21

Corfú

Ben se marchó de la cala y volvió a Corfú caminando, sin prisa, sumido en sus pensamientos. Tiró la bolsa de basura con los restos de su bolsa de lona y el teléfono a una papelera. Al llegar al centro de la ciudad, se paró a comprar un par de camisas nuevas, unos pantalones vaqueros y una bandolera de estilo militar. Metió la ropa en la bolsa, se la colgó y se perdió entre la multitud. Después de la explosión, se respiraba un ambiente apagado, un estremecimiento de temor, sorpresa y furia. Las calles se habían vaciado y la gente estaba tensa. La matanza aparecía en todas las portadas de los periódicos. La policía se encontraba por todas partes.

Ben se compró un teléfono móvil de prepago en un puesto del mercado. Tenía que hacer una llamada. Se sentó en un muro bajo en la plaza de san Rocco y marcó el número de los Bradbury. No le apetecía en absoluto hablar con ellos, pero tarde o temprano se enterarían de la explosión y de que Charlie había muerto. No podía dejar que se volvieran locos por su culpa.

En cuanto Jane Bradbury contestó, supo que ya era demasiado tarde. Escuchó un silencioso sollozo, y luego un susurro al pasarle el auricular a su marido.

—¿Sí? —dijo Bradbury con un tono cansando y tenso—. Ben, ¿dónde estás? Te he buscado por todas partes, en la universidad y en la biblioteca. Incluso fui a tu piso al ver que no cogías el teléfono.

—Estoy en Corfú —dijo Ben—. Entonces… sabéis lo que ha ocurrido.

—¿Está herida? ¿Se vio envuelta en la explosión? —preguntó el catedrático con tono de urgencia.

—No estaba allí —contestó Ben.

Bradbury pareció aliviado.

—Gracias a Dios. Pero tu amigo… Es horrible. Lo siento mucho. ¿Qué está pasando?

—No lo sé.

Bradbury se quedó callado durante un segundo.

—Perdóname por lo que voy a decir. Sé que suena terrible, pero antes de que lo mataran, tu amigo…

—¿Si encontró a Zoë? No, no sé dónde está.

—Pero ¿la encontrarás?

—¿Alguna vez mencionó algún tipo de relación con América? —preguntó Ben.

Bradbury pareció sorprendido.

—Sí, conoce a alguien de allí.

—¿A un abogado llamado McClusky?

—No, no me suena ese nombre. Su amiga es una mujer mayor que conoció cuando impartió un curso de verano aquí hace dos años. Se llama Vale, la señorita Augusta Vale. En una ocasión cenamos con ella y Zoë ha ido a visitarla un par de veces.

—¿A Georgia?

—Sí, a Savannah. ¿De qué va todo esto, Ben? —Bradbury estaba cada vez más nervioso y confuso—. ¿Le ha pasado algo horrible a nuestra hija?

—¿Y qué me dices del nombre de Cleaver?

—No lo he oído nunca.

—¿Y alguien llamado Rick?

—Tampoco.

—Una última pregunta —dijo Ben—. ¿Alguna vez os habló Zoë de una profecía?

Bradbury se quedó callado durante un momento.

—¿Qué?

—Una profecía que pudiera hacerla rica.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Bradbury. La furia se hacía cada vez más evidente—. Lo que necesito saber es si le ha pasado algo a mi hija. Voy a llamar al consulado británico en Atenas. Y a la policía. Esto puede ser un secuestro y lo único que estás haciendo es preguntarme sobre profecías.

—Sé que parece una locura —dijo Ben—. Pero tengo razones para preguntarlo. Si se trata de un secuestro y empiezas a dar la voz de alarma, aumentarás el riesgo y la pondrás en peligro.

La ira en la voz de Bradbury se fue apagando.

—¿Y qué hago? —preguntó afligido.

—Quedarte sentado y esperar. Déjame hacer las cosas a mi manera. Seguiré en contacto. En cuanto sepa lo que está pasando, os diré algo.

—¿Y si piden un rescate? No nos queda dinero. ¿Qué le harán si no podemos pagar?

Ben ya sabía que no pedirían un rescate. Ya era demasiado tarde para eso.

—Ya tomaremos medidas en su momento, ¿de acuerdo? Me dijiste que confiabais en mí.

—Confiamos en ti —dijo el catedrático débilmente.

Al finalizar la llamada, Ben cerró el teléfono y suspiró. Delante de Bradbury había tenido que fingir que dominaba la situación, pero deseó que aquella seguridad fuera real.

Echó un vistazo a la plaza y observó el panorama. Tenía la boca seca. Se dirigió a una cafetería cercana y se bebió un par de whiskys dobles con hielo. El ambiente del local era sombrío, una mezcla de tristeza e ira mientras la gente veía las noticias sobre la explosión en la televisión del rincón. Después de una hora y media o así, Ben se marchó a dar un paseo, como cualquier turista. Se compró un kebab en un puesto ambulante.

Se lo comió mientras se dirigía hacia la esquina oeste de la plaza y paseaba por un pasaje abovedado, mirando los escaparates. Luego fue a otro bar, se sentó en la terraza, se bebió un par de cervezas frías acompañadas con aceitunas.

Se pasó unas cuantas horas así, paseando sin rumbo por el centro de la ciudad, pensando en Charlie y en Zoë y en todo lo que estaba ocurriendo en su vida. Cuando ya empezaba a caer el sol, encontró una parada llena de taxis libres y le enseñó al taxista la dirección que colgaba de la llave que le había dado Spiro.

Quince minutos después, estaba entrando en la casa de la playa de la familia Thanatos, a unos pocos kilómetros al sur de la ciudad de Corfú. Era pequeña y sencilla pero acogedora, con paredes blancas y frías baldosas. Seguramente la pareja había esperado que fuera. Había un jarrón con flores en la mesa, y seis botellas de vino blanco de la zona enfriándose en la nevera junto a unos fiambres fríos especiados, una fuente llena de hojas de parra rellenas, una montaña de aceitunas verdes frescas y un cuenco con fruta.

Tomó una de las botellas de vino escarchadas, la descorchó y salió a la playa. El sonido de la música llegaba flotando en la brisa, y miró para comprobar de dónde venía. A unos trescientos metros, al final de la arena blanca, divisó una taberna al aire libre bajo un gran toldo de lona. Echó a andar por la arena.

Para cuando llegó a la taberna, la botella ya estaba vacía. Se la mostró al camarero.

—Otra de estas —le dijo, y el chico asintió.

Ben acercó un taburete a la barra y se desplomó en él. El camarero le dejó una botella fría y un vaso y volvió a su tarea. Ben se volvió en el taburete, bebiendo vino, y miró hacia el mar. El sol se sumergía en el horizonte, arrojando un rojo resplandor sobre el agua.

En las mesas que lo rodeaban había gente bebiendo, charlando, riendo. Era como si casi todo el mundo estuviera esforzándose por olvidar el horror del día anterior. Uno o dos rostros reflejaban la tensión. En un rincón, un quinteto punteaba animosamente guitarras y bouzoukis, produciendo música de baile tradicional sin pausa y a buen ritmo. Tres o cuatro parejas estaban de pie siguiendo el rápido compás.

En otra mesa había dos chicas guapas. Una de ellas no paraba de mirar a Ben. Se inclinó hacia delante y le susurró algo a su amiga al oído, y ambas le sonrieron.

Las ignoró y observó la espectacular puesta de sol.

Al cabo de unos minutos, una mujer entró en la taberna. Se puso junto a él en la barra y dejó el bolso en el taburete que había entre ellos. Rondaba la treintena y llevaba un escotado vestido de lino color crema. Tenía el pelo negro y brillante, los rizos le caían sobre los hombros desnudos. Se dirigió al camarero en inglés, con un agradable acento español. Le sirvió un vaso de agua y ella se sentó mientras se lo bebía; parecía preocupada. Ben la observó durante un momento y luego volvió a la puesta de sol.

El teléfono de la mujer sonó. Chasqueó la lengua y lo sacó del bolso. Contestó en español. Ben sabía el idioma bastante bien y no pudo evitar escuchar. Le estaba diciendo a una tal Isabella que no, que no se lo estaba pasando bien, y que no, que no se iba a quedar más tiempo. Que volvía a Madrid al día siguiente.

La mujer colgó y miró a Ben como pidiendo disculpas.

—A mí me pasa todo el tiempo —dijo él—. La gente te llama cuando lo único que quieres es alejarte de todo.

Ella sonrió.

—¿Eres inglés?

—Más o menos.

—¿Turista?

—No exactamente.

Ella volvió a sonreír.

—¿Tú eres de España? —dijo él.

Ella asintió.

—Me has escuchado. Perdona. Odio a la gente que habla por teléfono en lugares públicos. Era mi hermana. Está preocupada por mí.

—¿No te lo estás pasando bien aquí?

Ella frunció el ceño.

—¿Cómo lo sabes? ¿Entiendes el español?

—¿Qué vas a tomar? —le preguntó él en español.

Ella se rio.

—Hablas muy bien. Pero ya he pedido algo de beber, gracias.

—Eso no es bebida —dijo Ben señalando el agua—. Tómate un vino conmigo.

Ella aceptó y Ben le pidió al camarero otro vaso de vino. La mujer se acercó a él, quitó el bolso y se sentó en el taburete que había entre ambos. Dejó el bolso en el suelo, a sus pies.

—Me llamo Esmeralda —dijo ofreciéndole la mano. Él la estrechó. Era suave y cálida.

—Yo soy Ben —dijo. Señaló una mesa vacía que había en el rincón con vistas a la orilla—. ¿Nos sentamos allí?

Ella asintió.

—No te olvides del bolso. —Ben lo recogió y se lo dio.

Llevaron las bebidas a la mesa. Él se tropezó con una silla y derramó un poco de vino en el suelo.

—¡Epa! Demasiada bebida.

Se sentaron uno enfrente del otro y hablaron hasta que salieron las estrellas y la luna brilló sobre el mar.

—¿Por qué te quieres ir de aquí? —le preguntó—. Es un lugar precioso.

—Estoy alucinando por lo de la bomba —contestó ella—. Ha sido horrible. Toda esa gente inocente.

Él asintió. No dijo nada.

—Y por otras razones también.

—¿Como cuáles? —preguntó él.

—¿De verdad quieres saberlo? Mi prometido me dejó por mi mejor amiga. Mi hermana pensó que me vendría bien irme durante un tiempo. Pero no está funcionando. —Sonrió débilmente, luego bajó la mirada.

—No me explico cómo pudo dejarte. —Ben alargó la mano y le acarició dulcemente el brazo con los dedos.

Ella se sonrojó.

—Eres muy amable. Bueno, Ben. ¿Y tú que estás haciendo en Corfú? ¿Vacaciones? ¿Negocios?

—Emborracharme. —Vació de un trago el vaso de vino. El quinteto había pasado a un repertorio melancólico de canciones tradicionales griegas, acompañado de una cantante.

—¿En qué trabajas? —preguntó Esmeralda.

—Soy estudiante.

—¿Qué te ha pasado en el cuello?

—Haces muchas preguntas.

Ella sonrió.

—Me gustaría llegar a conocerte mejor, eso es todo.

—¿Quieres bailar? —le preguntó Ben tomándole la mano.

Ella asintió. La condujo hasta la pequeña pista de baile. Ella miró hacia atrás para echarle un vistazo al bolso que había dejado en la mesa.

—Ahí estará bien —dijo él.

El baile fue lento y sensual. Ben sentía el calor de sus brazos desnudos en las manos. El tirante del vestido se deslizaba por su hombro. Tenía la piel de color miel, y las luces hacían que sus ojos oscuros brillaran. Ben la acercó más a él, sintió su cuerpo apretándose contra el suyo, y luego el suave calor de sus labios en los suyos.

—Tengo una casa en la playa —dijo él—. No está lejos, podemos ir andando. Allí estaremos solos.

Ella lo miró. Estaba un poco sonrojada y su respiración se había acelerado. Le apretó la mano. Asintió rápidamente.

—Vamos.

Se marcharon de la taberna y fueron caminando por la arena iluminada por la luna. La playa estaba vacía, solo se oía el murmullo de las olas y la música a lo lejos. Ella se quitó los tacones y caminó descalza. Él rodeó su fina cintura, sintiendo la agilidad de sus músculos al andar. Volvió a tropezarse y ella se rio mientras lo ayudaba a levantarse.

—Estás ebrio —le dijo en español, riéndose.

—Ciego como una rata. Llevo todo el día bebiendo.

Llegaron a la casa de la playa. Ben sacó torpemente la llave, se le cayó y, tambaleándose, la buscó por la arena del umbral murmurando palabrotas.

—Aquí está —dijo pronunciando mal.

Esmeralda giró el pomo.

—De todas formas está abierta —dijo riéndose.

La puerta se entreabrió. Ella entró primero y él la siguió, agarrándose de su brazo. Ben encendió la luz y la dejó pasar. Dejó que se alejara un poco, hasta que estuvo a un brazo de distancia.

Y entonces, le asestó un golpe con el canto interior de la mano en el cuello y ella se desplomó sin hacer el menor ruido.

Era un golpe para aturdir, no para matar. Ben se arrodilló rápidamente sobre el cuerpo inmóvil y abrió el bolso, que se le había caído. Palpó el interior y tocó el frío acero. Sacó rápidamente la pistola. Era más o menos como había intuido por el peso al coger el bolso en la taberna. Una Beretta 92F semiautomática. La pesada 9 mm estaba amartillada y asegurada. Le quitó el seguro.

La puerta del fondo de la habitación que daba a la cocina se abrió de golpe. Ben también se había esperado algo así. Efectuó un rápido disparo doble y la Beretta le golpeó la palma de la mano.

Alcanzó directamente al intruso. Las balas le dieron en el pecho y se estampó de espaldas contra el lado de la puerta. La pistola que llevaba salió volando y se alejó girando por las tablas del suelo. El hombre se desplomó y se quedó inmóvil, con la barbilla apoyada en el pecho y sangrando por la boca.

A Ben le zumbaban los oídos por los disparos. Fue a comprobar la puerta principal. La playa seguía vacía. Las paredes de la casa habrían amortiguado los disparos lo suficiente como para que no se oyeran desde la taberna. Volvió enseguida a la habitación y cerró la puerta con llave.

La mujer estaba empezando a moverse, gruñía y se agarraba el cuello. Pasó por encima de ella y cogió la pistola del intruso muerto. Era el mismo modelo de Beretta de 9 mm, pero con un silenciador en el cañón. Con la mano izquierda, tiró de la corredera lo suficiente como para exponer la recámara y dejar al descubierto el brillante latón del cartucho que contenía. Bajó la mirada para observar al intruso en el suelo. El tipo era rubio y bastante joven, de unos treinta años, y guapo. Ben recordó lo que Nikos le había contado a Charlie sobre la pareja en la fiesta de Zoë Bradbury aquella noche. El tipo rubio, de la misma edad, y una mujer que podía haber sido griega.

Se metió la pistola sin silenciador en el cinturón y apuntó con la otra a la cabeza de la mujer. Era un arma mucho más útil para un trabajo de interior.

—Levántate —le ordenó.

Ella tosió y se incorporó lentamente apoyándose en las rodillas y los codos, se apartó el pelo de la cara y se dio la vuelta para mirarlo. Aquellos ojos oscuros tenían ahora una mirada diferente.

—Te vi en la ciudad —dijo él—. Te vi en la plaza de san Rocco y también mientras miraba escaparates. Te vi incluso antes de que empezaras a seguirme hoy. Me aseguré de que me vieras todo el tiempo, así yo podría vigilarte.

Ella se incorporó y se puso en cuclillas, en tensión, con una mano apoyada en el suelo delante de ella y la cabeza levantada, mirándolo con los labios apretados. En el trozo de frente que había quedado despejado al apartarse el pelo de la cara, se veía una vena palpitando.

—Tú no me estabas siguiendo —dijo Ben—. Yo te estaba guiando. Escogí una parada con taxis libres para que no me perdieras de vista. Tú y tu amigo de ahí subisteis al siguiente taxi y os vigilé todo el camino hasta aquí. Os lo puse fácil. Incluso fingí estar borracho. Caísteis.

Ella tenía la mirada vacía. Ben se dio cuenta de que estaba midiendo distancias, ideando movimientos, calculando probabilidades. Estaba bien entrenada.

—Eres bastante buena —dijo él—. Una buena tapadera lo de tu hermana. Pero no eres tan buena como para librarte de esto. Habla, Esmeralda. No creas que no voy a dispararte.

Ella no dijo nada.

—Zoë Bradbury. ¿Dónde está?

Ella no contestó.

—¿Quién puso la bomba en el café? —preguntó—. ¿Fue para matar a Charlie?

—No sé de qué estás hablando.

Ben disparó. Ella gritó y levantó la mano del suelo.

—Estás bien —dijo él—. He apuntado entre los dedos. La próxima vez te arrancaré uno. Volvamos a empezar. Zoë Bradbury. ¿Dónde está?

—Se ha ido —contestó en voz baja.

—Cooperación. Muy bien. ¿Adónde ha ido?

Ella dudó.

—Escoge un dedo —dijo él—. Uno que no utilices mucho. Alarga un poco la mano, así no le daré a nada más por error.

—Ya no está en Grecia.

—¿Y dónde está?

—De todas formas me vas a matar —dijo ella—. ¿Por qué tendría que decírtelo?

—Yo no soy como tú —contestó—. Sé lo que tenías pensado hacer conmigo esta noche si no respondía tus preguntas. Pero yo no soy un asesino inconsciente. Si me dices dónde está, qué está pasando y quién eres, no te haré daño. Te llevaré a un lugar donde no puedan encontrarte. Cuando encuentre a Zoë sana y salva, volveré y quizá te deje en libertad. Tú eliges. Pero entiende que si no me lo cuentas, estás muerta. Aquí y ahora. Sin jueguecitos de dedos. —Le apuntó a la cabeza con la pistola.

—¿Quién coño eres? —Su acento español era ahora menos pronunciado. Sonaba claramente americano.

—Nadie. Última oportunidad. ¿Dónde está?

La mujer soltó un suspiro.

—Se la llevaron a los Estados Unidos. Hace cinco días.

—Bien. Por fin avanzamos. ¿Adónde exactamente? ¿Por qué y quién se la ha llevado?

—No lo sé todo —contestó ella—. Yo solo hago lo que me dicen.

—¿Quién te lo dice? Dame nombres.

—No sé nombres.

—¿Cuál es el tuyo?

—Kaplan. Marisa Kaplan.

La miró a los ojos y la creyó. Señaló al hombre rubio del suelo.

—¿Y el suyo?

—Hudson.

—¿Por qué estás aquí, Marisa? ¿Quién puso la bomba?

Entonces la habitación retumbó. Ben notó la onda expansiva de una bala que pasaba cerca de su oreja. Una lámpara de pared se hizo añicos. Se giró al mismo tiempo que retrocedía para devolver el disparo. La Beretta reculó en su mano. El tipo rubio estaba medio incorporado sobre un hombro y la pistola que empuñaba con la mano ensangrentada era un pequeño revólver de repuesto. Volvió a disparar. El segundo disparo atravesó el puño de la camisa de Ben.

Ben respondió con otro disparo. Vio que la bala lo alcanzaba. Disparó de nuevo. El ojo del tipo desapareció y su cabeza golpeó contra el suelo. Había sangre en la pared detrás de él.

A continuación, se instaló el silencio. Ben se levantó y comprobó que estaba bien. No le había dado. Esta vez el intruso sí que estaba muerto. Apartó el Magnum 357 chato de repuesto de una patada.

Escuchó un débil sonido detrás de él. Se dio la vuelta. La mujer llamada Kaplan estaba incorporada, mirándose fijamente el estómago. La sangre se estaba extendiendo rápidamente por el vestido color crema. Se apretó la herida que la bala perdida de su compañero le había causado en el intestino, mientras trataba de rasgar la tela para llegar a ella. Abrió y cerró la boca. Luego se desplomó hacia atrás y murió.