11
Holywell Music Room, Oxford
Aquella noche
Ben se recostó en el duro asiento y observó el goteo de público entrando en la sala. La acústica amplificaba cualquier sonido y la gente procuraba hablar en voz baja. Se había sentado en la última fila y el lugar se estaba llenando poco a poco, pero no esperaba que el concierto fuera a atraer a una gran multitud.
Le había echado un vistazo al folleto unos días antes y se alegraba de haber ido. No era muy aficionado a los conciertos, pero la idea de pasar una hora escuchando cuartetos para cuerda de Bartók le atraía. Era el tipo de música crispante que incomodaba e inquietaba a la gente, pero que a él le gustaba. Era temperamental y siniestra, introspectiva, un poco disonante, colmada de una tensión que, de algún modo, lo relajaba.
La Holywell Music Room estaba oculta en una tortuosa calle lateral no muy lejos de la biblioteca Bodleian. No era un lugar grande ni opulento, sino una sencilla sala blanca con un humilde escenario al fondo y una capacidad para unas cien personas. La iluminación era austera y daba la impresión de que las hileras escalonadas de asientos se habían diseñado para la mayor incomodidad posible. En el programa se decía que era la sala de conciertos más antigua de Europa y que Händel había tocado allí en su época. También ofrecía un poco de información sobre el compositor y la música, y dedicaba un breve párrafo a cada miembro del cuarteto. Todos eran estudiantes de música de posgrado que daban clase y actuaban para abrirse camino en la universidad.
En el sencillo escenario había cuatro sillas de plástico y cuatro atriles. Estaba previsto que los músicos salieran en unos segundos, aunque quizá tardaran un poco, esperando que llegara más gente. Pero la cosa no prometía.
Más que verla, Ben sintió que entraba en la sala. Se dio la vuelta y lo primero que percibió fue su sonrisa al reconocerlo. La bibliotecaria de la Bodleian. La melena rubia le caía sobre los hombros y llevaba una chaqueta fina que abrazaba su figura. Dejó el programa sobre sus rodillas cuando vio que se acercaba.
—¿Estás solo? —dijo en voz baja—. ¿Te importa que me siente aquí?
Ben había dejado su chaqueta doblada sobre el respaldo del asiento de al lado. La cogió y la puso en el suelo.
—No hay problema.
Ella se sentó, sin dejar de sonreír. Llevaba un bolso pequeño que dejó a su lado.
—No esperaba verte aquí —susurró—. Me llamo Lucy, por cierto.
—Ben.
—En tu carné de la biblioteca pone Benedict.
—Simplemente Ben.
Se quitó la chaqueta y Ben se dio cuenta de que llevaba la misma blusa blanca y almidonada que cuando la vio por primera vez.
—¿Trabajando hasta última hora?
Ella puso los ojos en blanco.
—Para qué hablar.
Ben estaba a punto de contestar cuando los músicos salieron al escenario con los instrumentos. Se escuchó una especie de aplauso por parte del reducido público cuando los dos violinistas, el violonchelista y el intérprete de viola se acomodaron en sus asientos. Levantaron los arcos y asintieron. A continuación, empezaron a tocar.
En el momento en que la música crispada inundó la sala, Ben se percató del perfume de Lucy. De vez en cuando, ella se movía en el asiento y Ben notaba el suave roce de la rodilla de Lucy en la suya. Se preguntó distraído por qué había querido sentarse a su lado cuando la sala estaba medio vacía. Parecía bastante agradable. A él no le importaba la compañía.
Estaba atardeciendo cuando salieron de la Holywell y comenzaron a caminar por la estrecha calle.
—Me ha gustado —dijo Lucy.
—Ha sido relajante —contestó él.
—¿Eso crees? Es bastante intenso.
—Por eso lo encuentro relajante.
—¿Te apetece tomar algo? —dijo ella.
—¿Por qué no?
El Turf estaba justo al lado, un pub que Ben recordaba de hacía años. Cruzaron la carretera y se dirigieron hacia el sonido de la música y las risas. El interior era tradicional, con techos bajos, vigas al descubierto y una barra de madera picada que parecía tener unos dos siglos de antigüedad. El local estaba repleto de gente. Un contingente de turistas italianos ocupaba varias mesas y hacía demasiado ruido. Ben pidió un escocés doble y una copa de vino blanco, y los dos se llevaron las bebidas a un tranquilo rincón de la terraza rodeado de viejas paredes de piedra y plantas trepadoras. El ambiente estaba cargado del aroma a madreselva.
Ben sacó sus cigarrillos.
—¿Te importa?
—Yo también fumaré —dijo ella.
Ben le ofreció fuego y brindaron. Le parecía un poco extraño encontrarse allí con ella, pero al mismo tiempo era una persona con la que resultaba cómodo estar.
—Un concierto genial —dijo ella—. Una pena lo del público.
—Creo que Bartók es un gusto adquirido.
—Si hubiera sido los grandes éxitos de Chopin, o algo barroco con muchos adornos, la sala se habría llenado hasta los topes. —Sonrió—. Así que, Ben, ¿eres un posgraduado o qué?
—Estudiante universitario. Esperando para empezar mi último año en Christ Church.
Ella pareció sorprendida.
—Ya lo sé —dijo él al observar su mirada—. Soy viejo.
—No eres viejo.
Me siento viejo, pensó. Y cansado.
—Me tomé un descanso —le explicó—. Hice dos años de la licenciatura de teología, hace tiempo. Hace demasiado tiempo. Ahora me dejan volver para acabarla.
—¿Un cambio en tu carrera profesional?
—Sin duda.
—¿A qué te dedicabas antes?
Se quedó pensando durante un momento. Incluso pensó en decirle la verdad. Después decidió que no.
—Era profesional independiente, una especie de asesor por cuenta propia. Mediador. Cosas de especialista. Viajaba mucho.
No tenía ningún sentido, era la contestación más imprecisa que podía pensar, pero ella pareció satisfecha con la respuesta.
—A mí también me vendría bien un cambio —dijo ella.
—¿No te gusta trabajar en la biblioteca?
—Está bien, pero yo quiero pintar. Soy artista. Solo trabajo en la Bodleian unas pocas horas a la semana, para pagar las facturas. Yo me dedicaría al arte a tiempo completo si pudiera vivir de eso. Pero la cosa está difícil.
—Un negocio complicado —dijo él—. Espero que lo consigas. ¿Qué clase de arte haces?
Lucy soltó una risilla.
—Bueno, no te interesaría.
—Sí, me interesa.
Metió la mano en el bolso y sacó una tarjeta de visita. En una cara ponía «Lucy Wilde, pintora», un número de teléfono y la dirección de una página web. Ben le dio la vuelta. En la parte de atrás de la tarjeta había impreso un diseño abstracto, geométrico y bien definido, un estilo que le recordaba a Kandinsky.
—¿Es tuyo?
Ella asintió.
—Me gusta. Eres muy buena. Espero que te vaya bien. —Hizo el gesto de devolverle la tarjeta.
—Quédatela —le dijo. Él sonrió y guardó la tarjeta en un bolsillo.
Se hizo un silencio entre los dos durante unos segundos. Ben le dio vueltas al vaso encima de la mesa, luego echó un vistazo al reloj.
—Creo que tendría que irme. —Se bebió el último trago.
—¿Dónde vives? —le preguntó ella.
—En la zona norte, en la calle Woodstock. ¿Y tú?
—En Jericho.
—Me ofrecería a llevarte —dijo él—, pero voy andando.
—Yo también. Pero vas por el mismo camino que yo hasta Saint Giles. ¿Vienes conmigo?
Él asintió. Ella sonrió y se fueron juntos. No hablaron mucho mientras recorrían la estrecha calle. El eco de sus pasos retumbaba en las viejas paredes picadas de los edificios universitarios mientras caminaban hacia el centro de la ciudad. La gente había salido en avalancha del New Theatre y los puestos de kebab estaban atareadísimos, perfumando el cálido aire nocturno con el aroma de la carne asada. Pasada la facultad de Saint John, venía la amplia Saint Giles. Las calles allí estaban más tranquilas y las farolas arrojaban una tenue luz color ámbar.
Lucy se paró.
—Yo sigo por ahí —dijo señalando a una calle lateral—. Ya nos veremos. En la biblioteca.
—Supongo. —Se dio la vuelta para marcharse.
—Ben.
—¿Qué?
Lucy habló con voz vacilante.
—Estaba pensando si te gustaría venir conmigo a ver una película mañana por la noche.
Él no dijo nada.
—Es una película sobre Goya —dijo ella con voz nerviosa—. El artista.
—Ya sé quién es Goya. —Lamentó la brusquedad con que lo soltó.
—No sé si es buena, pero pensé que quizá te gustaría… —Su voz se fue apagando. Se movió de un lado a otro, bajó la mirada, rebuscó en el bolso.
Él dudó.
—Lo siento, Lucy. No creo que pueda. Tengo cosas que hacer.
—¿Y otra noche? ¿A tomar algo?
—No creo —dijo él.
Lucy parecía confusa.
—Vale, lo entiendo. Entonces ya nos veremos.
Se dio la vuelta y Ben observó cómo se marchaba. Lucy no miró atrás. Él continuó subiendo la calle.
A unos cien metros, redujo el paso. Se paró. Se quedó de pie bajo la luz color ámbar y negó con la cabeza. Menudo gilipollas, le dijo su voz interior. Había manejado muy mal la situación. Estúpido, torpe e insensible. Resultaba obvio que ella no era el tipo de mujer que le pide una cita a un hombre todos los días. Le había supuesto un esfuerzo pedírselo y él la había pisoteado como a un insecto. Lucy se merecía algo mejor. Tenía que volver y explicarle la situación. Que a él le gustaba, pero no la vería mucho. Que seguramente no volvería a sentirse atraído por nadie nunca, al menos durante mucho tiempo, quizá nunca más. Que no era nada personal, que simplemente se trataba de él y sus problemas. Que lo sentía.
Se dio la vuelta y se dirigió a grandes zancadas hacia la calle empedrada por donde había visto alejarse a Lucy. Era estrecha y estaba muy poco iluminada; los altos edificios a ambos lados proyectaban largas sombras negras en los adoquines. Poco más que un largo callejón. No había nadie.
Solo Lucy y tres tipos.
Estaban a treinta metros. La tenían aprisionada contra la pared. Uno enfrente sujetándola por el cuello. Los otros dos, situados uno a cada lado para que no escapara. Ella forcejeaba y daba patadas. Uno de ellos tenía el bolso agarrado y Lucy tiraba de la correa para que no se lo quitara. Al final lo soltó y Ben oyó una risa por encima del débil grito de ella.
Se aproximó con sigilo, fundido con la oscuridad. Los tres estaban demasiado ocupados con Lucy como para darse cuenta de que se estaba acercando, aunque ni siquiera un soldado profesional lo habría oído. Dos de ellos eran blancos y el tercero, el que le había arrancado el bolso, era asiático. El que la retenía del cuello parecía el más competente. Llevaba la cabeza afeitada y un pendiente de aro en la nariz, transmitía seguridad. Sin duda era el jefe. El otro blanco era de menor estatura, fornido, más bien gordo. Eran solo unos críos, tendrían entre diecisiete y veinte años, los tres con el mismo tipo de ropa deportiva.
Solo unos críos, pero críos peligrosos. Algo brilló bajo la pálida luz ámbar. El jefe se había metido la mano en la chaqueta y había sacado un cuchillo. Un cuchillo de cocina, con el mango de plástico negro, de unos veinte centímetros de acero serrado. Lo blandió frente al rostro de Lucy. Ella dejó escapar un grito ahogado y él le gruñó que se estuviera quieta y cerrara la puta boca.
Ben apretó los puños al ver el cuchillo. Se arrimó un poco más, sin hacer el más mínimo ruido. Seguían sin verlo.
El asiático estaba revolviendo el bolso, buscando el monedero, mientras su amigo el gordo intentaba quitarle el reloj a Lucy asiéndola del brazo. Ella los miraba aterrorizada.
Ben salió de la oscuridad. Se quedaron de piedra, mirándolo fijamente. Lucy exclamó su nombre.
En su cabeza bullían cientos de maneras de deshacerse de ellos. Tres segundos y los tendría a los tres destrozados en el suelo. En cuanto al cuchillo, era grande y amenazador en comparación con la víctima, pero el jefe no tenía ni idea de cómo usarlo. Al menos contra alguien que había sido entrenado para arrebatárselo y clavárselo en el cráneo antes de que pudiera siquiera abrir la boca.
Eran críos peligrosos, pero no dejaban de ser unos críos.
—Abre el monedero —le dijo al asiático. El chico miró el monedero y después a Ben. Parpadeó.
—Venga, ábrelo —dijo Ben, sin dejar de mirar al jefe. Su voz sonaba firme y suave.
El chico del cuchillo tenía el ceño fruncido y Ben observó su gesto de confusión. Sabía lo que estaba pensando. Tres contra uno, pero algo iba muy mal en el equilibrio de fuerzas. Su confianza se estaba consumiendo rápidamente y el desafío en su mirada se estaba transformando en miedo al luchar por encontrar las palabras. El cuchillo vacilaba en una de sus manos, aflojó un poco la otra y Lucy se libró de él.
El asiático hizo lo que le habían dicho. El monedero era de piel marrón, bastante gastado. Desenganchó el cierre y lo abrió.
—¿Cuánto dinero hay? —preguntó Ben.
El chico metió los dedos en el monedero y sacó un billete de veinte.
—No es un gran botín, chicos —dijo Ben—. Tocáis a menos de siete libras. Luego os daréis cuenta de que la tarjeta de débito no sirve porque la cuenta ya está en números rojos. Y el crédito de la otra se ha agotado. Así que os iréis a casa con siete libras. Es duro, chicos. Una gran noche de trabajo, algo de lo que podréis presumir delante de vuestros amigos.
El chico del cuchillo consiguió sacar la voz.
—Que te jodan —dijo. Pero no pudo disimular el temblor en la garganta.
Ben no le hizo caso.
—Vale, hagamos un trato.
Se metió la mano en el bolsillo trasero de los vaqueros, sacó su cartera y la abrió. Dentro había un fajo de billetes de cincuenta, recién sacados del cajero automático. Los contó con calma, tomándose su tiempo, notando sus miradas. Cogió seis billetes y volvió a guardarse la cartera.
—Trescientos. Cien para cada uno. Es mejor que siete. Y mucho más de lo que os merecéis. —Se los ofreció—. Son vuestros.
El chico del cuchillo dio un paso para cogerlos.
Ben retiró el dinero.
—Es un trato. Eso significa que quiero algo de vosotros a cambio. Cuatro cosas. Una, dejad que ella se vaya. Dos, devolvedle el bolso. Tres, pon el cuchillo en el suelo. Cuatro, os iréis y no quiero volver a veros nunca más.
Se quedaron pensativos.
—Si no aceptáis el trato, por mí bien —dijo Ben—. Lo único es que estaréis muertos en treinta segundos porque no se me ocurre otra opción. Vosotros diréis.
El asiático estaba empezando a temblar violentamente. Al chico del cuchillo se le salían los ojos de las órbitas. Intercambiaron miradas nerviosas.
—Os estoy ofreciendo una manera de salir de aquí —dijo Ben—. Os estoy dando dinero por vuestras vidas, para no tener que mataros.
El jefe se agachó y soltó el cuchillo. La hoja tintineó al chocar con los adoquines. El asiático devolvió el bolso a Lucy y, a continuación, los tres se apartaron rápidamente de ella, que estaba temblando, pálida. Corrió al lado de Ben, que le pasó un brazo por los hombros.
Dio una patada al cuchillo y lo mandó a la otra punta del callejón.
—Buena elección. Un gran momento. No sabéis la suerte que habéis tenido esta noche. —Les ofreció el dinero. Al jefe le temblaba la mano cuando fue a cogerlo. Y entonces, los tres pusieron distancia de por medio, echando a correr como demonios.
—¿Estás bien? —le preguntó Ben a Lucy.
Ella lo miró, con los ojos humedecidos.
—No me lo puedo creer. ¿Cómo lo has hecho?
—Te acompañaré a casa —dijo.