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Corfú

00.03 a. m. (hora griega)

Zoë Bradbury sentía el viento frío en el pelo mientras recorría el sinuoso camino rural en el escúter Suzuki Burgman.

Mientras conducía, se percató de que unos potentes faros de un coche que iba detrás de ella iluminaban el tramo que tenía delante. El vehículo le hacía señales con las luces. Se preguntó quién podría ser. Quizá fuera el último rezagado en marcharse de la fiesta.

Sin embargo, era extraño. No había visto que saliera ningún coche cuando cerró los postigos y echó la llave al irse.

Siguió conduciendo, acelerando un poco más. Los árboles pasaban a ambos lados a toda velocidad. El viento sacudía su pelo y su ropa, las luces quedaron atrás y desaparecieron del espejo.

Sonrió para sí misma. Se alegraba de que Nikos se hubiera llevado todas sus cosas, porque eran demasiadas como para cargarlas en el Burgman y, además, así podía disfrutar de su última vuelta antes de regresar a Oxford por la mañana. El escúter de 400 cc era lo bastante rápido como para dar algo de miedo; y la emoción y el riesgo eran dos cosas que le encantaban. Aceleró a fondo y su sonrisa se agrandó.

Pero entonces, volvieron a aparecer las luces en el espejo. El coche se había aproximado sigilosamente, ahora estaba incluso más cerca y tenía puestas las luces largas, que la deslumbraban. Redujo un poco la velocidad y se echó a un lado para dejarlo pasar.

Pero no pasó. Se colocó justo detrás, a su misma velocidad. Enfadada, hizo un gesto para que la adelantara. Continuó ahí, detrás de ella. Escuchaba el motor por encima del zumbido del escúter.

Bueno, era un gilipollas que tenía ganas de echar una carrera. Por ella no había problema. Abrió a tope el acelerador y empezó a tomar las curvas a toda velocidad, inclinando la moto a un lado y al otro. El coche la seguía. Aceleró más y aumentó la distancia entre ambos. Pero no por mucho tiempo. El coche volvió a aparecer justo detrás y, durante un aterrador instante, pensó que iba a embestir contra ella.

Ahora Zoë sentía que el corazón le latía muy rápido y, de pronto, la idea de correr por la oscura y solitaria carretera, con los árboles sucediéndose a ambos lados a toda velocidad, no le parecía tan divertida.

A la derecha, un poco más adelante, apareció un camino agrícola. Se acordó de adónde conducía. Había paseado por allí un par de veces. Al final del camino había una verja que siempre estaba cerrada con candado, impidiendo el tránsito, pero entre el poste y la pared de piedra desmoronada había un hueco lo suficientemente grande como para que pasara una moto.

El escúter recorrió a trompicones el camino agrícola, apenas podía controlarlo. El suelo no era más que tierra blanda, poco consistente bajo las ruedas. Patinó y recuperó el control. En el espejo, las luces volvían a acercarse.

¿Qué querrán?

La verja se aproximaba a toda velocidad. Treinta metros. Veinte. Apretó los frenos, vaciló, pero atravesó el hueco. El escúter pasó por los pelos, arañando el plástico. El coche patinó, se paró detrás de ella y, de repente, las luces se quedaron nuevamente atrás.

Gritó de alegría. Lo había conseguido.

Pero entonces miró por el espejo y vio las siluetas iluminadas por los faros del coche parado. Siluetas corriendo. Siluetas con pistolas.

Escuchó un fuerte estallido detrás de ella. Notó que la máquina vibraba bruscamente. La rueda de atrás había reventado.

Perdió el control de la moto y, de repente, se le escapó de entre las piernas. Notó que se caía. Vio que el suelo se acercaba rápidamente, hasta que chocó contra él.

Eso fue todo lo que Zoë Bradbury pudo recordar durante mucho tiempo.