Prólogo

Otoño de 1990

 

Hacía una noche fría de finales de otoño cuando arrojaron el cuerpo en el embalse de la cantera abandonada. Sabían que se trataba de un lugar solitario y que el agua era muy profunda. Lo que no sabían era que alguien los estaba observando.

Llegaron en coche al amparo de la oscuridad, poco después de las tres de la madrugada. Habían conducido desde las casas de las afueras, cruzado el trecho de grava donde aparcaban los excursionistas y se habían adentrado en el parque natural. Con los faros apagados, el vehículo avanzó dando tumbos y sacudidas por el terreno desigual y entró en un sendero flanqueado enseguida por un espeso bosque. La oscuridad era densa y pegajosa, y la única luz era la que se colaba a través de las copas de los árboles.

No podía decirse que actuaran con sigilo. El motor parecía rugir en medio de la noche; la suspensión crujía a cada bamboleo. Cuando se abrió el bosque y surgió a la vista la cantera inundada, redujeron la marcha y se detuvieron.

Lo que no sabían era que un viejo solitario vivía junto a esa cantera, en una antigua casa de campo abandonada que la maleza casi había invadido por completo. Cuando el coche apareció en el repecho y se detuvo, el viejo estaba fuera, contemplando el firmamento y maravillándose de su belleza. Cautelosamente, se ocultó tras una hilera de arbustos y observó. Con frecuencia iban allá por la noche adolescentes, yonquis y parejas en busca de emociones fuertes, y él siempre se las arreglaba para asustarlos y ahuyentarlos.

La luna asomó entre las nubes cuando dos figuras emergían del coche, sacaban un bulto del maletero y lo llevaban hasta el bote de remos de la orilla. La primera figura subió a bordo y la segunda le fue pasando el bulto trabajosamente. Parecía alargado, y por la forma que tenía de doblarse y vencerse, el viejo comprendió con horror que era un cuerpo humano.

Le llegó desde el agua el sonido del suave golpeteo de los remos. Se llevó la mano a la boca. Sabía que debía alejarse, pero no podía. El chapoteo de los remos cesó cuando el bote llegó al centro del embalse. Una rodaja de luna volvió a aparecer entre las nubes e iluminó las ondas que se propagaban sobre el agua.

El hombre contuvo el aliento mientras observaba a las dos figuras, que ahora conversaban entre murmullos. Hubo un silencio. El bote dio una sacudida cuando ambas se incorporaron de golpe. Una de ellas estuvo a punto de caer por la borda. Una vez recobrado el equilibrio, alzaron el bulto y, con un chapaleo y un tintineo de cadenas, lo tiraron al agua. La luna se trasladó por detrás de la nube y arrojó una intensa claridad sobre el bote y sobre el punto donde el bulto se había hundido, todavía rodeado de impetuosas ondas concéntricas.

El viejo vio a las dos personas del bote y les distinguió el rostro con claridad.

Dejó escapar el aliento que había contenido. Las manos le temblaban. No quería meterse en líos; en realidad se había pasado la vida procurando evitarlos, pero siempre acababan atrapándolo. Una ráfaga helada removió las hojas del suelo; sintió un hormigueo en las narices. Antes de que pudiera reprimirlo, le salió un tremendo estornudo, cuyo eco reverberó por la cantera. Las dos figuras se irguieron y escrutaron a un lado y a otro de la orilla. Y entonces lo vieron. El hombre dio media vuelta para echar a correr, pero tropezó con una raíz y, cayendo violentamente de bruces, se quedó sin respiración.

Bajo el agua de la cantera abandonada, todo estaba inmóvil y oscuro. El cuerpo se hundió a gran velocidad, arrastrado por los pesos; descendió más y más y, finalmente, se detuvo con un bamboleo en el cieno blando y helado.

Habría de permanecer allí muchos años, inmóvil y tranquilo, casi en paz. Pero en tierra firme, la pesadilla no había hecho más que empezar.