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Barrio judío, Jerusalén
6.29 p. m. (hora israelí)
Ben encontró el viejo edificio de apartamentos a punto de desmoronarse al final de un estrecho callejón empedrado. La calle estaba tranquila. Una mujer con el tocado tradicional lo vio acercarse y retrocedió rápidamente para desaparecer tras una puerta. Ben miró la hora. La hora exacta.
Volvió a revisar la libreta mientras se introducía en la fría sombra del edificio de apartamentos. Sus pasos resonaban por el suelo y las paredes de piedra mientras subía la escalera, sin dejar de mirar los números de las puertas.
Era un domicilio muy normal. Un durmiente que trabaja para una agencia como la CIA tiene que fusionarse con el entorno, ser indistinguible en su modo de vida de cualquier otro miembro de la comunidad. Algunas veces, sus cónyuges estaban al margen de sus dobles vidas. Por lo general, era gente de familia modesta, que nunca atraería la atención de la policía o de cualquier otra autoridad. Su papel era reunir información de poca importancia, a veces actuar como mensajeros o ayudar a otros agentes de mayor rango en misiones dentro de su zona.
Ben llegó al número del apartamento que le habían dado y llamó a la puerta. Se quedó escuchando. Dentro no se oía nada. Miró la hora. Llegaba puntual a la cita. Volvió a llamar.
La puerta se abrió. El hombre que había en la entrada era delgado y aguileño, con el pelo oscuro cortado al rape y barba espesa, e iba vestido de manera informal con unos pantalones vaqueros y una camisa blanca. Tenía los ojos oscuros y una mirada intensa.
—¿El señor Hope?
Ben asintió.
—Por aquí —dijo el hombre, indicándole con un gesto que entrara.
Ben lo siguió a la sala de estar. El lugar era pequeño y había pocos muebles, las blancas paredes estaban desnudas. No cabía duda de que lo estaban esperando. En la mesa había una fina carpeta de cartulina, de la que sobresalían los bordes de unos cuantos papeles. Al lado de la carpeta había una pistola Heckler & Koch de 9 mm, con el seguro quitado y un cargador lleno. En un sofá cercano había un rifle de francotirador desmontado con silenciador y visor.
«Si resulta ser una situación de francotirador contra francotirador…», había dicho Murdoch.
—Callaghan me dijo que tenía algo para mí —dijo Ben.
—Correcto —contestó el hombre con una sonrisa misteriosa—. Algo importante. Pero primero, ¿quiere un café?
—No tengo tiempo para un café.
El hombre volvió a sonreír.
—Lleva razón. No lo tiene.
El movimiento fue repentino y violento. Ben sintió el aliento del agresor detrás de él antes de tener oportunidad de reaccionar. Algo brilló delante de su cara. Levantó las manos para protegerse de manera instintiva. El alambre se le clavó justo entre los dedos. Ben trató desesperadamente de quitárselo de encima, pero el agresor era fuerte y lo arrastró tirando de él hacia atrás. El alambre le cortaba la mano. Ben pataleó y luchó por liberarse.
El hombre de la barba estaba sonriendo. Estiró lentamente el brazo para coger la pistola que había en la mesa.
Ben luchaba por su vida. El agresor no paraba de girar y cortar con el fino cable. Por el rabillo del ojo, Ben vio una puerta abierta. Otro hombre entró, con un cuchillo largo y curvado.
La trampa había funcionado. Callaghan lo había conducido hacia su muerte.
Entonces, moriría luchando. Se tiró al suelo. El estrangulador cayó con él, apretando más fuerte el alambre. Ben sentía que se asfixiaba. Levantó el pie y dio una patada formando un amplio arco sobre su cuerpo. Acabó en la cara del tipo. De pronto, el alambre se aflojó un poco.
El tío del cuchillo se acercaba.
Ben rodó por el suelo y lanzó una patada lateral a la rodilla del tío del cuchillo. Le dio en la articulación con una fuerza brutal y sintió el crujido. El tipo gritó y el cuchillo cayó al suelo.
Entonces Ben se levantó. Agarró al estrangulador del pelo y le estampó la rodilla en la cara con fuerza. Se volvió rápidamente y, con el filo de la mano, golpeó al hombre del cuchillo en la garganta, machacándole la tráquea. Luego volvió a girarse hacia el estrangulador poniendo todo el impulso en un codazo hacia atrás que le golpeó fuerte en la cara y le aplastó los dientes hacia la garganta. El tipo cayó de espaldas. Ben se dejó caer encima de su cuello. La sangre le chorreaba de la boca.
El hombre de la barba manejaba con torpeza la pistola, metiendo a golpes el cargador y preparando el primer cartucho de la recámara. Levantó el arma y disparó. El estallido fue ensordecedor dentro de la pequeña habitación. Ben sintió la onda de expansión de la bala. El yeso lo hirió en la mejilla cuando el disparo impactó contra la pared a quince centímetros de su cabeza. Ben arrancó un cuadro enmarcado de la pared y lo arrojó. Este recorrió la habitación girando de lado y le dio al hombre en la muñeca. El cristal se hizo añicos. El hombre gritó y soltó el arma. Ben se lanzó hacia él, pegando puñetazos y arañando. El hombre fue rápido. Lo agarró de la muñeca, le hizo un giro y Ben acabó volando por los aires. Aterrizó encima de la mesita de café y se estrelló contra el cristal. Entonces el hombre se echó encima de él, inmovilizándolo con una rodilla en el pecho y dando puñetazos a diestro y siniestro. Ben pataleó y le dio en el plexo solar, lanzándolo hacia atrás. Pero el hombre consiguió ponerse de pie dando una voltereta hacia atrás y volvió a acercarse a él.
La lucha era rápida y violenta. Golpe, bloqueo, golpe, bloqueo; un nubarrón de puños. Ben le propinó un fuerte puñetazo en la garganta. El hombre se tambaleó y dio un paso hacia atrás, pero tenía agarrado a su contrincante del brazo muy fuerte y aprovechó para lanzarlo contra una rinconera. Ben se estampó contra ella y cayó encima. Los libros, los cristales y trozos rotos saltaron por todas partes. Ben cogió un libro de tapa dura y se levantó de un salto.
El hombre venía corriendo hacia él, imparable. Ben le embistió con el borde del libro en la cara. La sangre salpicó de los labios partidos. Continuó la paliza con un codazo, sintió el fuerte impacto. El hombre gritó, tenía la cara llena de sangre. Se cayó. Ben fue directo a él. Lo agarró del pelo y le estampó la cara contra el suelo. Y otra vez. Y otra vez.
De pronto, Ben notó la vibración del móvil en el bolsillo. La distracción le hizo dudar durante un cuarto de segundo demasiado largo. El hombre se dio la vuelta para estar bocarriba y se defendió como un animal, arañando y aporreando salvajemente. Ambos rodaron por el suelo, luchando encarnizadamente. A continuación, el hombre comenzó a rebuscar con la mano hasta encontrar el arma que se había caído. El cañón oscilaba apuntando hacia arriba, el pequeño ojo negro miraba directamente a Ben. La agarró desesperadamente, clavando los dedos en el frío acero. La boca giró y se apartó. Ahora todo se reducía a una competición de fuerza, cualquiera de los dos podía tomar el control del arma.
Y entonces, el disparo resonó por la destrozada habitación.