21
Era tarde, pero Amanda Baker no conseguía dormirse. Se hallaba en su sillón con un bolígrafo y un bloc de notas. Tras la visita de los inspectores había pensado otra vez en el caso; no ya para regodearse amargamente, sino para buscar el modo de resolverlo. Había anotado todo cuanto recordaba, y ya había llenado la mitad del bloc. La televisión seguía encendida, pero sin voz, y por primera vez desde hacía años se sentía viva y poseída por un objetivo. Se acordaba casi perfectamente de la época en la que había trabajado en el caso. Eran más bien los últimos quince años, pasados en medio de un abotargamiento debido al alcohol, con frecuentes incursiones en las drogas, los que le resultaban difíciles de recordar. Incluso se había moderado con el vino. Al levantar la vista, vio que solo iba por la tercera copa.
Sonó un suave golpe en la ventana de delante. Se quitó las gafas y se levantó trabajosamente del sillón. Acercándose a la ventana, apartó la cortina y atisbó una cara conocida. Cuando subió el cristal, entró un aire frío y un refrescante olor a ozono.
Crawford la miró guiñando los ojos ante la luz que salía de la sala de estar.
—He recibido tu mensaje de voz —dijo.
—Tienes un aspecto de mierda —repuso ella sonriendo.
—Deberías mirarte al espejo.
Ella sofocó una risita y le tendió la mano.
—Entra por aquí. La puerta principal está estropeada.
Él se sujetó a su mano y trepó al alféizar. La cara se le congestionó con el esfuerzo para colarse por el hueco. Cuando estuvo dentro, se quedó un momento de pie recobrando el aliento.
—Ha pasado tiempo —dijo—. Años desde que nos…
Ella asintió mientras lo observaba. Se percató de que en la coronilla, ahora iluminada por la lámpara, no le quedaban más que algunos pelos rubios, como unas hebras sueltas de azúcar hilado.
—¿Quieres una copa? —le preguntó.
—Sí, no me vendría mal. Ha sido un día horrible. —Crawford se restregó la cara con nerviosismo.
Amanda salió de la sala y volvió con la botella y otra copa.
—Está muy dejada esta casa —dijo él al coger la copa.
—Tú sí que estás dejado —replicó ella brindando, y apuró su copa.
Crawford asintió y apuró la suya. Ella se la retiró y dejó las dos sobre la mesita. Entonces miró fijamente al policía.
—Mi mujer me dejó —dijo él.
—Lo siento.
—Ella tiene los niños. La casa…
—¡Chist! Estas cosas cortan el rollo —dijo Amanda que, acercándose, le tapó los labios con los dedos. Le quitó el abrigo a medias y le dejó los brazos atrapados. Mientras él la miraba con un deseo embobado, ella le deslizó las manos por el abultado vientre y le desabrochó la hebilla del cinturón.
—¡Oh! —gimió Crawford cuando le bajó la cremallera y le metió la mano en los calzoncillos. Cerró los ojos y se estremeció—. ¡Oh, Amanda…!
Ella le bajó los calzoncillos y lo empujó hacia el sofá.
—Tú siéntate y estate calladito —dijo arrodillándose entre sus piernas.
Crawford echó la cabeza atrás y empezó a jadear.
En unos minutos había terminado todo. Amanda se levantó con dificultad de la alfombra y cogió su paquete de cigarrillos.
—Cómo lo necesitaba. Todavía tienes ese toque. Haces la mejor mamada del mundo —dijo Crawford subiéndose los calzoncillos y los pantalones—. ¿Te queda más vino?
—Claro. —Y le llenó la copa.
Él la cogió, se sentó satisfecho y dio un largo trago.
—Me han dicho que estás en el caso Collins —dijo Amanda que encendió un cigarrillo.
—Un castigo por mis pecados —repuso él, y dio otro trago—. Me gusta esta casa. Siento que puedo relajarme. Mi esposa era tan rígida con el desorden…
—¿Cómo va la investigación?
Él se echó a reír.
—Ya sabes que no te puedo contar nada.
Amanda dio otra calada al cigarrillo.
—Yo creo que sí puedes.
Crawford se incorporó en el sofá.
—Vamos a ver. Así pues, no me has pedido que viniera…
—¿Para una sesión de sexo de mediana edad? Ese ha sido uno de los motivos.
—No puedo creerte —dijo él estampando la copa en la mesita. Se levantó y recogió su abrigo del suelo.
—Solo quiero saber qué está pasando en el caso Collins. Nada más, Crawford.
—¿Por qué no aprenderé nunca? No eres más que una zorra manipuladora.
—Ahora soy una zorra. Hace un minuto era la mejor.
—Ya, bueno, ahora lo veo más claro.
—Ah, es la lucidez poscoital, Crawford. Bueno ¿y yo qué?
—¿Qué te pasa?
—Yo sigo insatisfecha. En más de un sentido.
Crawford dio un paso hacia la ventana, pero ella cruzó los brazos y se interpuso en su camino.
—No tan deprisa. Se te olvida que conozco tus secretillos…
—«Nuestros» secretos, Amanda. Tú también estuviste implicada en la venta de las drogas incautadas —dijo entre dientes él.
Amanda se encogió de hombros, impávida.
—Eso es lo bueno de no tener nada que perder. Hablo de mí misma, claro. Tú has de afrontar un divorcio; el coste de la vida se te debe haber disparado desde la separación, ¿no?, entre la manutención de tus hijos y el alquiler de un piso de una habitación. Y, además, tendrás que negociar la custodia de los mocosos. Por tanto, necesitas conservar tu trabajo.
—¿Qué quieres? —dijo él, sonrojado, apretando los puños.
—Ya te lo he dicho. Lo único que quiero es que me mantengas informada sobre el caso. Y si necesito copias de algún documento, que me las proporciones también.
Él la miró con odio.
—Vale. De acuerdo. ¿Ya está?
—No del todo. Necesito sentirme satisfecha y convencida de que tenemos un acuerdo.
—Acabo de decirte que sí.
—«Satisfecha» —repitió Amanda y, metiéndose los dedos bajo el elástico de los leotardos, se los bajó hasta los tobillos.
—Ya sabes que eso no me gusta —dijo él mirándole el cuerpo de cintura para abajo. La piel lechosa. La masa de vello negro.
—Todos hemos de hacer cosas que no nos gustan, Crawford. Es una de las condiciones para sobrevivir en este mundo —razonó ella, y lo empujó para que se arrodillara—. Venga. A trabajar.