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Estaba oscureciendo mientras Erika volvía a su piso desde la morgue de Penge. Había poco tráfico. A medida que se extinguía la luz, apareció una niebla baja que formaba como un dosel entre los edificios de ambos lados de la calle. Su humor sombrío se intensificó. En su trabajo como policía, los casos se sucedían uno tras otro sin interrupción, pero siempre había algunos que la afectaban de forma personal. Jessica tenía siete años cuando había encontrado la muerte. Siete.
La inspectora se había quedado embarazada, más bien por accidente, a finales de 2008. Se había peleado con su marido, Mark, porque él quería tener el bebé y ella, no. Al final, había abortado. Mark no había dado su aprobación, pero le había dicho que la apoyaría, hiciera lo que hiciese. El aborto se llevó a cabo en una fase muy temprana del embarazo, pero ella había tenido la certeza de que era una niña. Si hubiera seguido adelante, esa niña tendría ahora siete años.
Las calles iban desfilando lúgubremente mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas. El año había sido muy duro a partir de aquel suceso. Ella se debatía entre el alivio y el asco. Se culpaba a sí misma, y culpaba a Mark por no haber opuesto más resistencia. Un bebé habría cambiado muchas cosas en su vida. Su marido se había ofrecido a quedarse en casa para cuidarlo. Si hubiera dejado el trabajo para ejercer de padre, no habría participado en la redada el día fatídico en que lo abatieron de un disparo.
Sollozó, jadeando, y al soltar una mano del volante para enjugarse los ojos, apareció de golpe una mujer con un niño pequeño entre la hilera de coches aparcados. Pisó el freno oportunamente y se detuvo con un chirrido de neumáticos.
La mujer era joven e iba con una gruesa cazadora de color rosa. Le hizo un gesto de disculpa y arrastró del brazo al niño, que llevaba un disfraz de esqueleto de Halloween. El crío volvió la cabeza y su diminuta cara de esqueleto miró hacia los relucientes faros del coche. Erika cerró los ojos y apretó los párpados. Cuando volvió a abrirlos, ya habían desaparecido.
Al llegar a casa, encendió la calefacción central y se dejó el abrigo puesto mientras se preparaba un café largo. Luego se instaló en el sofá con el portátil. Entró en Google y tecleó «Jessica Collins, niña desaparecida». Apareció una página entera de resultados. Pinchó la primera: una entrada de Wikipedia.
Jessica Marie Collins (nacida el 11 de abril de 1983) desapareció en la tarde del 7 de agosto de 1990, poco después de salir de la casa de sus padres, en Avondale Road, Hayes, Kent, para asistir al cumpleaños de una amiga de la escuela.
Ese día, a las 13:45, Jessica salió sola del número siete de Avondale Road, para dirigirse al número veintisiete de la misma calle, donde se celebraba el cumpleaños de su amiga. Pero nunca llegó a la fiesta. A las 15:30, cuando la madre de la amiga de Jessica telefoneó a los Collins para saber por qué su hija no había ido a la fiesta, se desató la alarma.
La desaparición tuvo una rápida repercusión en la prensa de todo el país.
El 25 de agosto de 1990, Trevor Marksman, de treinta y tres años, fue detenido e interrogado por la policía, pero cuatro días más tarde salió en libertad sin cargos. Las pesquisas policiales se prolongaron durante los años 1991 y 1992. El presupuesto para la investigación de desaparecidos se redujo a finales de 1993.
No se efectuaron más detenciones y el caso sigue abierto. El cuerpo de Jessica Collins no fue encontrado, y el misterio de su desaparición no ha sido resuelto.
Erika comprobó la ubicación de la cantera Hayes en Google Earth. Estaba a menos de tres kilómetros de Avondale Road, donde la niña había desaparecido.
«Pero seguro que debieron de registrar la cantera cuando ocurrió…», murmuró para sí.
Buscó resultados en Google Imágenes y encontró una fotografía del llamamiento de la policía metropolitana, realizado en agosto de 1990. Los padres de Jessica, pálidos y demacrados, aparecían en la conferencia de prensa detrás de la mesa consabida, flanqueados por varios mandos de la policía.
—Veintiséis años han pasado —musitó.
Cerró los ojos. Se le presentó de inmediato la imagen de un cráneo de órbitas vacías, y el maxilar abierto mostrando la hilera de dientes. Se estaba levantando para preparar más café cuando sonó el teléfono. Era el comisario Yale.
—Disculpe que la interrumpa a estas horas, Erika, pero acabo de tener una conversación interesante con el abogado de Jason Tyler. Ese tipo ha planteado la oferta de dar los nombres de cuatro de sus socios y entregar correos electrónicos y recibos de transferencias bancarias.
—Lo dice usted como si nos estuviera comprando una casa.
—Ya sabe cómo son estas cosas. Podemos pasar el caso a la Fiscalía, sabiendo que obtendremos seguramente una condena. Un resultado del que debería sentirse orgullosa.
—Gracias, señor. Pero la perspectiva de que vaya a la cárcel con una condena reducida no me hace sentir orgullosa.
—Pero será encarcelado.
—¿Y qué cree que hará cuando lo suelten? ¿Montar una tienda de velas de artesanía? Volverá a las andadas con la droga.
—Erika, ¿a qué viene esto? Hemos conseguido el resultado que queríamos. El tipo está fuera de circulación; podemos atrapar a sus socios y cortar el suministro a los traficantes.
—¿Y qué me dice de su mujer y los niños?
—Testificarán en el juicio, probablemente por videoconferencia, y obtendrán una nueva identidad.
—Su esposa tiene una madre anciana y dos tías.
—Lo cual es muy triste. Pero ella debería haber pensado lo que hacía cuando se subió al tren de Jason Tyler. ¿De dónde creía que procedía, si no, todo el dinero que entraba en su mansión de lujo?
—Tiene razón, señor. Perdone.
—No importa.
La inspectora permaneció un instante en silencio. Volvió a abrir el artículo de la Wikipedia que había estado leyendo.
—Otra cosa. El esqueleto que encontramos en la cantera Hayes… Ha sido identificado. Se trata de una niña de siete años llamada Jessica Collins. Desapareció en 1990.
Yale soltó un silbido.
—Joder, ¿son de ella los restos?
—Sí. Conozco al forense y me ha mantenido informada.
—¿Quién es el pringado al que le han asignado el caso?
—No lo sé, pero me gustaría ofrecerme como jefa de investigación. —Le habían salido las palabras antes de pararse a pensarlas.
—Pero ¿qué está diciendo, Erika? —dijo Yale—. A usted la destinaron bajo mi mando para formar parte del equipo de Proyectos, de la unidad de Crimen Organizado, Económico y Especializado.
—Pero yo he encontrado los restos, señor. Está en nuestra jurisdicción. La investigación del caso fue trasladada originariamente fuera de nuestro distrito…
—Y muchas cosas han cambiado desde 1990. Nosotros no nos ocupamos de secuestros ni de asesinatos, ya lo sabe. Nos ocupamos de los asesinatos por encargo, de los grandes proveedores de droga, de las organizaciones criminales multidimensionales, incluyendo las bandas étnicas, y del tráfico de armas a gran escala…
—Le recuerdo que cuando entré en su equipo, señor, ¡usted dijo que le habían hecho cargar conmigo como si fuese la típica tía que nadie quiere aguantar en Navidad!
—No lo dije exactamente así, Erika. Pero ahora usted es una parte valiosa de mi equipo.
—Señor, yo puedo resolver este caso. Ya conoce mi historial de resolución de casos difíciles. Tengo unas condiciones únicas que serían de gran ayuda en la investigación de un asesinato antiguo como este…
—Y sin embargo, al cabo de tantos años, todavía es inspectora jefe. ¿Se ha preguntado por qué?
Erika se quedó callada.
—No me he expresado bien, disculpe —dijo Yale—. Pero la respuesta sigue siendo no.