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Oxford

El mismo día

Ben emergió lentamente de un tenebroso sueño repleto de pesadillas y, poco a poco, consiguió centrarse. Ya se acordaba. Estaba en su nuevo piso. Oxford no le resultaba una ciudad extraña. En realidad, lo extraño era volver a vivir allí después de tantos años. No regresaría a Irlanda hasta diciembre.

Luchando por deshacerse de ese letargo paralizador que le invitaba a arrastrarse bajo la colcha, sacó las piernas de la cama de una patada. Se puso la parte de arriba del chándal, cruzó la sala de estar pasando por encima del equipaje a medio deshacer que estaba esparcido por todas partes y se dirigió a la cocina. El piso estaba en un apartado bloque de apartamentos en la tranquila zona norte de la ciudad. Parecía moderno y compacto, muy diferente de la laberíntica y vieja casa junto al mar que tenía en Irlanda, con el suelo de piedra y chimeneas con mucha corriente de aire.

Escuchó el canto de los pájaros y el lejano sonido del tráfico mientras se preparaba el café. No tenía leche, ni azúcar, ni nada para comer. No encendió la radio. No le interesaba nada que pudiera estar pasando en el mundo. Se sentó un rato en la mesita de la cocina, con el café entre las manos y la mente en blanco, tratando de no pensar en nada. Sobre todo, tratando de no pensar en las dos botellas de Laphroaig de diez años que tenía en la maleta. Sería muy fácil ir hasta allí y abrir una. Demasiado fácil. Sabía perfectamente que acudiría en un instante de debilidad, cuando volvieran los demonios. Pero no era el momento.

A las ocho menos tres, volvió a la sala de estar y encontró la bolsa de tela de Tesco que había dejado en uno de los sillones la noche anterior. Cogió la bolsa, cruzó la habitación transportando la pesada carga y vació el contenido encima de su escritorio. Los libros se esparcieron por su superficie.

Había unos veinte libros de teología en aquel montón, y se había propuesto leerlos todos en los próximos días. Una pila de hebreo y latín que estudiar minuciosamente. Miles de páginas de filosofía abstrusa. Aristóteles. Spinoza. Wittgenstein. Un arsenal de ensayos e interpretaciones de la Sagrada Escritura. Suponía un montón de trabajo, y saboreó tal perspectiva. Aquello le mantendría la mente ocupada y lo pondría a punto para cuando empezaran las clases en octubre. Diecinueve años eran muchos que recuperar.

Trabajó durante seis horas seguidas, se estiró, se levantó y se dirigió al pequeño cuarto de baño. Después de una ducha rápida, se puso unos pantalones vaqueros y una camisa de algodón blanca y se comió un bocadillo de atún rancio que había comprado en una gasolinera de la M40 el día anterior. En algún momento después de las dos, salió del piso y recorrió la media hora de camino hasta el centro de la ciudad en veinte minutos. Se dirigió directamente a la Bodleian, la biblioteca más imponente y antigua de la universidad, justo al lado del centro.

El sol pegaba fuerte. Mientras andaba, se quitó la chaqueta y se la echó al hombro.

Fue en ese momento, paseando por la antigua ciudad bajo el cielo despejado, cuando se dio cuenta.

¿Qué sensación es esta?

Se paró. Era algo muy extraño.

Soy una persona normal. Soy un estudiante que va a empezar sus clases en la universidad y se dirige a la biblioteca. Eso es todo lo que soy.

De pronto, durante un único y maravilloso segundo, todo parecía posible. Que pudiera vivir la vida sencilla con la que había soñado, lejos de la violencia y la monstruosidad que lo había rodeado durante lo que parecía una eternidad. Que pudiera volver a ser feliz algún día, que el dolor llegara a su fin.

Era solo una muestra de esa felicidad, una simple muestra de normalidad y libertad y la promesa de volver a tener una especie de vida. Sabía que le quedaban más días malos por delante, días en los que ni siquiera querría seguir viviendo. Pero allí, en ese momento, por primera vez en meses, sentía el sol en la cara y agradecía estar vivo. Quizá lo peor de la pena ya había pasado. Quizá lo estuviera superando. Quizá se fuera a poner bien.

Es lo que ella querría, pensó. Recordó su rostro y sintió la punzada de la pérdida y la culpabilidad. Quería alargar el brazo y tocarla. Entonces ella le sonrió, provocándole que quisiera llorar, pero él también sonrió.

Ay, Leigh. Siento muchísimo lo que pasó.

Ya lo sé, le escuchó contestar a lo lejos.

Continuó sonriendo con tristeza para sí mismo mientras recorría los pasillos abovedados de la Bodleian. Las salas de lectura principales olían a cuero viejo y madera bruñida. Se acercó al mostrador y le mostró el carné a la bibliotecaria.

Veinte años antes, en ese mostrador había mujeres con fama de sargentos y miradas intimidantes que asustaban a la mayoría de los estudiantes. Y se había estado preguntando, por diversión, si se las volvería a encontrar allí, más canosas, más gordas e incluso más temibles.

La bibliotecaria le dirigió una sonrisa. Tenía unos veintiocho o veintinueve años y la melena rubia y rizada recogida en una cola de caballo, con algunos mechones sueltos que le caían enmarcándole el rostro. Su cara, bonita, sencilla y natural. Miró dos veces su nombre en el carné y volvió a sonreír. Ben le pidió el libro que estaba buscando y ella le dijo en voz baja que habría que sacarlo de las entrañas de la biblioteca.

Ben le dio las gracias y se pasó la siguiente media hora hojeando revistas en una cabina de la sala de lectura que estaba enfrente del mostrador. Se dio cuenta de que, de vez en cuando, la bibliotecaria lo miraba. Y entonces otro de los empleados le trajo el libro que había ido a leer y no la volvió a ver.

Ya era casi de noche cuando salió de la biblioteca. El calor y el sudor de las animadas calles del centro contrastaban con el frío silencio de las salas de lectura de la Bodleian. Aspiró profundamente el aroma de la antigua ciudad.

«Bueno, ya he vuelto», se dijo en voz baja.