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Cerca de la bahía de Galway, costa oeste de Irlanda
Dos minutos más tarde, 22.02 p. m. (hora británica)
Ben Hope llevaba mucho tiempo en la oscura habitación, lo suficiente como para que el hielo del whisky se hubiera derretido hasta desaparecer mientras miraba por la ventana. El sol se ocultaba tras el horizonte atlántico, el cielo estaba veteado de dorado y carmesí y las nubes llegaban del oeste conforme caía la noche.
Miraba fijamente cómo las olas azotaban las negras rocas, salpicando con cada latigazo. Tenía el rostro sereno, pero su mente iba a toda velocidad y se encontraba inundaba por un dolor que el whisky no podía calmar. Imágenes y recuerdos que era incapaz de apartar y que, en realidad, no quería borrar. Pensó en su vida. En las cosas que lamentaba haber hecho en el pasado; en las cosas que no podría volver a hacer, algo que lamentaba todavía más. Pensó en el vacío del único futuro que se imaginaba que tenía por delante; en el modo en que los días solitarios se alargaban en noches solitarias.
Quizá no tenga por qué ser así.
La botella estaba detrás de él, encima de la mesita. El whisky era un escocés de malta excelente, de diez años. Por la tarde, la botella aún estaba llena. Ahora, tan solo quedaba un par de dedos.
Junto a la botella había una Biblia. Era vieja, con encuadernación de cuero y desgastada por el uso. Era un libro que conocía muy bien.
Al lado descansaba una pistola. Una Browning High Power de 9 mm, bastante usada, limpia y lubricada, con trece cartuchos brillantes en el cargador y uno en la recámara. Llevaba allí horas, amartillada y asegurada, con la punta de lustroso cobre de la bala alineada con el cañón y la parte posterior expuesta al percutor; lista y a la espera de que él tomara una decisión.
Esa bala era lo único que hacía falta.
En algún lugar de la oscura habitación, sonó el teléfono. Ben no se movió. Dejó que sonara hasta que quienquiera que llamara se dio por vencido.
El tiempo pasó. El sol se hundió en el mar. Las olas se oscurecieron cuando la noche invadió sigilosamente el cielo y lo único que podía ver era su reflejo en la ventana, devolviéndole la mirada.
Otra vez el timbre del teléfono.
Aun así, no se movió. A los treinta segundos, dejó de sonar y lo único que se escuchaba en la habitación era el lejano bramido del Atlántico.
Se apartó de la ventana y se dirigió a la mesita. Dejó el vaso vacío y alargó la mano hacia la pistola. La cogió y sopesó el sólido metal. Se quedó mirando fijamente el arma durante un buen rato, observando el trémulo reflejo de la luna en toda su longitud. Quitó el seguro.
Muy lentamente, giró la pistola hacia sí mismo hasta mirar el cañón de frente, sujetándola por detrás y con el pulgar en el gatillo. Se la acercó. Sintió el frío roce de la boca en la frente. Cerró los ojos. Veía perfectamente su rostro, tal y como le gustaba recordarla, sonriendo, llena de vida y belleza y felicidad, llena de amor.
Te echo tanto de menos.
Luego suspiró.
Hoy no, pensó. Hoy no es el día.
Bajó la pistola y se quedó allí de pie durante un rato, con el arma colgando de la mano. Luego volvió a poner el seguro. Dejó la pistola en la mesita y salió de la habitación.