28
Era tarde cuando Erika salió de la casa de Amanda Baker. Tenía la sensación de comprenderla un poco mejor, aunque seguía siendo incapaz de disculparla por haber dado el chivatazo a un grupo de autodefensa para que lanzara una bomba incendiaria a la casa de Marksman. Había aparcado el coche a cierta distancia en la calle sumida en sombras. Subió, cerró las puertas con seguro y encendió la luz.
Sacó del bolso el grueso sobre marrón y volvió a examinar los documentos que contenía. Trevor Marksman era un hombre muy rico. En 1993, un tribunal le había otorgado una indemnización de casi trescientas mil libras. Él había invertido el dinero con tino y ahora era millonario. Miró la hoja donde figuraba su actual dirección en Londres, en un edificio de pisos exclusivos de Borough, cerca del London Bridge.
Cogió el teléfono y llamó a Marsh, quien respondió casi en el acto.
—Perdone que llame tan tarde.
—Son las nueve. Estoy levantado.
—¿Se encuentra bien? Suena un poco apagado.
Marsh suspiró.
—No he dormido últimamente… Marcie quiere fijar unos horarios oficiales de visita para que vaya a ver a las niñas. No le gusta que me presente sin más. ¡Es mi propia casa, joder!
—Lo lamento, Paul.
—La culpa es mía. Trabajo demasiado. Ya lo ve, he atendido su llamada. Y no creo que me haya telefoneado para hablar de mi matrimonio, ¿verdad?
—Mmm, no…
—Dígame.
—Se trata de Trevor Marksman. ¿Cómo quedaron las cosas después de la demanda judicial?
—Se llevó una indemnización. La policía metropolitana tuvo que aflojar una cantidad, que era una auténtica fortuna para principios de los noventa, y presentar sus disculpas. Hubo toda una polémica en la prensa sobre el hecho de tener que pedirle disculpas a un violador infantil.
—Quiero hablar con él.
—Ni hablar, Erika. Detenerlo sería remover un nido de avispas.
—No voy a interrogarlo como sospechoso. Solamente quiero hablar con él en calidad de testigo.
—¿Testigo?
—Sí. Nadie vio nada. Ni los vecinos, ni la gente de la zona. Nada. La única persona que nos consta que le había echado el ojo a Jessica en los días previos a su desaparición fue él. Vale, es un maníaco, pero si dejamos eso de lado, es posible que hubiera visto u oído algo.
—Nunca dijo tal cosa.
—¿Alguien se lo preguntó?
Marsh guardó silencio, y a poco contestó:
—De acuerdo. Deberá preguntarle antes si está dispuesto a hablar. Ha de ser diplomática. Además, él vive en Vietnam; vea si puede hacerlo, no sé, vía Skype.
—No está en Vietnam. Ha vuelto. Vive en Londres.
—Pero… ¿qué demonios? ¿Cómo no lo sabíamos?
—Él no tiene que informarnos. Fue condenado y cumplió su condena por la violación de una niña antes de que se aprobase la Ley de Delincuentes Sexuales de 1997. Como sabe, no es retroactiva: no afecta a los condenados previamente.
—Con que solo quiere hablar con él, ¿eh?
—Sí.
—¿Y cómo es que me lo cuenta?
—Es mi nuevo yo. Estoy siguiendo las normas y manteniendo informado a mi superior.
—Venga ya. Casi ha conseguido hacerme reír.
—Da la impresión de que no le vendría mal…
—Erika…
—¿Qué?
Un nuevo silencio. La inspectora pensó que iba a preguntarle algo.
—Nada. Manténgame informado y procure no cagarla —dijo Marsh, y colgó el teléfono.