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Martes, 7 de agosto de 1990
Hacía una noche cálida y soplaba una ligera brisa desde la orilla del mar. Laura y Oscar Browne se hallaban sentados en la arena frente a una hoguera chisporroteante. El cielo despejado desplegaba sobre ellos su gran bóveda estrellada. Eran las únicas personas en varios kilómetros a la redonda, en esa playa de la pequeña y recoleta bahía de la península Gower, cerca de Swansea.
—Es preciosa tu hermana —dijo Oscar hurgando entre las ascuas con un palo.
—Siempre lo ha sido. Incluso de bebé. La mayoría de los bebés son muy feos.
—¡Protesto, señoría! —dijo él en plan juguetón—. Yo era monísimo cuando era un bebé.
—Estoy segura. Y ahora eres un hombre guapísimo, fuerte, sexy…
Oscar la atrajo hacia sí y se besaron.
—¿Te gustaría tener hijos algún día? —preguntó ella.
—Claro. Algún día —respondió él. Se callaron. Oscar se inclinó para coger una botella de vino apoyada sobre una roca—. ¿Quieres más? —preguntó alzándola. Laura asintió y dejó que le llenara otra vez la taza. Pensó en lo guapo que estaba a la luz de la hoguera. Él se levantó, se desperezó y se acercó al montón de leña que había recogido durante el día con ayuda de Jessica.
—No me has preguntado a mí.
—¿Preguntarte, qué? —dijo él buscando en el montón y escogiendo un pedazo plano de madera blanqueada por el sol.
—Si me gustaría tener hijos.
—Doy por supuesto que sí. —Sonrió y arrojó el pedazo de madera al fuego.
—Pues claro.
—Digámoslo así. Cuando me saque el título de abogado, podremos pensar en tener hijos —dijo riendo.
Laura contempló el mar. Él había hecho ese comentario como bromeando, pero hablaba en serio.
Cuando habían llegado a la pequeña y apartada bahía, Jessica se había sentido confusa pero excitada al ver la caravana y el panorama del mar centelleando bajo el sol. La península Gower era de una asombrosa belleza, y esa bahía en particular era un paraíso: montículos de hierba y brezo descendían hasta una inmensa playa donde la arena estaba salpicada de estanques naturales rodeados de rocas.
—¿Podemos buscar cangrejos y estrellas de mar? —preguntó la niña. Al sonreír, había dejado a la vista el hueco del primer diente de leche que acababa de perder.
—Claro. Tú ve a la playa con Oscar; yo ordenaré la caravana y la dejaré bien acogedora —dijo Laura.
Ella quería que todo fuera perfecto, y mientras Jessica y Oscar bajaban a la playa con una red verde prendida de un palo, se puso manos a la obra para convertir la caravana en un hogar. Hizo la cama pequeña para la niña en la parte de delante, bajo la ventana, desde donde vería el mar de día y las estrellas, de noche, y metió bajo la colcha su osito preferido.
Oscar había alquilado la caravana gracias al anuncio de una guía. A Laura, a quien le gustaban las comodidades, le encantó saber que la caravana disponía de electricidad propia. Sin embargo, cuando llegaron con el helado y las hamburguesas congeladas que habían comprado en las inmediaciones, descubrieron que la electricidad procedía de un ruidoso generador de gasolina: un cacharro que, nada más ponerlo en marcha, le quitó al ambiente buena parte de su encanto. A pesar de todo, dentro de la caravana, el ruido quedaba amortiguado de un modo sorprendente.
Cuando Laura terminó de ordenarlo todo, la caravana quedó muy acogedora. Secretamente, ya estaba esperando el momento de acurrucarse esa noche en la cama con Oscar. Se arregló, se cepilló el pelo, apartándoselo de la frente, y miró por la ventana. Lo vio a él y a Jessica a lo lejos, descalzos sobre la arena, agachados alrededor de un estanque entre rocas.
La pequeña retrocedió de repente, entre gritos y risas, sujetando el mango de la red, donde había un enorme cangrejo… Laura sonrió, pero cayó en la cuenta de que la niña todavía llevaba el vestido de la fiesta y sintió una punzada de culpabilidad.
Necesitaría ropa. Le habría gustado prepararle una maleta, pero no había querido que su madre las pillara y estropease todo el plan.
Había mentido a sus padres al decirles que ella y Oscar se iban solos de camping el seis de agosto. Y había mentido a Oscar al decirle que sus padres sabían que se llevaban a Jessica. Esas mentiras en sí mismas no la habían incomodado. Era el sistema que había urdido para llevarse a su hija lo que la inquietaba.
¿«Llevársela» era la palabra adecuada? No, más bien la habían «recogido». Habían llegado en coche la tarde del siete y habían esperado frente a la casa para recoger a Jessica.
Laura sabía que la pequeña tenía que asistir a la fiesta de cumpleaños de su amiga alrededor de las dos de la tarde. Era una cría independiente y querría ir sola, como si ya fuese mayor. Cuando la niña apareció en lo alto del sendero, ella la esperaba sentada en el maletero del coche, con un aire de fingida despreocupación. Oscar estaba dentro estudiando el mapa.
—¡Hola! ¡Sorpresa! —había exclamado Laura.
—Creía que te habías ido —le había dicho Jessica escrutándola. Llevaba bajo el brazo un pequeño regalo para su amiga.
—Tengo una sorpresa para ti. ¡Nos vamos a la playa!
—Pero si ahora voy a la fiesta…
—Ah, pero esto será mucho más divertido. Podremos nadar en el mar, comer helados y construir castillos de arena. Y vamos a dormir en una caravana junto a la playa. Podremos contemplar la puesta de sol, y cuando nos levantemos por la mañana, bajaremos a la orilla y miraremos cómo amanece…
Laura hizo todo lo posible para que no se le notara la desesperación en la voz.
—¿Mamá lo sabe? —preguntó Jessica cambiando el regalo de un brazo a otro.
—¡Claro que lo sabe! Pero le dije que quería darte una sorpresa. Una sorpresa muy especial. Puedes guardar el regalo de Kelly para la vuelta. Yo ya le he dicho que no podías asistir a la fiesta y ella se lo ha tomado bien. Esto es un viaje único… Encenderemos esta noche una gran hoguera en la playa y tostaremos malvaviscos.
Jessica había cedido finalmente y, dejándose llevar por el entusiasmo, había subido al coche. Oscar la recibió sonriente; por fin arrancaron y se alejaron.
Nadie los había visto.
«No me la he llevado, soy su madre», se había repetido Laura una y otra vez en el trayecto. Al día siguiente irían a Swansea y le comprarían a Jessica algo de ropa; eso no suponía ningún problema. Lo importante era que iba a tener consigo a su hija un fin de semana entero: que iba a ejercer el papel de madre que le había sido negado, cosa que le había producido durante años un gran sentimiento de culpabilidad.
Cuando Laura había vuelto de la universidad un mes antes, ese poderoso sentimiento maternal hacia Jessica había reaparecido. Se moría de ganas de pasar ratos con su hija en verano. Había abordado la cuestión una tarde, cuando todos los demás habían salido. Fue a buscar a Marianne al lavadero de la parte trasera de la casa y le preguntó si podía llevarse al día siguiente a la niña al centro de la ciudad.
—¡No! ¡Y quítate esas ideas de la cabeza! —replicó su madre, que estaba sacando ropa limpia de la secadora—. Ella es feliz así. Si alguien la lleva a alguna parte será su madre. ¡Y yo soy su madre, por si se te ha olvidado!
—No es verdad.
—Sí, lo soy. Tú lloriqueas y te lamentas porque no la ves, pero te has tomado alegremente todas las libertades estos años, saliendo hasta las tantas y acostándote con chicos como una…
—¡Yo no…!
—Jessica tiene unos años menos de los que tú tenías cuando te perdiste. Pero ella no va a cometer tus estúpidas equivocaciones. Tú no te comportaste mejor que una puta vulgar y corriente. Yo esperaba que hubiera sido un error, un hecho aislado, pero tu conducta estos años me ha demostrado que tienes algo maligno dentro.
—¡Lo que estás diciendo es que Jessica es un error! ¡Si yo cometí un error, entonces Jessica es ese error!
Marianne se dio la vuelta, la miró furiosa y le dio una bofetada. Laura retrocedió tambaleante y se cayó; se golpeó la cabeza con el canto de la puerta. Se quedó en el suelo, consternada, pero enseguida se llevó la mano a la cabeza. Notó que los dedos se le manchaban de sangre. Alzó la vista hacia su madre que había seguido vaciando la secadora con total indiferencia, y estaba tarareando —sí, tarareando una canción— mientras terminaba su tarea.
Eso la indujo a idear el plan para llevarse a Jessica cuando saliera de camping con Oscar. Le había mentido a su madre diciéndole que se iban el seis de agosto, cuando en realidad pensaban irse un día más tarde.
Tampoco a Oscar le había dicho toda la verdad. Él daba por hecho que los padres sabían que Jessica se iría con ellos, de manera que no le había costado convencerlo. Los niños le encantaban.
En la playa, junto a la hoguera, Oscar y Laura yacían boca arriba sobre la arena blanda y seca en medio de la oscuridad. El fuego crepitaba a sus pies, el aire fresco estaba impregnado de olor a salitre y, al fondo, sonaba el rumor de las olas.
Él le rodeaba los hombros con el brazo, y ella notó que le deslizaba la mano por el escote de la blusa.
—¿Qué ha sido eso? —dijo Laura incorporándose de golpe.
—¿Qué? Yo no oigo nada —respondió Oscar, y la atrajo hacia sí—. Venga, que tengo muchas ganas de hacerlo en la playa… Aquí no hay nadie.
—Jessica está en la caravana; y se han apagado las luces. —Señaló a lo lejos.
Él alzó la cabeza y vio que estaba todo oscuro.
—No importa. El generador se ha parado. Debe de haberse quedado sin gasolina.
—Pero a ella le da miedo la oscuridad. ¡Y está sola a oscuras! —Y, levantándose, buscó las sandalias.
—No pasa nada, seguramente está dormida como un tronco. Ha de estar exhausta porque ha estado todo el día en la playa…
—¡No deberíamos haberla dejado sola ahí dentro!
—Eh, que no es culpa mía. Y no pasa nada. Si estuviera asustada, habría venido a buscarnos. Y tú le has dicho que dejara la puerta cerrada —dijo Oscar sacándose la llave del bolsillo.
—Deja de hacerte el listo. Quiero volver. —Ya se había calzado y había echado a andar por el estrecho sendero que subía desde la playa hasta la caravana.
Oscar se apresuró para darle alcance. Al llegar a la puerta, metió la llave en la cerradura.
—Ese generador apesta un montón —observó Laura.
—Son los humos de la gasolina —dijo él.
Nada más abrir la puerta, se multiplicó el hedor y empezó a salir humo del interior de la caravana.