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La subcomisaria general, Camilla Brace-Cosworthy, dejó de mirar la pantalla de televisión montada en la pared de su despacho y se volvió hacia Erika, que estaba de pie frente a su escritorio. Marsh, sentado junto a Camilla, guardaba silencio.

Era a primera hora de la mañana, y la subcomisaria acababa de pasarles un resumen de dos minutos de los hechos del día anterior.

Todos los titulares de los informativos vespertinos habían recogido el incidente ocurrido frente a la comisaría de policía de Bromley. El resumen de dos minutos era una secuencia de la aplicación de Sky News destinada a subrayar al máximo el caos desatado; mezclaba los vídeos de los periodistas, tomados mientras Trevor Marksman hablaba frente a la comisaría, con las temblorosas imágenes obtenidas con teléfonos móviles que mostraban a Marianne Collins primero con el cuchillo en la mano y luego tumbada boca abajo y cubierta de sangre mientras la esposaban en la acera.

Erika cambió de posición, incómoda. No la habían invitado a sentarse, lo que era mala señal.

—¿Qué parte no entendió de las instrucciones para que detuviera a Joel Michaels con discreción? —le preguntó Camilla, mirándola por encima de las gafas—. ¿No fue eso lo que le dijimos cuando nos habló de su intención de interrogarlo?

—Sí, señora. No podíamos prever que se produciría nada parecido. Creemos que Marianne Collins recibió un soplo, del mismo modo que la prensa —respondió Erika.

—Le sugiero que se ocupe de localizar la filtración y de taponarla sin contemplaciones.

—Sí, señora. Mis agentes lo están investigando con urgencia.

—Bueno, ¿en qué punto nos deja todo esto?

—Trevor Marksman está ingresado en el hospital; ha perdido mucha sangre, pero se recuperará completamente. Dado el tipo de injertos de piel que tenía en los brazos, sin embargo, deberá pasar un tiempo en cuidados intensivos.

—¿Qué hay de Marianne Collins?

—Fue detenida y acusada. Ha salido en libertad con fianza.

—¿Y Joel Michaels?

—Me quedan dos días antes de tener que soltarlo.

Camilla se arrellanó en la silla y la observó.

—Por supuesto el caso es suyo, inspectora jefe Foster, pero yo en su lugar lo dejaría en libertad.

—Pero, señora, tengo pruebas de que estuvo implicado en el acoso a Jessica, que la filmó en vídeo. Es un pedófilo convicto. Mintió al decir que no conocía a Bob Jennings. Creo que la mantuvieron cautiva en el sótano de la casa de la cantera.

—Usted encontró un diente en ese sótano, pero ha resultado que no corresponde a Jessica Collins.

—Correcto, pero era un diente infantil. Los depósitos de gasolina que hemos descubierto en el suelo del sótano son de gasolina con plomo. Y había elevados niveles de plomo en los huesos de la niña.

Camilla alzó la mano para indicarle que se callara, y afirmó:

—Lo que usted necesita es una prueba forense sólida. ¿Puede situar con certeza a Joel Michaels o a Trevor Marksman en ese sótano?

—No, pero…

—¿Puede situar, sin la menor duda, a Jessica Collins en ese sótano?

—No. —Erika se esforzó para mirarla a los ojos y no bajar la vista.

—Estábamos planeando un llamamiento público en televisión con la familia Collins —dijo Marsh, interviniendo por primera vez—. Pero no creo que podamos seguir adelante con la idea. Ahora la imagen de la señora Collins esgrimiendo un cuchillo está en la mente de todo el mundo…

—Sí, necesitamos a la madre desolada, no a una maníaca armada con un cuchillo —asintió Camilla. Se quitó las gafas y mordisqueó una varilla.

Erika notó cómo le bajaba el sudor por la espalda.

—Usted ya ha estado aquí otras veces, ¿verdad, inspectora jefe Foster? —dijo la subcomisaria general.

—Solo he estado aquí una vez, señora.

—Hablaba metafóricamente —replicó Camilla—. En esta clase de situaciones, quiero decir. Parece usted oscilar entre la brillantez y la estupidez rematada.

—En mi defensa debo alegar que, cuando Marianne Collins sacó el cuchillo, mis agentes intervinieron de inmediato…

—Todo ocurrió en los escalones de su comisaría, donde hay cada día entre cinco y cincuenta agentes uniformados. ¡No me venga con cuentos! —gritó Camilla dando una palmada en el escritorio—. ¡En los mismos jodidos escalones donde el comisario Yale presentó su iniciativa contra los delitos con arma blanca y para la entrega de navajas y cuchillos!

Camilla se recompuso y volvió a ponerse las gafas. Erika iba a responder, pero ella alzó de nuevo la mano para que guardara silencio.

—No me cabe duda de lo buena policía que es, inspectora jefe Foster, pero ahora tenemos el foco de los medios apuntando directamente hacia un caso complejo. ¿Cree que podrá encontrar pruebas suficientes para acusar a Joel Michaels, Trevor Marksman o Bob Jennings del asesinato de Jessica Collins?

—Sí. Me gustaría proponer que exhumáramos el cuerpo de Jennings.

—De ningún modo —denegó Camilla—. Habiendo estado veintiséis años bajo tierra, ¿qué espera encontrar?

—Muestras toxicológicas, pruebas de fracturas o de algún acto criminal que demostraran que no se suicidó.

—¿Y luego… qué? Las pruebas forenses serían irrelevantes, y los técnicos de la científica ya registraron la casa y no encontraron prácticamente nada.

—Encontramos el diente —insistió Erika, aunque sabía que había perdido; simplemente, no podía parar ni dar marcha atrás.

—Podría ser que se lo hubieran saltado a su propietario de un golpe, o que se le hubiera caído. La gente que vive de okupa en casas abandonadas no se distingue por su higiene dental. Le recomiendo encarecidamente que suelte a Joel Michaels. Voy a dejarla al frente del caso mientras busco a un sustituto adecuado. Tal vez eso le sirva de acicate. Da la impresión de que cuando lo tiene todo en contra, consigue mejores resultados.


Al acabar la reunión, Marsh alcanzó a Erika en los ascensores y le comentó:

—Habría podido ser mucho peor.

—¿En qué habría podido empeorar?

—Habría podido ser Oakley.

—Al subcomisario general Oakley sabía cómo tratarlo. Era un viejo cretino e intolerante, pero yo era más astuta y le hacía morder el anzuelo. En cambio, ella… Es extraordinariamente buena.

—Sí. Hablando como amigo, y no como su superior, le aseguro que esa mujer consigue que se me encojan las pelotas.

Se abrieron las puertas del ascensor y entraron. Marsh pulsó el botón de la planta baja. Ella sintió un vacío en el estómago mientras bajaban a toda velocidad las doce plantas del edifico de New Scotland Yard.

—Paul… Este el primer caso en el que siento… —Se interrumpió y bajó la vista.

—¿Qué?

—En el que siento que no voy a resolverlo.

Marsh parecía estar a punto de abrazarla, pero el ascensor se detuvo y entró un grupo de agentes. Erika se giró hacia la pared y trató de dominarse.

Cuando salieron del edificio, había mucho tráfico en la calle y parecía amenazar lluvia otra vez. Echaron a andar hacia la estación de metro.

—No dejo de pensar en ese día de hace tantos años: en aquel siete de agosto —dijo ella—. Reviso una y otra vez las declaraciones de los testigos, de los cientos de personas que estaban por la zona, de los vecinos que no habían salido. ¿Cómo es posible que una niña desapareciera así como así?

—Desaparecen niños continuamente. Todos los días, en todos los países —respondió Marsh abrochándose el abrigo para protegerse del viento frío—. Más de seiscientos niños desaparecieron en Kent en 1990. Casi todos fueron encontrados vivos. Ocho todavía siguen desaparecidos.

—¿Quiere decir que están ligados con el caso?

Empezó a llover y se guarecieron en el portal de un edificio de oficinas.

—No, Erika. Lo que digo es que no estamos hablando de un incidente aislado. Hay otros ocho niños que desaparecieron en 1990. ¿Quién los está buscando? Jessica Collins era una niña blanca, rubia, de clase acomodada. Los medios se aferraron a su historia, lograron tocarnos la fibra, lo magnificaron. Y con razón, sin duda. Pero ¿qué hay de los otros niños? Como Madeleine McCann, Jessica es la niña que quedó grabada en la memoria de la gente. Me revienta decirlo, pero no podemos resolver todos los casos. No se tome su incapacidad para resolver este en particular como un fracaso personal, por favor.

Marsh le puso la mano en el hombro.

—Eso es fácil de decir, Paul. Lo único que yo sé hacer es trabajar. No soy una esposa; nunca seré madre. Mi vida es esto.

—¿Y qué pasará dentro de diez años cuando la empujen a retirarse, Erika? Tiene que encontrar un lugar en el mundo para sí misma; un lugar donde pueda ser feliz sin necesidad de ser agente de policía.