18
Paxos
El mismo día, 8 a. m.
A unos cincuenta kilómetros de la isla de Paxos, el hombre rubio llamado Hudson estaba sentado en una mesa de la casa vacía junto a la playa. La mujer, Kaplan, estaba de pie detrás de él, mirando por encima de su hombro. Ambos observaban atentamente la pantalla del portátil que tenían delante.
La imagen de vídeo digital se veía tan nítida como a través del objetivo cuando habían filmado la escena desde la ventana del apartamento el día anterior. La cámara enfocaba con el zoom a los dos hombres sentados en la mesa cerca del borde de la terraza. Por ahora, los llamaban «Número Uno» y «Número Dos». Número Uno era el hombre que habían seguido después de que empezara a hacer preguntas sobre Zoë Bradbury. Número Dos era el hombre que había llegado inesperadamente para encontrarse con él. Del segundo sabían menos, y eso les preocupaba.
Lo que más les inquietaba, después de la explosión, era que seguía vivo. Eso era lo que les retenía allí, cuando deberían estar recogiendo sus cosas y de camino a casa.
En la pantalla, se veía que la conversación era intensa. Luego apareció el niño con la pelota. Acto seguido, uno de los dos hombres se levantaba de un salto de la silla y salía corriendo hacia la carretera. Unos segundos después, la terraza del café era engullida por las llamas.
—Páralo —dijo Kaplan.
Hudson pulsó una tecla. En la pantalla, la bola de fuego desplegada y los escombros voladores se quedaron congelados, el repentino terror petrificado en las caras de las víctimas atrapadas en la explosión.
—Desplaza la imagen a la izquierda —dijo ella.
Hudson pulsó otra tecla y la imagen se movió. La furgoneta de reparto verde aparecía inclinada en la carretera. Al otro lado, el hombre que había salido corriendo de la terraza estaba tirado en el suelo, protegiendo al niño.
Kaplan lo observó con aire pensativo, apretándose el labio con el dedo para concentrarse.
—¿Sabía algo? —dijo—. ¿Lo vio venir?
—Yo creo que no —dijo Hudson—. Salió corriendo para salvar al crío. Un segundo después, y también lo habría cogido la explosión.
—¿Y si vio a Herzog? ¿Y si lo recuerda? Es un testigo.
—Qué va. Fue casualidad. No tenía ni idea de lo que iba a pasar.
Ella frunció el ceño.
—Quizá. Vuelve atrás. Vale, para. Vuelve a ponerlo.
—Lo hemos visto unas cien veces —dijo Hudson.
—Quiero saber quién es ese tipo. Tengo un mal presentimiento sobre él.
Volvieron a observar y a escuchar. El sonido era irregular y había mucho ruido de fondo, conversaciones mezcladas de las otras mesas y los transeúntes, el tráfico, ruido blanco general.
—El sonido es una mierda —murmuró Kaplan.
—Sí, bueno, no hemos tenido mucho tiempo que digamos para prepararlo —dijo Hudson—. Si no hubiera pensado en llevarme las cosas por si acaso, ni siquiera estaríamos escuchando esta conversación.
—Cierra la boca y pon el maldito vídeo.
Hudson se calló. Kaplan estaba al mando y él sabía lo mala que podía ser si se pasaba de la raya.
—Para —dijo ella—, ¿has oído eso? Ha vuelto a decir el nombre de ella. Vuelve atrás.
Hudson rebobinó unos cuantos fotogramas.
—Es difícil estar seguro.
—Estoy segura. Sube el volumen —dijo ella—. ¿No puedes limpiarlo un poco más?
—He hecho todo lo que he podido —contestó Hudson malhumorado. Se había pasado casi toda la noche despierto trabajando en aquello, concienzudamente, eliminando tantas frecuencias superfluas como pudo aislar—. Necesitaré unas horas más para conseguir un resultado mejor.
—Si pudieras sacar al puto crío —dijo ella—, me daría por satisfecha. —La percusión del bote de la pelota cada vez que el niño entraba en el campo de alcance del micrófono tapaba una gran parte de valiosa conversación, y la estaba volviendo loca.
Hudson volvió a poner el vídeo y a escuchar atentamente.
—Ahí está —dijo ella—. Bradbury. Ahora se escucha mejor.
—Sí. Sin duda, Bradbury.
—Mierda. Vale, sigamos. —El vídeo continuó un par de segundos. Kaplan se concentró en el sonido, cerrando los ojos. Luego los abrió y apretó la mandíbula—. Para. Cleaver. Ha dicho: «Cleaver».
A Hudson le fastidió no haberlo pillado antes.
—Entendido. ¿Qué ha dicho de él?
—Vuelve atrás. Pásalo lentamente.
Volvieron a escuchar la siseante y apagada conversación.
—Creo que está diciendo: «¿dónde está Cleaver?» —dijo ella—. Eso es lo que yo oigo.
—Pero ¿de qué conoce a Cleaver?
—Significa que ha estado hablando con Bradbury. Significa que está metido en todo esto.
—O que simplemente lo vio en la agenda.
—De todas formas —dijo ella—, no es algo que queramos que sepa.
Siguieron viendo la grabación. En la pantalla, Número Uno desdobló el periódico y se inclinó sobre la mesa del café para mostrárselo a Número Dos.
Kaplan cogió de la mesa un ejemplar del mismo periódico. Hizo lo mismo que Número Dos y miró la primera página. Kaplan asintió. Sin duda estaba mirando la noticia sobre la muerte de Nikos Karapiperis.
Luego el niño apareció en pantalla, la pelota se fue hacia la carretera, y volvieron a ver a Número Dos salir corriendo para salvarlo. A continuación, otra vez la explosión en la terraza.
—Ya puedes apagarlo. He visto suficiente —dijo Kaplan.
—Puto héroe salvador de niños —murmuró Hudson.
Kaplan comenzó a caminar de un lado a otro.
—Ata cabos. Lo sabían todo. Bradbury, el dinero, Cleaver, Nikos Karapiperis. Y Número Uno sabía que lo estábamos siguiendo.
Hudson se giró en la silla para mirarla de frente.
—¿Cómo lo sabía? —La pantalla ennegreció al apagarse el portátil.
Kaplan sacudió la cabeza.
—No era simplemente un amigo de la familia. Esto es un trabajo profesional. De otro modo, no nos habría pillado.
—Entonces, ¿quiénes son? ¿Para quién trabajan?
—No lo sé.
—¿Crees que saben dónde lo ha puesto Bradbury?
—Voy a tener que consultar —dijo ella—. No me gustan ninguno de los dos. Y no me gusta que Número Dos siga por aquí.
Se fue a otra habitación, donde podía hablar en privado, y marcó el número. Era una llamada de larga distancia. La misma voz masculina contestó.
—Puede que tengamos otro problema —dijo. Kaplan le explicó la situación rápidamente.
—¿Cuánto sabe? —preguntó el hombre.
—Lo suficiente. Sobre el dinero y sobre Cleaver. Y sobre nosotros. Y puede que más.
Se hizo un largo silencio.
—Esto se está complicando.
—Lo solucionaremos.
—Más os vale. Dame nombres. Averiguad todo lo que sabe. Luego ocupaos de él. Hacedlo bien y con discreción. No me obliguéis a tener que volver a pedirle ayuda a Herzog. Ese cabrón es muy caro.
Al acabar la llamada, Kaplan volvió a la otra habitación.
—Vamos —dijo.