59

Shady Oak, Virginia

10.05 a. m. (hora estadounidense)

Alex abrió la puerta y se encontró a Callaghan en el umbral, a merced del sol y el viento, con dos agentes más. Entraron en la casa.

—¿Está preparada? —dijo Callaghan.

Zoë estaba bajando la escalera.

—Aquí estoy.

—¿Lo llevas todo? —le preguntó Alex.

—No traje mucha cosa. —Zoë le sonrió a Alex—. Bueno, entonces, esto es una despedida. Supongo que no te volveré a ver, ¿verdad?

—Supongo que no.

—Buen viaje, Zoë. Cuídate.

—Gracias por todo lo que has hecho por mí. —La chica le cogió la mano a Alex y se la apretó—. No lo olvidaré.

Alex observó cómo se dirigía al GMC negro y se subía en el asiento de atrás. Los agentes subieron con ella. Callaghan se sentó en el asiento del copiloto.

La mujer le dijo adiós a Zoë con la mano, cerró la puerta y volvió al interior de la casa.

—Ya está —murmuró para sí misma.

Entonces, algo atrajo su mirada. Un destello dorado en el suelo de madera debajo de la mesita de café. Se acercó y lo cogió. Era la valiosa y antigua pulsera de Zoë. Se le debía de haber caído al quitarse el jersey.

Mierda —resopló.

Zoë había pasado por muchas cosas con esa pulsera, debía de estar muy unida a ella. Alex se mordió el labio durante un instante, mientras decidía qué hacer. Miró por la ventana. El GMC se estaba alejando por la calle. Se encendieron las luces de freno rojas, se desvió a la izquierda y desapareció.

Alex no se lo pensó dos veces y decidió seguirlo. El aeropuerto estaba a tan solo unos kilómetros; los alcanzaría y le devolvería la pulsera a Zoë.

Su Volkswagen Beetle estaba aparcado a unos metros de la casa. Cogió la llave del colgador al lado de la puerta y salió corriendo.

Encendió el motor, arrancó y ya iba calle abajo cuando pensó en llamar a Callaghan a su móvil. Mierda. Se había dejado el teléfono en casa. Demasiado tarde para volver por él. No importaba.

Alex condujo el Beetle a toda velocidad entre hileras de tranquilas casas de clase media, viró a la izquierda y aceleró para salir de la ciudad y entrar en la autopista. El tráfico era más denso. Divisó el gran GMC negro delante de ella, a unos ocho o nueve coches de distancia. Sin perderlo de vista, siguió la ruta que le era tan familiar. Puso un cedé de Creedence Clearwater Revival mientras conducía a una velocidad constante de noventa.

A los pocos minutos, ya estaban acercándose a la salida del aeropuerto. Alex miró por el espejo y se preparó para encender el intermitente y cambiar de carril.

Pero el GMC no cambió de carril.

Continuó por la autopista.

Alex frunció el ceño mientras continuaba a toda velocidad. Las señales del aeropuerto pasaban como un rayo y se iban quedando atrás. Era muy extraño. ¿No había ordenado Murdoch que trasladaran a Zoë directamente al aeropuerto? ¿Adónde la llevaban?

Siguió conduciendo. El tiempo iba pasando. Se escuchó la última canción del cedé y se acabó. No se había dado apenas cuenta. El cielo se había nublado y la lluvia empezaba a salpicar el parabrisas.

Ahora el GMC estaba saliendo de la autopista para meterse por una carretera más pequeña. La vegetación pasaba a toda velocidad y el tráfico empezaba a disminuir. Cada vez se alejaban más de Langley y Washington D. C., hacia Dios sabe dónde. Algo le dijo a Alex que se quedara atrás y pisó el freno para aumentar la distancia entre su coche y el de Callaghan.

Cada vez se adentraban más en el campo. La lluvia golpeaba el cristal, los limpiaparabrisas seguían el compás. Ahora, la carretera era estrecha y tortuosa, y se quedó atrás para poder seguir viendo el GMC sin que la descubrieran.

Ahora sí que estaba confusa de verdad. ¿Qué estaba pasando? Ojalá pudiera llamar a Murdoch a la agencia. Menuda idiota, ¿cómo se había podido dejar el teléfono en casa?

El reloj del salpicadero del Beetle estaba a punto de marcar las once y la aguja del indicador de gasolina empezaba a acercase a la luz roja de un modo preocupante cuando el GMC por fin salió de la carretera. A unos cincuenta metros de distancia, Alex vio que se encendían las luces de freno mientras entraba tambaleándose en un camino cubierto de vegetación, salpicando al pasar por los charcos que había. Lo siguió con cautela.

El GMC recorrió el camino a trompicones y rebotando, hasta llegar a un par de altas verjas de hierro medio ocultas detrás de unos helechos. La lluvia caía con mucha fuerza.

Alex apagó el motor del Beetle, recorrió en punto muerto los últimos metros y detuvo el coche con cuidado detrás de unos arbustos. Salió al aguacero y se escondió a un lado del camino; observó que uno de los agentes salía del coche, se dirigía hacia las verjas y quitaba el candado. Las cadenas se soltaron ruidosamente. El agente abrió la puerta y el coche pasó.

Unos segundos después, oyó los gritos.

Era la voz de Zoë.

No tenía su teléfono, no tenía su arma. Alex no se había sentido nunca tan desprotegida. Avanzó unos metros arrastrándose por los matorrales, con mucho cuidado de no quebrar ninguna ramita. La lluvia ya le había empapado el pelo y la ropa, y se le pegaba a la piel. Echó un vistazo a través de las hojas. Al otro lado de la verja se extendía una enorme casa. Parecía una especie de pabellón de caza, lujoso y apartado. El jardín estaba lleno de malas hierbas, como si aquel lugar solo se utilizara de vez en cuando.

Los hombres de Callaghan estaban sacando a Zoë del GMC y llevándola a rastras hacia la casa. Callaghan iba delante. Abrió la puerta y los hombres hicieron entrar a empujones a Zoë, que no paraba de gritar y patalear. Luego la puerta se cerró.

A Alex se le salía el corazón del pecho. Miró la hora. Eran las once y nueve. Intentó adivinar dónde estaban.

Entró con mucho cuidado por la verja abierta y se movió rápidamente por el descuidado jardín, pasando con cautela por los árboles y arbustos para evitar que la vieran desde alguna de las muchas ventanas emplomadas de la mansión.

Se dirigió con mucho cuidado hacia la casa. Tenía el corazón en la garganta. Se paró a escuchar. Nada.

Y entonces oyó el piñoneo del percutor de una pistola siendo amartillada, y sintió el duro metal en la parte de atrás de la cabeza.

—Qué descuidada —dijo una voz masculina que nunca había oído—. Tú los estabas siguiendo a ellos, pero yo te estaba siguiendo a ti.

Se arriesgó a echar un vistazo detrás de ella. El hombre que sujetaba la pistola era de constitución delgada, vestía una larga gabardina negra sobre un traje caro. Tenía el pelo rojizo. Había un toque de humor en su mirada. La lluvia salpicaba desde su paraguas.

—Tú eres Slater —dijo Alex.

—Y tú debes de ser la agente Fiorante. He oído hablar mucho de ti.

El descubrimiento la dejó aturdida. Callaghan y Slater. Habían estado juntos todo el tiempo.

Movió el cañón de la pistola.

—Muévete. Y mantén las manos arriba. Si las bajas, estás muerta.

Alex caminó. La empujó para entrar en la casa. Era un lugar sombrío. Los paneles de madera oscura brillaban débilmente en la penumbra. Había una chimenea de piedra llena de ceniza vieja y leños calcinados. Los trofeos de cabezas de animales miraban fijamente desde las paredes, con los ojos vidriosos y las cornamentas puntiagudas y retorcidas que proyectaban extrañas sombras. Alex sintió un escalofrío, el agua goteaba en las baldosas.

Se oyeron pasos por el pasillo y una puerta se abrió de golpe. Callaghan entró a grandes zancadas. Tenía el rostro retorcido por la furia. Había tres hombres más en la puerta detrás de él, con las pistolas en la mano.

—Una visita sorpresa —dijo Slater.

Callaghan la miró fijamente.

—Muy inteligente por tu parte, Fiorante. Pero hay una línea muy delgada entre lo inteligente y lo estúpido, y tú la has cruzado. —Les hizo una seña a sus hombres—. Cacheadla.

La registraron de un modo brusco pero meticuloso.

—Está limpia.

Alex se apartó el pelo mojado de la cara y le lanzó una mirada desafiante a Callaghan.

—¿Qué habéis hecho con Zoë?

El agente sonrió.

—¿Quieres ir con ella? Serás mi invitada.

Los agentes arrastraron a Alex por un pasillo oscuro y serpenteante, con Callaghan y Slater a la cabeza. En un hueco al final del pasillo había una pesada puerta tachonada de hierro, bajando un par de escalones. Callaghan sacó una larga llave de hierro del bolsillo y la abrió. Empujó la puerta y los agentes metieron a Alex dentro. Se tropezó, cayó por un tramo de escalera de piedra y aterrizó en el suelo de hormigón de un sótano. Al levantarse, saboreó sangre en sus labios.

Slater comenzó a bajar la escalera hacia ella, con aire despreocupado y ese brillo en su mirada. Se detuvo a mitad de camino y se apoyó en el pasamanos de hierro.

—Es una lástima —dijo mirándola de arriba abajo—. Está muy buena.

Alex escuchó un sollozo detrás de ella. Se dio la vuelta. Zoë estaba sentada en el suelo, apoyada en la pared, envuelta en sombras. Tenía la cara llena de lágrimas y un corte encima del ojo. Alex fue hacia ella y la abrazó.

—Cabrones —les dijo siseando.

Callaghan bajó la escalera y se puso al lado de Slater.

—Me temo que aquí es donde nos separamos, señoritas. —Se metió la mano en el abrigo y sacó una Glock de 9 mm. Apuntó a Zoë, luego movió el arma para apuntar a Alex. La mujer se negó a estremecerse. De ningún modo iba a mostrar miedo.

Zoë gimió, apretándole la mano.

—Que te jodan —dijo Alex.

—De verdad que me gusta esta mujer —dijo Slater—. Es peleona. Una lástima que no la pueda conocer mejor.

—Es la peste. Y la peste hay que erradicarla. —Callaghan entornó los ojos para apuntar, preparándose para disparar.

—Espera —dijo Slater.

Callaghan bajó la pistola con impaciencia.

—¿Qué?

—No dispares.

—¿Qué?

—Que no dispares. Tengo una idea mejor. —Slater sonrió abiertamente—. ¿Con qué frecuencia vienes aquí?

—No tanto como me gustaría —contestó Callaghan—. Ya sabes cómo va esto.

—¿Digamos que una vez cada cuatro o cinco meses?

—En un año tranquilo, sí.

—¿Y este es un año tranquilo?

—Este es un año de locos.

—Bueno, ¿qué te parece si simplemente dejamos a estas dos encerradas aquí abajo y volvemos en unos seis meses para ver cómo van?

Callaghan hizo una mueca.

—Esto va a apestar.

Slater negó con la cabeza.

—Nunca te he contado lo de mi perro, ¿verdad? Tenía un labrador, cuando era pequeño. Durante un tiempo estuvo bien, pero luego me cansé de toda esa mierda, así que lo encerré en un sótano para ver lo que pasaba. Tardó bastante en morirse, la verdad. Pero te aseguro que el hedor desaparece con el tiempo, cuando las ratas ya se han comido casi toda la carne. Los gusanos se llevan su parte, luego los fluidos corporales se secan. Te quedas con una especie de cáscara seca.

—Eres un cabrón enfermo —dijo Alex.

—Me gusta —dijo Callaghan—. ¿Qué piensan ustedes, señoritas? Os damos más tiempo para que os conozcáis mejor. Incluso podéis intentar excavar para salir de aquí. Lo que pasa es que los cimientos son muy profundos y nos encontramos sobre un sólido lecho de roca.

—Así tendréis algo que hacer mientras morís —dijo Slater con una sonrisa. Miró la hora—. Será mejor que nos movamos. El avión del senador me está esperando.

Alex lo miró con el ceño fruncido.

—¿El senador?

La sonrisa de Slater se hizo más amplia.

—¿Quién te crees que está financiando todo esto, el Ejército de Salvación?

Alex parpadeó con incredulidad.

—¿Un senador de los Estados Unidos está detrás de todo eso?

—Bueno, él ni siquiera es consciente de ello —dijo Slater—. Pero Richmond es un necio evangelista con mucho dinero que no sabe ni en qué día estamos. Yo firmo los cheques, no él. Puede que él sea al que se está poniendo al frente de los fieles, pero esta es mi operación.

—¿Qué coño vais a hacer? —les gritó Alex.

Slater se encogió de hombros.

—Detesto la idea de que una mujer guapa como tú muera en la ignorancia. Estamos a punto de subir el telón del mayor espectáculo del mundo; aunque, desgraciadamente, no estarás aquí para presenciarlo. Aspirábamos a algo grande y estamos empezando algo grande. Algo que hará que la bomba de Corfú parezca un simple petardo.

A continuación le contó de qué se trataba, mientras mostraba su satisfacción por la mirada horrorizada de Alex al escucharle.

—Estáis locos —dijo en voz baja—. Estáis totalmente locos.

—Solo estamos adelantando los acontecimientos, agente Fiorante —dijo Callaghan—. No pienses en ello como si fuera algo nuestro. Es el plan de Dios. Si dicho plan conduce a la guerra, pues que sea lo que Dios quiera.

—Aunque, en realidad, te puedes ahorrar toda la parte de Dios —añadió Slater—. Callaghan es el chalado religioso aquí.

El agente de la CIA le lanzó una mirada seria.

—No os saldréis con la vuestra —protestó Alex—. Están esperando a Zoë en Inglaterra. Cuando vean que no regresa, sonará la alarma.

Callaghan sonrió y negó con la cabeza.

—Vuelves a equivocarte. Ya no la están esperando.

—Me obligaron a llamar a mis padres desde el coche —dijo Zoë sollozando—. Me obligaron a decirles que había conocido a alguien y que no volvería en un tiempo.

—Ya están bastante acostumbrados a ese tipo de cosas, ¿verdad? —añadió Callaghan.

—Pero Murdoch se dará cuenta de que he desaparecido —dijo Alex—. De un modo u otro, esto se volverá en vuestra contra.

—Escucha, cielo —interrumpió Slater—. Para cuando alguien caiga en la cuenta de algo, el mundo será un lugar diferente. Tendrán cosas más importantes de las que preocuparse que vosotras dos.

—Nos puedes matar —dijo Alex sin alterarse—. Pero Ben Hope irá a por vosotros.

Slater y Callaghan intercambiaron una mirada divertida.

—Muy oportuno, agente Fiorante —dijo Callaghan—. Porque justo ahora están a punto de dar las once y veinticinco. En Israel son las seis y veinticinco. Tu amiguito está a punto de caer en una trampa, justo ahora, mientras estamos hablando. En cinco minutos, estará muerto.

Slater soltó una risilla.

—Que lo paséis bien, chicas.

Los dos hombres se dieron la vuelta y subieron la escalera del sótano. Luego, la pesada puerta se cerró de golpe y Alex y Zoë se quedaron a oscuras.