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Erika entró en el autoservicio de McDonald’s de Sydenham y pidió una salchicha y un McMuffin con una taza de café. Cuando iba a abonarlo, vio que no llevaba el móvil ni la cartera, y tuvo que pagar con las monedas sueltas que guardaba en la guantera para los parquímetros.

Despuntaba el alba de un día frío y despejado cuando se detuvo en Manor Mount. Acababan de dar las siete. El corazón le dio un vuelco al ver dos coches patrulla delante. Aparcó a su lado, en el sendero de grava, entró por la entrada principal y sintió que el corazón se le aceleraba aún más cuando vio que su puerta estaba abierta y que había un agente apostado fuera.

De la casa salió una figura alta vestida con el traje forense azul. Sujetaba en una mano una bolsa de pruebas grande que contenía el tubo metálico del aspirador. Erika vio que había costras de sangre en la superficie de metal y manchas en el plástico. En la otra mano, el forense llevaba una de las toallas que ella reservaba para invitados, también con manchas rojas.

—Perdone, ¿usted quién es? —preguntó el agente cerrándole el paso con el brazo extendido. Observó que era un chico muy joven, de rostro severo y con una tremenda erupción provocada por el afeitado.

—Este es mi piso. ¿Dónde están mi hermana y los niños? —dijo Erika, frenética, tratando de pasar.

—Esto es la escena de un crimen —le dijo el agente, que continuaba bloqueándole el paso.

—Soy policía, pero no llevo la placa encima. ¿Cómo es que hay sangre? ¿Dónde están mi hermana y los niños? —El pánico se había apoderado de ella: el corazón se le había disparado y los ojos se le estaban anegando en lágrimas. Era chocante la rapidez con la que había pasado al papel de víctima.

Ataviado también con el traje forense, salió el último policía al que habría deseado ver. El comisario Sparks se quitó la capucha azul, y dejó al descubierto un casquete de pelo grasiento, peinado hacia atrás, que dejaba a la vista una amplia frente y una cara repleta de marcas de acné.

—¡Erika! —dijo, desconcertado.

—Sparks, ¿qué sucede? Este es mi piso. ¿Dónde están mi hermana y los tres niños? —dijo ella, llorosa. Ahora no le importaban las diferencias que habían tenido en otras ocasiones; solo quería saber la verdad.

—Su hermana y los niños están bien. Han subido a casa de una vecina. Nosotros hemos localizado a un traductor hace media hora. Están conmocionados, pero ilesos.

—¡Ay, gracias a Dios! —Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano—. ¿Qué ha ocurrido?

Sparks la acompañó a la entrada comunitaria.

—Ha habido una llamada de emergencia a las tres y media desde el teléfono fijo de usted… El operador no ha comprendido al principio lo que decían, pero por un milagro increíble otro de los telefonistas hablaba eslovaco.

Siguió explicándole que un intruso había entrado por la ventana del patio y que su hermana le había golpeado con el tubo metálico del aspirador.

—Ella se ha encerrado con los niños en el baño y ha marcado el ciento doce, que por suerte se transfiere al nueve, nueve, nueve de emergencias. El intruso sangraba abundantemente. Ha intentado entrar en el baño y ha dejado un montón de sangre en la puerta. Pero por alguna razón ha huido. Cuando nosotros hemos llegado más o menos a las cuatro, no había nadie.

Erika se deslizó por la pared hasta quedarse en cuclillas.

—¿Se han llevado algo? —preguntó.

—Por lo que hemos visto, no.

—Sparks, mi teléfono móvil está ahí, y mi placa y el bolso… Y el portátil. —Se agarró la cabeza con las manos. Él se mantuvo inmóvil, sin saber qué hacer.

—Conoce perfectamente las normas. Es una escena criminal…

—Mire, nosotros hemos tenido nuestras diferencias, lo sé, pero… ¿no podríamos dejar eso de lado un par de horas? Yo haría lo mismo por usted. ¿Puede mirar a ver si es posible acelerar el proceso?

—Acabo de decírselo. Es una escena criminal, aunque no haya ningún herido. Ha de esperar.

—¿Por qué está usted aquí, por cierto? Yo diría que este asunto queda un poco por debajo de su rango.

—He venido por un allanamiento con un posible cadáver. Una mujer de Europa del Este en apuros.

—Ah, así que sigue escogiendo los casos de alto nivel, ¿no? Siempre ha sido un holgazán de mierda.

Él retrocedió un paso.

—No creo que sea esa la manera de dirigirse a un superior, inspectora jefe Foster —dijo con una sonrisita de suficiencia.

—Ahora solo soy la señora Foster. La víctima con cuyos impuestos le pagan el sueldo. Bueno, ¿dónde está mi hermana?


Erika no había visto nunca a la vecina del piso de arriba, una mujer alegre y desaliñada llamada Alison. Pasaba de los cuarenta y lucía una buena cabellera de rizos enmarañados.

—Hola —dijo cuando les abrió la puerta a ella y a Sparks—. Su hermana y los niños están en el salón. Todavía siguen conmocionados. —Hablaba con un leve acento galés y llevaba un vestido floreado. El piso, más espacioso que el de Erika, estaba decorado acogedoramente con muebles rústicos de madera. Había estanterías con libros en todas las paredes, y también fotografías familiares. La mujer los guio hasta el salón, donde Lenka se hallaba en un sofá con el bebé dormido en brazos. Estaba hablando en eslovaco con un tipo alto y flaco, vestido con un traje de pana verde, que se apoyaba en un ángulo de la mesita de café.

Karolina y Jakub se habían sentado cada uno en un extremo de otro sofá. Entre ambos, un enorme y viejo rottweiler dormitaba con la cabeza apoyada en el regazo de Karolina.

—¡Erika! —exclamó Lenka al verla.

Ella se acercó y la abrazó.

—Perdona. Perdona por haberme marchado así y no haber vuelto en toda la noche.

—Perdóname a mí por lo que dije. No era mi intención…

—Olvídalo. Lo importante es que estamos todos bien. Está todo bien y yo te quiero.

Volvieron a abrazarse; Erika se acercó a los niños y les preguntó si se encontraban bien. Ambos asintieron muy serios. Karolina acarició una oreja del perro; Jakub ladeó la cabeza porque su tía le tapaba los dibujos de la tele.

—¿Quién es este tipo tan siniestro? Parece un vampiro —dijo Lenka en eslovaco, y señaló con un gesto discreto a Sparks, que se había quedado en un rincón, con el entrecejo fruncido; ya se había puesto su traje oscuro.

—Parece el hombre de Hotel Transilvania —comentó Jakub.

—¿Qué están diciendo? —preguntó Sparks.

El traductor abrió la boca, pero Erika le puso la mano en el brazo.

—Gracias. Yo me encargo a partir de ahora… Solo les preguntaba si estaban bien. —Se volvió hacia Lenka y pasando al eslovaco, dijo—: Es el gilipollas del que te hablé.

—Estamos en Inglaterra y deberíamos hablar todos en inglés —masculló Sparks.

Kokot —dijo Lenka asintiendo.

—Soy lo bastante inteligente para deducir que eso no es un cumplido —soltó Sparks—. Es evidente que se encuentran bien, y mis agentes ya les han tomado declaración; por tanto, me marcho. —Y se fue sin más. Lenka le dio las gracias al traductor, que también se retiró enseguida.

—¿Quiere una taza de té, cielo? —preguntó Alison.

—Sí, gracias —dijo Erika.

—Aparte a Duke de un empujón, si quiere sentarse —añadió la mujer señalando al rottweiler—. Es inofensivo. Se pasa todo el día durmiendo y tirándose pedos… No ha oído al intruso.

—Gracias por dejarles que se quedaran aquí esta mañana —dijo Erika—. Siento no haberme presentado hasta ahora…

Alison desechó sus disculpas con un gesto, y sentenció:

—Siempre hace falta una crisis para que la gente se una. Voy a prepararle el té.

Cuando la mujer se fue, Erika se sentó en el borde de la mesita de café y cogió a Lenka de la mano.

—¿Has podido ver quién era?

—Solo le he entrevisto la cara. Un hijo de puta grandullón, con un montón de pelo. —Iba a decir algo más, pero se interrumpió.

—¿Qué pasa? ¿Hay algún detalle que recuerdes, aunque parezca insignificante?

—¿Te acuerdas de que te dije que el otro día vino un hombre a mirar el contador de la electricidad?

—Sí.

—No estoy del todo segura. Y estaba oscuro, pero parecía el mismo hombre.