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Entonces escuchó el gemido de debajo de la cama. Puso a Alex contra la pared.
—No te muevas.
Se agachó y echó un vistazo debajo de la cama. Por primera vez en casi veinte años, por fin tenía delante a Zoë Bradbury. A diferencia de la joven feliz y sonriente de la foto, tenía la cara pálida y delgada por las casi dos semanas de encierro. La chica retrocedió, apartándose de él con una mirada de terror.
—Zoë, soy un amigo. —El dolor cada vez más atroz que sentía en el hombro le obligaba a luchar por mantener un tono de voz suave y tranquilizador—. Me llamo Ben Hope. He venido a rescatarte. Me han enviado tus padres.
Ella se apartó un poco más, se pegó a la pared.
—Sal de ahí —dijo él—. Te llevaré a casa. Todo ha terminado.
No iba a salir, y Ben no podía perder el tiempo con tonterías. Jones seguía en el edificio. Agarró el armazón metálico de la cama con ruedas y lo separó de la pared. Estiró la mano y la cogió del brazo. Ella chilló asustada.
—Mira, ya sé que has pasado por muchas cosas —dijo él—. Sé cómo te sientes, pero necesito que colabores.
La levantó y ella se quedó mirándolo desconcertada, pero entonces vio a Alex Fiorante al otro lado de la habitación y empezó a retorcerse para liberarse.
—¡Es una de ellos!
—Zoë, no pasa nada —dijo Alex con dulzura—. Ben y yo vamos a sacarte de aquí.
—¡No! ¡No! ¡Es una de ellos! —Zoë forcejeó con más fuerza, su voz aumentó a un grito.
Ben le propinó un golpe directo en la mandíbula.
La joven se cayó sin hacer ruido. La recogió y se la echó al hombro derecho. El dolor era insoportable.
—Es un modo de hacerlo —dijo Alex.
—Vamos.
Ben abrió la puerta de un empujón e inspeccionó el pasillo. No había señal de Jones. Recorrieron con cautela el corredor, pasando por encima de los cadáveres. La sangre le goteaba del brazo izquierdo e iba dejando rastro. Llevaba la camisa empapada.
El ascensor no estaba en la planta. Ben pulsó el botón de la pared y lo oyó tambalearse y ponerse en marcha en el piso de abajo.
—Quédate atrás.
Apuntó con el arma hacia la puerta, preparándose para lo que pudiera pasar.
El ascensor estaba vacío. Bajaron hasta la planta baja y salieron sigilosamente al vestíbulo desierto. El cuerpo de Zoë se estaba convirtiendo en un peso muerto. Ben se secaba el sudor de los ojos y se esforzaba por mantenerse alerta.
Alex señaló.
—La entrada está por ahí.
Salieron rápidamente. De pronto, Ben sintió que se helaba hasta los huesos por el frío aire nocturno que le congelaba el sudor. Echó un vistazo alrededor, asimilando lo que le rodeaba por primera vez desde que lo atraparon y lo llevaron allí.
El hotel abandonado se encontraba encaramado en lo alto de un montículo rocoso. Una carretera estrecha y tortuosa bajaba atravesando el bosque y desaparecía a lo lejos. El final del atardecer era un explosivo espectáculo rojo y dorado detrás de la escarpada línea de montañas. Al otro lado del cielo, la Luna ascendía. Estaban rodeados de kilómetros de vastas llanuras y bosques.
Se giró hacia Alex.
—¿Dónde estamos?
—A unos ochenta kilómetros al sur de Chinook, Montana. Una sola carretera de ida, una sola carretera de vuelta. Estamos rodeados de cincuenta mil hectáreas de la más absoluta nada.
—¿Y qué coño hacemos en Montana?
—Salir de aquí, si tenemos sentido común.
Había unos cuantos coches aparcados fuera del hotel.
—Cogeremos ese —dijo Ben, señalando un todoterreno GMC que había aparcado enfrente.
Alex se dirigió corriendo hacia el vehículo, metió el brazo por la puerta del conductor y bajó el parasol. Una llave cayó en su mano.
—Yo conduzco.
Ben abrió la parte de atrás y acostó a Zoë con delicadeza en el asiento. Ella se movió y gimió. Ben sentía lo que le había hecho, pero no había tiempo para preocuparse por eso ahora. Se sentó al lado de Alex mientras ella encendía el motor.
—Hay un botiquín de urgencia debajo del asiento —le dijo.
Ben abrió la caja y la examinó cuidadosamente. Vendas. Cinta quirúrgica y tijeras. Un tubo de pastillas de codeína. Se tragó dos y se recostó en el asiento, apretándose con fuerza la herida para detener la hemorragia.
Alex aceleró y salió del hotel. La carretera era estrecha y sinuosa, con bosque a ambos lados.
—No podemos quedarnos en la carretera —dijo Ben débilmente—. No quiero encontrarme cara a cara con cuarenta de tus amiguitos de la agencia, el FBI o cualquiera de esos. Si ves una especie de camino, cógelo.
—Estás loco. Nos perderemos en el monte.
—Esa es la idea.
Alex era una buena conductora, y el gran GMC parecía firme y sólido en aquella superficie irregular mientras ella mantenía el pie firmemente en el acelerador. Después de un par de kilómetros, apareció un hueco entre los árboles, y Ben vio un camino de tierra que se desviaba serpenteante a la derecha.
—Por ahí.
Alex se metió con el coche, patinando en la curva. El coche se sacudió y retumbó por el camino irregular. Las ramas y los arbustos pasaban rozando bajo la luz de los faros, arañando el parabrisas. Ben apartó la tela ensangrentada de la camisa y sintió la herida. El agujero de bala estaba en la parte carnosa del hombro. No parecía haber tocado el hueso. La petaca de whisky todavía estaba por la mitad, así que bañó la herida con el líquido mientras Alex conducía, haciendo muecas por el escozor. Se quitó la camisa, desenrolló un trozo de venda y empezó a vendarse él mismo.
—¿Cómo está la herida? —preguntó ella, sin dejar de mirar hacia delante y levantado la voz por encima del ruido del motor.
—Bien —murmuró él. El dolor se iba aliviando conforme la codeína se introducía en su flujo sanguíneo.
—No está bien. Vamos a tener que sacarte la bala rápidamente.
—Tú sigue conduciendo —dijo él.
El camino se iba metiendo cada vez más en el campo. Después de unos diez kilómetros, había tantos arbustos que Alex conducía a ciegas mientras chocaba con densos matorrales. En el asiento de atrás, Zoë empezaba a incorporarse medio atontada, restregándose la zona de la cara donde Ben la había golpeado y agarrándose al soporte por la violenta oscilación del GMC.
Alex miraba por el cristal, concentrada, y agarraba con fuerza el volante. Después de unos cuantos kilómetros más, se vio obligada a reducir la velocidad, y el camino se fue perdiendo hasta desaparecer. El GMC se abrió paso a través de un espino enorme, se liberó y, de pronto, estaban en campo abierto con un océano de oscura pradera que se extendía ante ellos. Se veían las estrellas parpadeando y las montañas dibujaban una negra silueta dentada en el cielo.
—El Hi-Line de Montana —dijo Alex—. Donde las grandes llanuras se encuentran con las montañas Rocosas. Desierto.
Tras veinte brutales kilómetros más, el terreno se fue haciendo cada vez más escabroso y las rocas y los surcos los obligaron a coger un sendero agreste. Alex estaba agotada, sacudía la cabeza para mantenerse concentrada. Entonces, el GMC se tambaleó violentamente y se inclinó hacia la izquierda hasta casi volcar. Ben notó que se deslizaba en el asiento y se aseguró con las piernas. En la parte de atrás, Zoë gritó. El coche se paró en seco, algo chocó con la parte delantera emitiendo un sonido sordo y metálico. Alex soltó una palabrota y pisó repetidamente el pedal del acelerador, pero las ruedas habían perdido tracción y giraban en la tierra. Volvió a soltar una palabrota.
Ben abrió la puerta y bajó de un salto, apretándose el hombro. La hemorragia se había detenido, pero la camisa y los vaqueros estaban negros por la sangre. Se tambaleó en la oscuridad, mareado por el dolor, con la frente empapada de sudor frío. El GMC estaba clavado en un surco lleno de piedras escondido entre los arbustos, imposible de ver con tanta oscuridad.
—Necesitamos un tractor que nos remolque —dijo Ben—. Continuaremos andando.
Zoë se quedó con la boca abierta.
—Dios mío, ¿esa es tu idea de rescate? Yo no salgo de aquí andando.
—Muy bien —contestó Ben—. Pues te quedas aquí y te las arreglas tú solita, entre serpientes de cascabel y osos pardos. —Se giró hacia Alex—. Tenemos que ocultar el coche. Es muy fácil verlo desde el aire.
—¿Crees que vendrán en helicópteros?
Ben sonrió débilmente.
—¿Tú no?
Cogieron lo que pudieron del coche. Había un par de mantas en la parte de atrás, agua embotellada, una linterna, algunas cerillas, unos prismáticos. Ben metió todas las cosas en su bolsa junto con el botiquín de urgencia. A continuación, Alex y él exploraron el valle arbolado que los rodeaba en busca de ramas y trozos de arbusto para hacer antorchas y amontonarlos encima del coche. Había cien mil preguntas que estaba deseando hacerle a Alex, pero en ese preciso momento había otras prioridades. Sentía que podía confiar en ella, aunque no sabía por qué.
Al cabo de unos minutos, el vehículo tenía el aspecto de una mata de arbustos bajo la luz de la luna. Ben hizo un gesto de asentimiento y levantó la pesada bolsa para colgársela en el hombro sano. Comenzaron a caminar por el terreno pedregoso en fila india, la luna iluminaba el camino. Ben andaba al lado de Zoë, agarrándola del brazo para que continuara cuando se cayera. Se comportaba de manera hosca y poco dispuesta, y se quejaba enérgicamente cuando se tropezaba con una roca o la raíz de un árbol.
Ben la ignoraba y continuaba caminando. De vez en cuando miraba las estrellas para seguir hacia el norte. Alex había dicho que el hotel estaba a ochenta kilómetros al sur de Chinook. Se suponía que cuanto más cerca estuvieran de la civilización, más posibilidades habría de encontrar una carretera o una granja donde poder pensar en el siguiente paso. Y Ben sabía que tarde o temprano necesitaría atención médica. Sin tratamiento, la herida empeoraría. Se alegró de haberse puesto la vacuna de recuerdo del tétanos recientemente, pero había visto lo rápido que podía actuar la gangrena incluso con heridas menos graves que la suya.
Mientras caminaba, sentía que poco a poco iba perdiendo la energía y que se agudizaba el dolor del hombro. Luchó contra el impulso de tomar otro analgésico. No podía permitirse malgastarlos. Todavía quedaba mucha distancia por recorrer y mucho dolor.