37

Tras la euforia del hallazgo del diente, habían vuelto arriba y se habían reunido con Crawford para localizar la fosa séptica, pero no la encontraron. Los alrededores de la casa estaban plagados de maleza. Con los años, se habían vertido allí montones de tierra y todo tipo de desperdicios, y sobre ellos habían crecido los árboles y los matorrales.

Cuando Nils se hubo marchado con su equipo de la científica, llevándose el diente que habían descubierto en el sótano, Erika sintió que estaban muy cerca y, al mismo tiempo, muy lejos de la solución. La pieza dental podía suponer un avance decisivo; pero también podía ser de alguno de los yonquis u okupas que habían vivido en aquel cuchitril los últimos veintiséis años. Tendría que esperar.

A las siete y media de la tarde dieron por terminada la jornada. Recogieron las cosas y todo el convoy abandonó las orillas del embalse. Erika hizo el trayecto de vuelta en un minibús junto con Moss, Peterson, John, Crawford y los otros dos agentes del Departamento de Investigación Criminal que se habían sumado a la búsqueda. Su móvil sonó de nuevo. Lo sacó y vio que era el número oculto. Cortó la llamada y apoyó la cabeza en la ventanilla, ajena a la frialdad del cristal y al golpeteo rítmico provocado por los baches. Los árboles pelados desfilaban ante sus ojos mientras avanzaban lentamente hacia la salida del parque.


Al llegar a la comisaría de Bromley, la inspectora Foster se llevó a su equipo a tomar una copa. Se adueñaron de una mesa larga en uno de los pubs de la calle principal. El local estaba lleno de gente que trataba de relajarse tras una larga jornada de trabajo.

—Tuvo que ser en la casita —dijo Erika dibujando con el dedo en la superficie empañada de su copa. Estaba en el extremo de la mesa con Moss y Peterson—. El que raptó a Jessica dispuso de muy poco tiempo. Podría haber estado enterrada primero allí, en ese sótano.

—Los forenses excavarán todo el suelo, jefa. Hemos de tener paciencia —aconsejó Moss.

Foster observó a los otros miembros del equipo, que charlaban entre risas, y bajó la voz.

—Quiero hablar mañana con Crawford. Él estuvo en la investigación inicial y quizá podría responder a muchas de nuestras preguntas sobre los expedientes y las pruebas que faltan. Es el problema de no tomarse en serio a la gente: al final te pasan desapercibidas. Ha sido un error de mi parte.

—No se fustigue, jefa.

—¿Examinó su expediente?

—Sí. Ha tenido una carrera mediocre. Es irritante y suele escaquearse, pero no hay ninguna mancha en su historial.

Erika dio un largo trago de cerveza.

—Si resulta que ese diente no es de Jessica, estamos jodidos. E incluso si es suyo, debo probar que la mató un hombre sin antecedentes violentos que murió hace veintiséis años.

—Si fue él, piense en todo lo que le ahorrará al sistema penitenciario —terció Peterson. Los tres bebieron en silencio—. Perdone, jefa. No ha tenido gracia.

—No importa. Todos deberíamos intentar relajarnos un par de horas. No soy una compañía muy divertida ahora mismo.

—Usted nunca es demasiado divertida —opinó Moss—. Eso es lo que me gusta de su personalidad. No hay presión para pasárselo bien. A su lado puedo sentirme deprimida. De hecho, gracias a usted me he ahorrado un montón de arrugas. Parezco tres años más joven porque no me paso el día sonriendo.

Erika se echó a reír.

—Maldita sea, ya empezamos con las arrugas —añadió Moss, y soltó una risotada. Le sonó el móvil; lo sacó y miró la pantalla—. Ah, es Celia, disculpe.

Moss salió afuera.

—Por si sirve de algo, le diré que a mí me encanta trabajar con usted. La he echado de menos de verdad —dijo Peterson. Ella lo miró. Se sentía un poco mareada y cayó en la cuenta de que iba por la tercera cerveza.

—No… ¿En serio?

—Bueno, quizá un poquito. —Peterson le guiñó un ojo, sonriendo, y le sostuvo la mirada. Ella le devolvió la sonrisa. Cuando él iba a decir algo más, lo interrumpió.

—Creo que voy a ir al baño —dijo, porque sintió un pánico repentino.

Pasó por detrás de él, fue al baño y se encerró en uno de los cubículos. Se sentó sobre la tapa del váter e inspiró hondo. Se sentía culpable por estar de copas mientras el asesino de la pequeña Collins seguía por ahí suelto. Culpable por haber perdido el norte en la investigación. También por permitir que Peterson coqueteara con ella… ¿Estaba coqueteando de verdad? ¿Y acaso ella deseaba en secreto que fuera así?

—Debes mantener el control —se dijo en voz alta.

—¿Cómo? —respondió alguien desde otro cubículo.

—Nada, nada, perdón.

Sacó el móvil y vio que había dos mensajes de voz del dichoso número oculto. «¿Quién será?», musitó. Marcó el número de su buzón de voz, pero no había señal. Se quedó sentada unos minutos más, escuchando el ruido de las cisternas y del secador de manos.

Volvió de nuevo a pensar en Jessica Collins. Si todavía estuviera viva tendría treinta y tres años. ¿Qué habría ocurrido si no hubiese ido a aquella fiesta de cumpleaños? ¿Y si hubiera salido de casa unos minutos antes o más tarde? Ahora podría ser una de las mujeres que estaban en el pub divirtiéndose, jugando a la máquina de «¿Quién quiere ser millonario?» y riéndose con sus amigos.

Y también pensó en su propio pasado. ¿Y si ella y Mark hubieran decidido quedarse en la cama el día fatídico de la redada? Su vida sería completamente distinta. Ahora estaría con él en casa, mirando la tele, o haciendo el amor, o hablando sobre la jornada. «Soy viuda —pensó—. Pero tengo cuarenta y cuatro años… Aún podría tener hijos, ¿no? Sé de casos de mujeres que los han tenido con más de cuarenta».

Cogió un pedazo de papel higiénico, se enjugó los ojos y decidió que iba a marcharse a casa. Tres cervezas eran su límite.

Cuando volvió, Peterson estaba solo en la larga mesa.

—¿Cuánto he tardado? ¿O es que he entrado en el túnel del tiempo?

—No. La novia de John lo ha llamado preguntando dónde se había metido. Celia ha telefoneado a Moss porque Jacob tiene fiebre, y está preocupada… Y los uniformados se han largado a comer algo al Wetherspoon’s.

—Vale —aceptó Erika, y ocupó el asiento opuesto. Hubo un silencio comprometido.

—Espero no haberla molestado antes —dijo él. Se había arrellanado en la silla; llevaba la camisa arremangada y exhibía una sonrisa amistosa; era guapo—. Solo quería decirle que la he echado en falta, sin más, pero quería que lo supiera.

—No, no, en absoluto. Es un cumplido, así que gracias. —Alzó el vaso hacia él. Ambos brindaron y apuraron el resto de sus bebidas.

—¿Quiere otra?

—No. Debería irme ya. Mañana tengo que empezar temprano. He de localizar las cintas de vídeo, suplicar a los forenses que se den prisa con ese diente…

—Sí, cierto.

Cuando ya se levantaban, Crawford volvió de la barra atestada de gente con una bandeja llena de bebidas.

—¿Dónde está todo el mundo? Me he pasado una eternidad haciendo cola para conseguir una ronda.

—Todo el mundo se ha largado, colega —dijo Peterson.

Él y Erika vacilaron un instante con incomodidad. Ella se disculpó:

—Gracias. Lo siento, yo no puedo quedarme.

—Yo tampoco. Gracias, de todos modos, colega —soltó Peterson. Le dieron las buenas noches y lo dejaron allí, con su bandeja de bebidas.

—Gilipollas —masculló Crawford.

Se sentó en la mesa vacía y cogió una de las cervezas.