Alex bruscamente—. Te voy a poner en detención preventiva hasta que solucionemos todo este asunto.

Ben negó con la cabeza.

—Ni hablar. Es mi responsabilidad. Ella no va a ninguna parte que tenga que ver con la CIA. Le prometí a su familia que la llevaría a casa sana y salva. Ese es mi objetivo.

—No tiene papeles. ¿Cómo coño vas a sacarla de los Estados Unidos?

—Entregándola al consulado británico más cercano. Sus padres pueden venir a recogerla.

—¿Y luego qué?

—Luego voy a ir a por los que empezaron todo esto.

—¿Tú solo? ¿Crees que esa es la solución? ¿Matar a más gente?

—No es lo que pretendía —contestó—. Quería una vida pacífica. No pedí volver a todo esto.

—Pero ahora estás dentro.

—Y pretendo acabar con ello.

Alex negó con la cabeza.

—No va a funcionar, Ben. Te buscan por matar a dos agentes de policía. Te cogerán antes de que puedas acercarte a esa gente. Tienes que hacerlo a mi manera. Soy tu única coartada, recuerda.

—Tú estás tan metida en esta mierda como yo —dijo él—. Intenta explicarles a tus superiores por qué mataste a uno de tus compañeros y ayudaste a una fugitiva.

Alex no dijo nada.

Ben se giró hacia Zoë. Estaba apoyada en la pared, con gesto malhumorado, mirando fijamente al vacío.

—Y tú tienes muchas cosas que explicar —dijo Ben.

—¿Yo?

—Sí, tú. ¿Dónde están los ostraca?

—No sé de qué estás hablando —replicó enfadada.

—Pensaba que Greenberg había dicho que estabas progresando —dijo Alex—. ¿Todavía no recuerdas nada?

Zoë hizo una mueca y hundió la cabeza en las manos.

—Quiero irme a casa.

Ben la miró fijamente.

—¿Y por qué sabes que tienes una casa si no te acuerdas de nada?

Zoë levantó la cabeza y le lanzó una horrible mirada.

—¡Vete a la mierda! Déjame en paz.

—Ni te imaginas por todo lo que he pasado para encontrarte. Ha muerto gente por culpa de tus estúpidos jueguecitos.

—No seas tan duro con ella, Ben —dijo Alex—. Para ella también ha sido difícil.

Ben se quedó callado durante un momento.

—Está bien. Lo siento. No pretendía ser tan duro contigo.

—Anoche casi me rompes la mandíbula —dijo Zoë mientras se la frotaba.

—También te pido perdón por eso.

Estiró el brazo y le puso una mano en el hombro. Aquel gesto le provocó un dolor agudo. Ella se apartó.

—Será mejor que nos movamos —dijo Alex—. Va a ser un día muy largo.

Apagaron el fuego, envolvieron lo que quedaba del conejo en hojas limpias y lo guardaron en la bolsa de Ben. Después de empaquetar todos los bártulos, se turnaron para lavarse en el frío riachuelo que había al pie de la arbolada ladera. Luego dejaron atrás la cueva y se pusieron en marcha por el duro terreno. Para continuar dirigiéndose directamente hacia el norte, tenían que subir la montaña, así que rodearon su pie a través de kilómetros de bosques de abetos y píceas.

—Podríamos estar caminando durante semanas sin encontrar nada —dijo Alex jadeando—. Este es uno de los estados más grandes, con poblaciones de las más pequeñas. Tendríamos que habernos quedado en la carretera.

Después de unos cuantos kilómetros más, Ben empezó a pensar que Alex tenía razón. Aparte de los ocasionales buitres, la única señal de vida que vieron durante horas fue el enorme alce que había salido de entre los árboles al verlos pasar; los había mirado fijamente durante un momento y luego había desaparecido como un fantasma.

Se detuvieron y descansaron un rato, luego continuaron la marcha. A Ben le daba vueltas la cabeza y el hombro estaba a punto de estallarle. A los pocos metros, tuvo que volver a descansar.

—Estás muy mal —dijo Alex—. Escúchame. Yo puedo ir más rápido sola. Podría explorar lo que hay más adelante. Quizá encuentre una carretera o una granja. Volveré a por vosotros. Con suerte, solo tardaré un par de horas.

Ben sabía que no podía discutir.

—Ten cuidado.

Ella sonrió.

—Sé cuidar de mí misma. Volveré antes de que te des cuenta, ¿vale?

Alex revisó la pistola, bebió un buen trago de agua de la botella y se marchó sin decir ni una palabra.

De pronto, Ben se dio cuenta de que no le gustaba nada verla marchar.

—Volverá con Jones —dijo Zoë, observando cómo se alejaba Alex—. Eres muy ingenuo, dejas que se vaya sola.

Ben la ignoró.

—Estará fuera durante un buen rato. Tenemos que encontrar un lugar para descansar.

A los pocos minutos de buscar por todas partes, encontraron una pícea rota, con el tronco inclinado en ángulo recto. Ben agarró una rama.

—Ayúdame a bajarla —dijo.

—¿Qué estás haciendo?

—Un refugio. No podemos sentarnos al aire libre, así sin más, donde nos puedan ver desde el aire.

Ella frunció el ceño.

—Me estarán buscando, ¿verdad?

Él asintió. Zoë cogió otra rama del árbol inclinado, y juntos empujaron y tiraron hacia abajo. La madera del tronco cedió emitiendo un chasquido. El espeso manto de hojas se combó hacia el suelo, formando un espacio en el que podían introducirse a gatas para que no los vieran. Ben se instaló en la guarida llena de hojas, apoyado en su bolsa.

Zoë entró detrás de él y suspiró profundamente.

—Joder, estoy agotadísima —se quejó—. Los pies me están matando, y este lugar está plagado de insectos. Coño, ahora mismo daría lo que fuera por darme un buen baño de agua caliente.

Ben la ignoró. A los pocos minutos, cuando Zoë se dio cuenta de que él no iba a reaccionar a su enfado y sus resoplidos, se calló y se quedaron sentados en silencio durante un rato. El dolor del hombro se aliviaba por la codeína, pero todavía le dolía mucho. Ben se iba asomando, y el tiempo pasaba. Miró la hora. Alex se había marchado hacía más de treinta minutos.

—Tengo mucha hambre —gruñó Zoë.

Ben cogió la bolsa que estaba detrás de él, quitó las correas y buscó dentro el paquete hecho con hojas. Lo abrió y lo lanzó delante de ella.

—Come. Alex se esforzó mucho por prepararte esto.

—No puedo comer cosas muertas.

—Entonces es que no tienes hambre.

—Me muero de hambre.

—Pues ahí tienes —dijo él.

Zoë miró el conejo con asco, después volvió a mirar a Ben, dudó, y a continuación cogió un trozo con los dedos y le dio un mordisco pequeño. Luego, otro más grande. Tras dos bocados más, ya masticaba felizmente, excepto cuando reparó en que él la estaba observando y fingió que le daba asco. Ben sonrió para sí mismo al verla. Cuando hubo acabado y se estaba chupando los dedos disimuladamente, Ben cogió la petaca y se la tiró.

—Sé lo desagradable que te ha resultado —le dijo—. Lávate con esto.

Zoë abrió el tapón y olió. Le dio un buen trago y luego se la devolvió. Él bebió un trago pequeño y se la volvió a pasar. Mientras ella bebía un poco más, Ben sacó los cigarrillos. Le ofreció uno, pero ella lo rechazó.

—El tabaco te mata lentamente —dijo ella.

—Bueno. No tengo prisa.

Ella soltó una risita.

—Hace semanas que no bebo —dijo ella—. Se me va a subir a la cabeza.

—Acábatela —le dijo mientras se encendía un cigarrillo.

Zoë se acabó el whisky de un trago, cerró la petaca y se recostó, estirándose. Miró el cielo azul a través del manto de hojas.

—Es genial estar al aire libre —dijo en voz baja—. Es como si hubiera estado encerrada toda mi vida.

—Te llevaré a casa pronto —le prometió.

—Me salvaste. No te lo he agradecido.

—Ya me lo agradecerás cuando todo esto acabe. —Volvió a cerrar los ojos. Le invadían oleadas de frío y calor. Tenía que sacarse la bala.

—No lo entiendo —dijo inclinando la cabeza—. ¿De qué conoces a mis padres?

—Soy alumno de tu padre.

—¿Tú? ¿Eres estudiante de teología?

—Suele provocar esa reacción —dijo—. Antes era soldado, pero ahora estoy buscando un nuevo camino.

—¿La Iglesia?

—Quizá.

Ella sonrió.

—¡Qué desperdicio! Estás demasiado bueno para hacerte cura.

—Gracias. Lo tendré en cuenta.

—¿Tienes novia?

Ben negó con la cabeza.

Ella volvió a sonreír.

—No serás gay, ¿verdad?

—Que yo sepa, no.

—Bien. —Se acercó un poco más a él. Se apartó un mechón de la cara—. Me pregunto cuánto tiempo estará fuera.

—¿Alex? Seguramente un buen rato.

—Me alegro de que podamos hablar así —dijo ella.

—Yo también.

—No te pareces en nada a los otros alumnos de mi padre que he conocido. Son todos unos flojos.

El sol ya estaba arriba, los rayos se filtraban por las ramas. Zoë entrecerró los ojos por la luz moteada de colores.

—Está empezando a hacer calor —comentó. Se quitó el grueso jersey y lo dejó en el suelo. Debajo llevaba una camiseta fina. Se inclinó hacia delante y volvió a sonreír.

—Se te acaba de caer la pulsera —dijo Ben, señalando la pulsera de oro que había entre las hojas.

—Mierda, siempre me pasa lo mismo.

—Deberías tener cuidado —dijo—. Parece cara.

—Era de mi bisabuela.

Ben asintió pensativo y se quedó callado durante un momento.

—Es una pena lo de Whisky —dijo de repente.

—Sí, me ha relajado mucho —contestó ella—. Ojalá tuviéramos más. —Se rio tontamente.

Ben negó con la cabeza.

—No me refería a la bebida. Me refería a Whisky. Lo atropelló un coche. Está muerto.

Zoë abrió los ojos de par en par horrorizada. Se apartó de él, se quedó paralizada.

—¿Qué? ¿Cuándo ocurrió eso?

—Mientras estabas de fiesta en Corfú.

—Los cabrones no me lo contaron —dijo.

Y entonces se tapó la boca con la mano al darse cuenta de lo que acababa de hacer.

—No, no te lo contaron —dijo—. Porque no es verdad. Me lo acabo de inventar. Tu perro está vivo. Y creo que te acabas de delatar, Zoë Bradbury. Has caído de pleno.

Se puso roja.

—No sé por qué lo he recordado. No me acuerdo de nada más.

La cogió de la muñeca y la sujetó con fuerza, ignorando el dolor del hombro.

—No, claro que no. Aparte del hecho de que tu padre es teólogo y todos sus alumnos son unos flojos. Que no comes carne. Que llevas la pulsera de tu bisabuela. Que hace un par de semanas estabas pasándotelo en grande en una isla griega. ¿Sabes lo que yo creo? Creo que sabes muchísimo más de lo que finges saber.

La chica forcejeó para soltarse.

—¡Suéltame!

Él negó con la cabeza.

—De eso nada, Zoë. Por una vez en tu vida, vas a decir la verdad.