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Cuando Erika llamó a la puerta del ático de Trevor Marksman, Joel Michaels salió a abrir. Llevaba vaqueros y una camisa elegante, y en la mano, una taza de café con una pajita y un plato de comida sucio. Al fondo, Marksman estaba echando la siesta, recostado en un sillón reclinable junto a uno de los ventanales que iban desde el suelo hasta el techo.

—¿Qué es esto? —preguntó el hombre mirando alternativamente a Erika, Moss y los dos agentes uniformados—. ¿Por qué no ha llamado al interfono? ¿Quién los ha dejado entrar?

Erika dio un paso y sentenció:

—Joel Michaels, lo detengo como sospechoso del secuestro y el asesinato de Jessica Collins. No está obligado a declarar, pero todo lo que diga podrá ser utilizado contra usted en un tribunal de justicia.

El hombre miró la orden judicial que ella sostenía. Marksman se las arregló para quitarse de encima la manta y se fue acercando con paso vacilante.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó.

Joel dejó el plato y la taza en la mesita de café y fue a cogerlo del brazo. Uno de los agentes lo sujetó, pero él se giró y lo apartó de un empujón.

—¡Eh, eh, calma! —exclamó Moss.

—Yo soy su cuidador —dijo Joel. La calva le relucía de sudor, y la sinuosa cicatriz que le rodeaba la oreja se le había enrojecido bruscamente.

—Él no ha hecho nada. Deténgame a mí —se ofreció Marksman, que ya se había plantado frente a ellos, sujetándose en el respaldo del sofá. Miró a Erika—. Hablo en serio. Deténgame a mí. —Se evidenciaba el dolor al fruncir la enrojecida piel en torno a los ojos—. Lo confieso. Yo asesiné a Jessica. La secuestré cuando iba de camino a esa fiesta de cumpleaños. Me la llevé y…

—Basta, Trevor —suplicó Joel poniéndole la mano con cuidado en el pecho—. Llama a Marcel ahora mismo… Dile que me han detenido. ¿A dónde me llevan?

—A la comisaría de Bromley —dijo Moss.

—Dile que vaya allí.

—¡Esto es un disparate! —gritó Trevor—. Deben de estar muy desesperados. —Observó cómo los agentes esposaban a Joel y se lo llevaban—. ¿Por qué no quieren detenerme a mí? ¿Acaso les doy miedo?

—Estaremos en contacto —dijo Erika mientras se iban.


Empezaba a oscurecer cuando llegaron a la comisaría de Bromley. Registraron a Michaels y lo encerraron en una celda. Su abogado llegó poco después. Era un hombre mayor, de pelo canoso; utilizaba unas gafas enormes. Le comunicaron por qué se encontraba detenido su cliente y lo organizaron todo para que lo condujeran a una sala de interrogatorio.


—¿Se encuentra bien, jefa? —preguntó Moss. Estaban en el centro de observación mirando al detenido y a su abogado, que esperaban en la sala de interrogatorio. Joel parecía impertérrito y estaba sentado con los brazos cruzados. Su abogado, con una carpeta y unos papeles desplegados sobre la mesa, se inclinaba hacia él y hablaba con energía, gesticulando con su bolígrafo.

—Sí. Pero no acabo de verlo claro. No tengo la sensación de que vaya a entrar ahí con el suficiente…

—¿No nos hemos sentido todos así alguna vez? Espero que lo pillemos con la guardia baja; ha estado muchos años sin contacto con la policía. El muy cabrón no tuvo que firmar en el Registro de Delincuentes Sexuales. No ha sufrido nunca esa presión.

Erika asintió y replicó:

—Hasta ahora.

Entraron en la sala de interrogatorio. Moss se sentó frente al abogado. La inspectora jefe tomó asiento frente a Joel y dejó su carpeta sobre la mesa.

—Son las cinco de la tarde del jueves, diez de noviembre. En la sala de interrogatorio se encuentran la inspectora jefe Foster y la inspectora Moss —dijo Erika. Se arrellanó en la silla y observó al preso.

Él la miró a los ojos sin parpadear.

—He ido hoy al funeral de Jessica Collins. Ahora tendría treinta y dos años, si viviera.

—Es muy triste —dijo él.

Erika abrió la carpeta, sacó una fotografía de Bob Jennings y se la acercó por encima de la mesa.

—¿Qué sabe de este hombre? —Joel seguía mirando a la inspectora—. Mire la foto, por favor.

Él bajó la vista y contestó:

—Nunca lo había visto.

—¿Está seguro?

—Sí.

—Se llamaba Bob Jennings. Vivía de okupa en la casita de la cantera Hayes cuando desapareció Jessica Collins.

—Muy interesante.

—Tengo unos vídeos que pertenecen a Trevor Marksman. A él le gustaba filmar vídeos, ¿verdad?

—Sin comentarios.

—Ganó la cámara en un concurso. Y le gustaba filmar a los niños en el parque.

—Sin comentarios.

—Usted también filmó para él vídeos de niños. E igual que él, grabó imágenes de Jessica Collins. Pero no es simplemente una grabación; hablo de horas y horas de filmación. De una conducta de acoso obsesivo hacia una niña de siete años.

—Sin comentarios.

—En esos vídeos filmados por usted con la cámara de Trevor Marksman aparece también Bob Jennings. Un Bob Jennings al que usted saluda y lo llama por su nombre.

El hombre cambió de posición en la silla y se impacientó.

—Sin comentarios.

—Cuando lo interrogaron en agosto de 1990, declaró que usted y Marksman no se conocían.

—Sin comentarios.

—Bueno, yo al menos sí quiero comentarlo. Mintió a la policía.

—Debí de confundirme.

—A usted le gustan los niños pequeños, ¿no? Los encuentra atractivos sexualmente.

—Ambos sabemos que mi cliente fue condenado por delitos de abusos infantiles y que cumplió su condena —observó el abogado.

—Y que tuvo la suerte de no entrar en el Registro de Delincuentes Sexuales…

—Eso no es una pregunta. —Joel sonrió con aire burlón.

Erika se arrellanó en la silla, tratando de mantener la calma.


Tres horas más tarde, Erika y Moss salieron de la sala de interrogatorio. Observaron cómo se llevaban a Joel por el pasillo, de vuelta a su celda.

—Mierda —maldijo Erika—. Lo tenemos todo y no tenemos nada… No dispongo de suficientes elementos para acercarme a Marksman; Bob Jennings está muerto… Joder.

—Ya casi son las ocho y media —dijo Moss consultando el reloj—. Dejemos que pase la noche aquí, en el Bromley Hilton. Y volvamos a intentarlo otra vez mañana.

Erika asintió. Notaba que Moss pretendía ponerle buena cara al mal tiempo, pero que coincidía con ella. No tenían nada.