49

Conforme pasaba la mañana, Ben notaba que poco a poco iba recuperando fuerzas y su impaciencia iba aumentando. Estaba tumbado sobre las sábanas arrugadas leyendo la Biblia, pensando en todo lo que había pasado.

No podía dejar de pensar en Slater. ¿Quién era? No era un agente. No era un poli. No era un guerrero como Jones. Era un líder, un organizador, un cabecilla. Obviamente, un hombre con un poder considerable. Uno de los motores principales. Un político, quizá, pero no una figura destacada; Alex nunca había oído hablar de él. Quizá alguien que prefería quedarse en un segundo plano, trabajando en la sombra. Y alguien que, por alguna razón que continuaba siendo un misterio, estaba interesado políticamente en Clayton Cleaver y, por extensión, amenazado políticamente por los ostraca que había descubierto Zoë.

Religión y política. Cleaver pretendía llegar al Gobierno, pero todavía no era lo suficientemente importante. ¿Y si había alguien más, alguien en una posición mucho más alta, alguien con mucho más que ganar o perder, interesado también en esto? Los votos y el poder suponían una gran motivación, algo por lo que merecía la pena matar.

Pero una voz interior le decía a Ben que había algo más. La sola ambición política no explicaba por qué Slater, o las fuerzas que representaba, eran aparentemente capaces de utilizar los recursos de la CIA para llevar a cabo sus planes. Había algo más grande detrás de todo aquello.

Y mientras Ben pasaba las hojas de la Biblia que tenía apoyada en la almohada, aquella idea seguía volviéndole a la cabeza y helándole la sangre.

Después de un rato, ya no podía soportar más la inactividad. Justo después de mediodía se levantó, sintiéndose un poco mareado, pero más fuerte. Solo llevaba unos pantalones cortos. El vendaje que le había hecho Alex estaba bien sujeto alrededor del pecho y el hombro.

Cogió la alianza y se la volvió a colgar al cuello. Se acercó a la ventana y observó las casas de la granja y los cercados, la extensa llanura y las montañas al fondo.

Algo le llamó la atención. En una de las cuadras, entre viejas herramientas de campo y trastos, vio la carcasa oxidada de una antigua camioneta Ford. Se quedó mirándola durante un momento, luego asintió para sí mismo.

Se acercó a la palangana y se echó agua fría en la cara, después volvió a la cama y se puso los vaqueros que le habían dejado. Le quedaban bien y se preguntó de quién serían. No eran de Riley, no con una cintura de ochenta centímetros. Se acordó de que el viejo había nombrado a un ayudante, Ira. Se puso la camisa que también le habían dejado.

El aroma a café llegaba flotando del piso de abajo y oyó que alguien se estaba moviendo por allí.

Ben se peinó un poco ante el espejo y se dirigió hacia la amplia escalera de madera.

En la gran cocina, encontró a Alex con una sartén abollada, friendo lonchas de beicon en unos viejos fogones de gas. Se dio la vuelta sorprendida cuando Ben entró.

—Estaba a punto de llevarte algo para comer.

—¿Qué otra figura política estadounidense utiliza la Biblia como parte de su programa de campaña? —preguntó.

Alex se quedó mirándolo durante un momento.

—¿Te refieres a alguien que no sea un presidente que dijo que Dios le había dicho que fuera a la guerra con Iraq?

—Alguien de menor grado —dijo—. Alguien que se esté esforzando mucho para llegar a lo más alto.

—Hay cientos de aspirantes políticos evangélicos —contestó ella—. Algunos son más importantes que otros, pero no puedo decirte un nombre en concreto. ¿Por qué me preguntas eso así, de repente?

—Por nada. Solo estaba pensando. Seguramente no acierte ni de lejos.

—No deberías haberte levantado tan pronto.

—Me siento más fuerte.

—Lo pareces, pero tampoco estás como para ir dando saltos por ahí. Deberías descansar un rato más.

—No voy a volver a la cama. Hay una camioneta ahí fuera. Parece vieja, pero quizá nos saque de aquí. Le daré a Riley el doble de lo que vale, para que pueda reemplazarla por una mejor.

—Buena idea —dijo ella—. Pero no vamos a llegar a ninguna parte con ella, por lo menos todavía no. Ya la he probado. La batería está bien, pero parece que le falta el motor de arranque.

—Además de doctora, mecánica —dijo Ben.

—Y también hago un café muy bueno. ¿Quieres un poco?

—Me encantaría. —Aceptó agradecido un tazón y le dio un sorbo.

—También he hecho tostadas francesas. Y un poco de beicon y alubias. —Alex se rio por la expresión de Ben—. ¿Es que vosotros no coméis tostadas francesas?

—Yo solo conozco las tostadas irlandesas —dijo él—. Son tostadas normales, mojadas en Guinness.

—Prueba una. Es pan frito con azúcar.

Se sentó a la mesa y comió.

—¿Dónde se encuentra su majestad esta mañana?

Alex levantó el pulgar.

—No va a salir de su habitación.

—¿Y Riley?

—Es un testarudo, como tú —dijo Alex—. Está cojeando por ahí, ocupándose de los animales. Es un viejo tozudo. Me dijo que fue marine.

—¿En Vietnam?

—Corea —dijo una voz áspera.

Se giraron. La puerta se abrió con un crujido y Riley entró cojeando en la cocina, agarrando un palo con la mano retorcida.

—Algo huele muy bien.

Se sentó muy erguido en su silla presidiendo la mesa. Alex le pasó un plato abundante y él murmuró unas palabras para bendecir la mesa antes de hincarle el diente. Los tres comieron en silencio durante un rato, luego Ben mencionó la vieja camioneta del establo.

—Si consigues que funcione, es tuya —dijo el viejo—. Te diré algo, si buscas en lo más profundo de ese viejo establo, encontrarás otra camioneta tapada con una lona. El motor se paró hace años, pero su motor de arranque creo que todavía está en buena forma. Quizá merezca la pena intentarlo.

—Lo miraremos.

Riley alargó el brazo y cogió una botella de un armario cercano. Estaba llena de un líquido transparente.

—Siempre me tomo un trago después de las comidas. ¿Queréis acompañarme?

Le quitó el corcho y echó un poco en los tres tazones. Cogió el suyo y deslizó los otros dos por la mesa.

—Es buenísimo —dijo—. Lo destilo yo mismo.

Ben le dio un sorbo. Era el doble de fuerte que el whisky.

—Me recuerda al aguardiente irlandés.

—Conocí a un tipo que conducía un Dodge Charger del 69 hasta arriba de esto —murmuró Riley.

Ben lo observó agradecido. Era un viejo testarudo, pero con buen corazón.

—Quería darle las gracias por permitir que nos quedemos aquí. No tenía por qué dejarme su habitación. Habría estado perfectamente en el establo.

Riley se rascó la barba canosa de las mejillas y sonrió con tristeza.

—Esa era la habitación de Maddie. No entro mucho ahí. Ella habría querido que tú y tu mujer la utilizarais.

Ben y Alex intercambiaron una mirada y no contestaron. Entonces, la puerta se abrió con un crujido y todos se giraron para ver a Zoë allí de pie, indecisa.

—Siéntese, señorita —dijo Riley.

Alex se levantó y fue a coger la sartén de la cocina y un plato limpio.

—Ven y come algo, Zoë.

La chica parecía apagada cuando se sentó a la mesa y cogió la comida que Alex le había puesto delante. Ben la ignoró. Riley se acabó su comida, rebañó el plato con entusiasmo y se acabó lo que le quedaba de licor.

—Estaba riquísimo, caray.

Se recostó en la silla y sacó un paquete arrugado de Lucky Strike. Ben aceptó uno y los encendieron.

Zoë le echó un vistazo al barato teléfono de plástico que había colgado en la pared, en un rincón de la cocina.

—Ben —dijo tímidamente—, ¿crees que podría llamar a mis padres?

Ben estaba a punto de decir que no, pero antes de que pudiera articular una palabra, Riley lo interrumpió.

—El teléfono no funciona, señorita —dijo—. Lleva cogiendo polvo desde hace dos años. Dejé de pagar las facturas. Maddie lo utilizaba para llamar a su hermana de vez en cuando, pero a mí nunca me gustó hablar por esa cosa. A mí me gusta mirar a las personas a los ojos cuando hablo con ellas. —Señaló con el pulgar por detrás de su hombro—. El teléfono más cercano está en casa de los Herman, a unos quince kilómetros al oeste por las montañas.

Zoë se giró hacia Alex.

—¿Y tu móvil?

—Aquí no hay cobertura —comentó Riley—. Tal vez haya en casa de los Herman.

—Bueno, entonces iré a casa de los Herman —dijo Zoë—. ¿Puedo coger algún caballo?

—Tú no vas a ningún sitio —le advirtió Ben.

Y en ese preciso instante, el ruido de cascos en el patio hizo que se giraran para mirar por la ventana. A través del polvoriento cristal, vieron a un joven bronceado con el pelo negro y brillante y una cazadora vaquera que desmontaba un caballo gris y alto y lo ataba a una valla.

—Ese es Ira —señaló Riley—. Debe de haber encontrado el novillo.

Se levantó de la mesa y salió cojeando para reunirse con el joven.

Zoë estaba mirando fijamente por la ventana. Ben siguió su mirada y supo lo que estaba pensando. Ira parecía tener sangre de nativo americano. Era guapo y estaba en forma, debía de tener unos veintitrés años.

—Recuerda lo que te he dicho —dijo Ben—. Te quedarás aquí dentro. Ahí fuera nos están buscando.

Ella no contestó.

—Bueno —continuó Ben—. Ahora vamos a ver si podemos arrancar esa camioneta.