19

Al salir del hospital, Ben todavía se sentía cansado y entumecido. Salió por las puertas de cristal arrastrando los pies y lo recibió el ardiente sol matinal, aunque apenas notaba el calor en la cara. Se quedó de pie en la acera, en blanco, sin saber qué hacer a continuación.

Unos pasos acercándose hicieron que se girara: dos hombres. Uno llevaba una cámara; el otro, una libreta. Reporteros. Lo estaban buscando a él.

—Usted es el hombre que salvó al niño —dijo el de la libreta—. ¿Podemos hacerle unas preguntas?

—Ahora no —contestó Ben en voz baja.

—¿Y más tarde? Aquí tiene mi tarjeta. —El reportero se la puso directamente en la mano y él se limitó a asentir. Estaba demasiado cansado como para decir nada más. El fotógrafo levantó la cámara e hizo unas cuantas fotos. Ben ni siquiera intentó impedírselo.

Cuando los reporteros ya se estaban dando media vuelta para irse, un coche de policía con tracción en las cuatro ruedas se detuvo invadiendo el borde de la acera con un chirrido de ruedas. Las puertas se abrieron y salieron dos hombres, uno con uniforme y otro de civil. El agente de civil era bajo y rechoncho, calvo y con la barba recortada.

Se acercaron a él.

—¿El señor Hope? —dijo en inglés el agente de civil. Se metió la mano en la chaqueta y sacó un carné de identificación—. Soy el comisario Stephanides, de la policía de Corfú. ¿Sería tan amable de acompañarme, por favor?

Ben no contestó. Dejó que lo llevaran hasta la parte de atrás del coche. Stephanides se subió después de él, le dijo algo en griego al conductor y el coche se alejó a toda velocidad. Después, se giró para mirar a Ben.

—¿No es pronto para que salga del hospital? Esperaba encontrarle en la cama.

—Estoy bien —contestó Ben.

—La última vez que lo vi estaba tumbado en una camilla cubierto de sangre.

—Son solo un par de rasguños. Otros corrieron peor suerte.

Stephanides asintió gravemente.

En menos de diez minutos, ya habían pasado por la zona de seguridad de la policía y estaban aparcando en la parte de atrás de la gran comisaría. El comisario salió con dificultad del coche e indicó a Ben que lo siguiera. Entraron en el edificio con aire acondicionado y llegaron a un cómodo despacho.

—Siéntese, por favor —dijo Stephanides.

—¿En qué puedo ayudarle, comisario?

—Solo se trata de un par de preguntas. —Stephanides apoyó todo su peso en el borde de la mesa, con una pierna rechoncha colgando. Sonrió—. La gente dice que es usted un héroe.

—No fue nada —dijo Ben.

—Antes de que actuara para salvar al pequeño Aris Thanatos, estaba con una de las víctimas en la terraza del establecimiento.

Ben asintió.

—Tengo que preguntarle si notó algo extraño o sospechoso.

—Nada en absoluto —dijo Ben.

Stephanides asintió, cogió una libreta que había junto a él encima de la mesa.

—La víctima en cuestión, Charles Palmer, ¿era amigo suyo?

—Estuvimos juntos en el ejército —contestó Ben—. Ahora estoy retirado.

—¿Y cuál es la naturaleza y el propósito de su visita a Corfú?

Ben había tratado con hombres como Stephanides durante mucho tiempo. Estaba sonriendo y se esforzaba por resultar amable y poco amenazador, pero tenía un semblante absolutamente serio. El interrogatorio era peligroso y Ben tenía que concentrarse mucho para evitar decir algo incorrecto.

—Vine por Charlie. Necesitaba que le aconsejara sobre algo, pero no llegué a saber sobre qué. La explosión ocurrió antes.

Stephanides volvió a asentir y tomó nota en la libreta.

—¿Y por qué no podía darle ese consejo por teléfono o por correo electrónico?

—Prefiero hablar cara a cara —dijo Ben.

El poli gruñó.

—Entonces, ¿recorrió tantos kilómetros para tener una conversación, sin saber siquiera de lo que iba?

—Correcto.

—Pues me choca, me parece un poco extravagante.

—Me gusta viajar —dijo Ben.

—¿A qué se dedica, señor Hope?

—Soy estudiante. De teología. En Christ Church, Oxford. Puede comprobarlo.

Stephanides levantó las cejas y volvió a tomar nota en su libreta.

—Supongo que eso explica por qué llevaba una Biblia encima. —Levantó la mirada—. Hay cosas sobre su amigo que me preocupan. Estaba haciendo preguntas sobre una mujer inglesa.

—Yo no sé nada de eso —dijo Ben.

El comisario volvió a levantar las cejas y le lanzó un «te pillé» con la mirada.

—Eso no es lo que me dijo anoche la mujer de él, la señora Palmer. Me contó que el señor Palmer estaba trabajando para usted y que estaba buscando a una tal señorita Bradbury.

Ben cerró los ojos y se frotó las sienes. Había caído.

—Tengo siete cadáveres en el depósito —dijo Stephanides—. Y otras once personas heridas. Una de ellas no volverá a ver. Otra no volverá a andar. Alguien colocó una bomba en medio de mi ciudad y yo averiguaré quién ha sido y por qué lo hizo.

Ben no contestó.

Stephanides sonrió, pero fue una sonrisa hostil.

—Ha pasado por una explosión. Quizá no tendría que haber salido tan pronto del hospital. Puede que necesite un par de días para recuperarse y aclarar las ideas. Cuando se sienta mejor para hablar, me gustaría repasar estas preguntas. Mientras tanto, quiero que se quede aquí, en Corfú. Debo pedirle que me entregue su pasaporte, por favor. Lo retendremos hasta que ya no necesitemos su ayuda.

—No lo tengo —dijo Ben.

—¿Dónde está?

—Lo llevaba en el bolsillo de la chaqueta cuando explotó la bomba. Y los billetes también. Mi chaqueta estaba en el respaldo de la silla. Se quemó todo.

Stephanides se quedó mirándolo fijamente, muy serio.

—Me he dado cuenta de que lleva la cartera en el bolsillo de atrás de los pantalones. ¿Puedo verla, por favor?

Ben se la dio y el comisario la examinó bruscamente. Escudriñó el carné de conducir de Ben, lo volvió a meter en la cartera y hojeó el grueso fajo de billetes.

—Es mucho dinero para llevar encima —apuntó—. Sobre todo para ser un estudiante.

—No utilizo tarjetas de crédito —dijo Ben—. Y tampoco guardo ahí el pasaporte.

—Es usted un hombre poco común. Alguien que prefiere viajar miles de kilómetros antes que hablar por teléfono. Alguien que lleva miles de euros encima y no utiliza tarjetas de crédito. Y se marcha del hospital por su cuenta antes de que las heridas hayan empezado a cicatrizar. Mi trabajo es fijarme en ese tipo de cosas. Y es inevitable que me pregunte por qué tenía usted tanta prisa.

—¿Cree que estoy implicado?

—Creo que no me lo está contando todo —dijo Stephanides—. Y creo que debería reflexionar sobre qué le gustaría contarme. Volveremos a hablar. Ahora, puede irse.

Ben ya se dirigía hacia la puerta cuando el policía lo llamó. Le entregó una bolsa de basura de plástico negro.

—Sus pertenencias —le dijo en tono irónico—. Las que no se quemaron.

Ben la cogió y se marchó.

Salió de la comisaría aturdido, aferrado a la bolsa de plástico. Apenas asimilaba su entorno. Solo andaba, un pie delante del otro, mirando al suelo. Los pensamientos chillaban en su cabeza. No estaba pensando en la conversación con Stephanides, ni en que había dejado que aquel poli lo pillara con sus preguntas, ni en que estaba de mierda hasta el cuello, ni en que no tenía ni idea de lo que estaba pasando.

«Mi hijo nunca conocerá a su padre».

«Eres un puto asesino».

«Que Dios te maldiga si puedes seguir viviendo con esto en tu conciencia».

Aquellas palabras eran como cuchillos apuñalándole el cerebro. Siguió andando, intentando con todas sus fuerzas acallarlas. Se alejó deambulando de la ciudad y acabó en un muelle, donde había algunos botes de pesca amarrados meciéndose lentamente sobre el agua. Bajó un quebradizo tramo de escalera hasta la blanda arena. La cala desierta se curvaba formando un arco, la orilla rocosa subía en pendiente por detrás y un frondoso pinar bordeaba la línea de costa hasta el horizonte.

Se desplomó apoyado en una roca y dejó la bolsa de basura entre sus pies. Cerró los ojos. Era como si ya no le quedaran fuerzas para nada. Se abandonó a la desesperación. Vio la cara de Charlie delante de él. La voz de Rhonda seguía gritándole en la cabeza. Ella tenía razón. Charlie estaba muerto por su culpa. Él lo había metido en todo aquello, diciéndole lo fácil que sería.

¿A cuento de qué supusiste que sería así? ¿Cuándo resultó algo tan fácil? Precisamente tú deberías saberlo. Y ahora Charlie está muerto.

Notó que el sudor le picaba en la cara. Necesitaba beber algo, desesperadamente. Alargó la mano y desató el nudo de la bolsa de basura. Entre los restos carbonizados de su bolsa de lona, encontró el móvil hecho polvo. Siguió tanteando en busca de la petaca. Sus dedos se acercaron a algo sólido y lo sacó.

No era la petaca, sino su vieja Biblia, con los bordes de la cubierta de piel quemados. Se quedó mirándola durante un momento, luego la tiró a la arena y volvió a coger la bolsa. Esta vez sí que encontró la vieja petaca abollada, desenroscó el tapón y echó un largo trago de whisky caliente. Le quemó la lengua y sintió el trago de inmediato. Aquello lo mitigaría un poco. Pero no lo suficiente. Volvió a cerrar los ojos y suspiró.

Al abrirlos, lo primero que vio a su lado fue la Biblia sobre la arena. La cogió y la apoyó en el regazo, mirándola fijamente. Se puso de pie, notó el tirón de la herida del cuello y los músculos doloridos. Con la Biblia aún en las manos, se dirigió despacio hacia la orilla.

Volvió a mirar el libro, y pensó en la dirección que había tomado su vida. En las opciones y los caminos que ahora se abrían ante él. Había intentado con todas sus fuerzas alejarse de los problemas y encontrar la paz. Era lo único que quería, ser una persona normal, alejarse de todo aquello, llevar una vida sencilla y feliz. Eso era lo que la Biblia significaba para él.

Pero los problemas lo habían seguido, como siempre, como un demonio pisándole los talones, persiguiéndole adondequiera que fuera.

¿Acabaría todo aquello alguna vez? ¿Es que no había escapatoria? En aquel momento comprendió que no la había. Por alguna razón, aquel parecía ser su destino.

Las olas entraron silbando en la arena, le acariciaron los dedos de los pies y volvieron a alejarse.

¿Dónde está Dios?, pensó.

Miró hacia el cielo.

—¿Dónde estás? —gritó.

El eco de su voz resonó por las rocas del acantilado.

No hubo respuesta. Claro que no. Nunca la habría. Estaba solo.

La rabia y la frustración entraron en erupción. Echó el brazo hacia atrás y arrojó la Biblia al mar. Formó un gran arco hacia el cielo. Durante un segundo, pareció suspendida en el aire, como si fuera a quedarse allí para siempre. Luego empezó a bajar en picado, batiendo las páginas, y cayó en las olas a veinte metros de él con un chapoteo sordo.

Ben se alejó y echó otro largo trago de whisky. Caminó sin rumbo por la orilla, sintiendo cómo la emoción le subía por el pecho. A lo lejos, en la orilla, había un conjunto de casas y una escalera que comunicaba las suaves laderas del acantilado con la playa. Oyó voces en la brisa. Un pequeño grupo de gente que bajaba tranquilamente la montaña en su dirección. Estaban a unos doscientos metros, pero si continuaba andando, se encontraría con ellos. No quería tener cerca a nadie. Se dio la vuelta y volvió a recorrer lentamente el camino que había hecho, hacia el acogedor refugio que proporcionaban los pinos. Las olas continuaban acercándose y alejándose suavemente, silbando, como si el mar estuviera respirando. La marea bañaba sus zapatos y sintió la fría humedad en los pies. Algo le golpeó suavemente un pie y miró hacia abajo.

Era la Biblia. Había regresado a él. La miró durante un momento, se agachó y la recogió. Se quedó de pie con el libro chorreando en las manos. Volvió a echar el brazo hacia atrás para devolverla al agua, esta vez más lejos, para que las olas no la trajeran de vuelta a la orilla.

Pero algo lo detuvo. Se quedó sin fuerza en el brazo. Volvió a mirar fijamente el libro. Un alga colgaba de la cubierta. La quitó. Luego siguió andando, aferrado a la Biblia empapada.