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Llovía a cántaros cuando Erika se sentó al volante de su coche. La lluvia repiqueteaba en el techo, y las luces azules de los coches patrulla y del camión del equipo de submarinismo se reflejaban en los regueros de agua del parabrisas.

La furgoneta del forense fue la primera en alejarse de la orilla del embalse. A la inspectora, la bolsa negra para cadáveres le había parecido muy pequeña al cargarla en la parte trasera de la furgoneta. A pesar de los años que llevaba en el cuerpo, estaba conmocionada. Cada vez que cerraba los ojos volvía a ver aquel cráneo diminuto con mechones de pelo y las órbitas oculares vacías. Las mismas preguntas le daban vueltas una y otra vez en la cabeza. ¿Quién habría tirado allí el cuerpo de un niño? ¿Tendría que ver con alguna banda criminal? Hayes, sin embargo, era una zona adinerada con un bajo índice de criminalidad.

Se pasó las manos por el pelo mojado y le preguntó a John:

—¿Se encuentra bien?

—Perdone, jefa. No sé qué me ha entrado… Ya he visto un montón de cadáveres… Y no había nada de sangre.

—No importa, John.

Arrancó el motor al mismo tiempo que salían los demás vehículos y el coche patrulla que custodiaba la maleta con la heroína. Circularon en silencio. Los faros del sombrío convoy iluminaban los frondosos bosques que iban quedando a ambos lados del sendero de grava. Erika sintió una punzada de nostalgia por su antiguo puesto en el equipo de Investigación Criminal de Lewisham Row. Ahora trabajaba con el equipo de Proyectos en la lucha contra el crimen organizado. Le correspondería a otro agente averiguar cómo había acabado ese pequeño esqueleto en el fondo gélido y oscuro del embalse de una antigua cantera.

—Al menos hemos encontrado la maleta. Estaba donde dijo la esposa de Jason Tyler —apuntó John, procurando ser positivo.

—Falta cotejar las huellas; sin una coincidencia no tenemos nada —dijo la inspectora.

Salieron del parque natural y circularon por Hayes. Las luces destellaban en los escaparates del supermercado, de la tienda de fish and chips y del quiosco, donde una serie de máscaras de goma de Halloween, de ojos vacíos y grotescas narices ganchudas, colgaban flácidamente.

Erika no lograba experimentar ninguna sensación de victoria por haber encontrado la maleta de heroína. No pensaba en otra cosa que en el diminuto esqueleto. A lo largo de su carrera en el cuerpo, había pasado muchos años dirigiendo equipos antidroga. Los nombres iban cambiando —Unidad Central de Drogas, Prevención contra la Droga y el Crimen Organizado, equipo de Proyectos—, pero la lucha contra las drogas continuaba, y nunca se llegaría a ganar. En cuando retiraban de la circulación a un proveedor, ya había otro esperando para ocupar su puesto, para llenar ese vacío incluso con más astucia y destreza. Jason Tyler había llenado un vacío, y en un breve período alguien ocuparía su sitio. Y vuelta a empezar.

Los asesinos, en cambio, eran diferentes; podías atraparlos y encerrarlos.

Los coches patrulla que iban delante se detuvieron ante el semáforo de la estación de tren de Hayes. La gente que volvía del trabajo salía en oleadas armada con sus paraguas, y cruzaba la calle.

La lluvia tamborileaba en el techo del coche. La inspectora cerró los ojos un instante. El pequeño esqueleto tendido en la orilla del embalse volvió a presentársele en la mente. Al sonar un bocinazo del coche de detrás, dio un respingo y abrió los ojos.

—Está verde, jefa —dijo John en voz baja.

Avanzaron lentamente. Había un atasco en la rotonda. Ella observó a la gente que pasaba con prisas, escrutando sus rostros. «¿Quién fue? ¿Quién sería capaz de algo así?, —pensó—. Quiero encontrarte. Te voy a encontrar. Quiero encerrarte en una celda y tirar la llave…».

El coche de detrás volvió a tocar dos veces la bocina. Erika vio que el tráfico se había despejado y rodeó la rotonda.

—Antes me ha preguntado si estoy casada —le dijo a John.

—Bueno, quería saber si le apetecía ir con alguien a la cena…

—Mi marido estaba en el cuerpo. Murió hace dos años y medio durante una redada contra la droga.

—Joder. No lo sabía. No le habría dicho nada… Lo siento.

—No importa. Creía que lo sabía todo el mundo.

—A mí no me gustan los cotilleos. Y la invitación a cenar sigue en pie. En serio. La lasaña de Monica es muy buena.

—Gracias. Quizá cuando termine el caso.

—De acuerdo. Ese esqueleto… es de un niño pequeño, ¿no? —murmuró John.

Ella asintió. Pasada la rotonda, la furgoneta forense aceleró y torció a la derecha. La inspectora y el sargento miraron cómo se alejaba. Los coches patrulla que transportaban la heroína giraron a la izquierda, y Erika los siguió de mala gana.


La comisaría de Bromley era un moderno edificio de ladrillo de tres pisos al final de Bromley High Street, frente a la estación de tren. Pasaban unos minutos de las siete. La gente se agolpaba bajo el toldo de la estación de Bromley South para guarecerse de la lluvia torrencial, excitada con la perspectiva del fin de semana que estaba a punto de iniciarse. Los primeros grupos de bebedores del viernes por la noche caminaban en dirección contraria. Las adolescentes se cubrían la cabeza con sus diminutas chaquetas para que no se les mojaran sus vestidos aún más diminutos, y los chicos, con camisetas y pantalones de marca, se tapaban con ejemplares gratuitos del Evening Standard.

Erika pasó junto a la estación y enfiló la sinuosa vía que descendía al aparcamiento subterráneo de la comisaría, siguiendo a los coches patrulla, que mantenían las luces de emergencia parpadeando, y al vehículo que llevaba la heroína.

La planta baja de la comisaría de Bromley albergaba la división de agentes uniformados, y en el pasillo había un gran ajetreo de policías que llegaban para el turno de noche, todos ellos con aire sombrío y pensativo ante la perspectiva de una noche lidiando con menores borrachos. El comisario Yale recibió a Erika, John y los seis agentes que custodiaban la maleta al pie de la escalinata que llevaba al Departamento de Investigación Criminal. Tenía la cara rubicunda y una mata de pelo rojizo y erizado, y siempre producía la impresión de que lo habían embutido en el uniforme a presión: un uniforme demasiado pequeño para su corpulencia.

—Buen trabajo, Erika —dijo mirando con una sonrisa radiante la maleta, mientras subían la escalera—. Los técnicos de recogida de huellas dactilares ya están esperando arriba.

—Además de la maleta, señor, hemos encontrado… —dijo ella.

Yale frunció el entrecejo.

—Unos restos humanos, sí. Pero dejemos eso por ahora.

—Señor, el esqueleto estaba envuelto en un plástico. Era un niño…

—Estamos en una fase crítica, Erika. No se despiste.

Llegaron a la puerta de una oficina donde había un agente de paisano esperando. Sus ojos se iluminaron al ver la maleta envuelta en la bolsa de pruebas.

—Bueno, aquí está. A ver si podemos sacar unas huellas y pillar de una vez a Jason Tyler —dijo el comisario Yale. Se subió la manga para consultar el reloj, medio enterrado en su peluda muñeca, y añadió—: Tenemos hasta las ocho y media de la mañana. Es un plazo muy justo, así pues, manos a la obra.